No quiero insistir en una afirmación que a estas alturas es ya una obviedad: éste ha sido el año del teletrabajo, en todos los países y los sectores. Seguramente todos los que lean esto puedan corroborarlo. No es necesario, por ello, señalar su crecimiento y su importancia como instrumento en la lucha contra la pandemia. Quiero centrarme, más bien, en un aspecto particular de éste que me parece ha quedado olvidado en los debates, su fragmentación y diversificación. Porque en el año 2020 el trabajo remoto, hasta entonces un fenómeno bastante homogéneo, ha adquirido formas muy diversas.
El primer teletrabajo fue el inmediatamente anterior al confinamiento; era poco frecuente, al menos en España; regulado, pero insuficientemente; y con una presencia todavía marginal en la negociación colectiva. Lo esencial era la voluntariedad para ambas partes del contrato de trabajo; y una especie de “neutralidad”, del tal modo que trabajar de esta forma ni ponía ni quitaba a la relación de trabajo, que era tratada como las demás de acuerdo con una regla de igualdad de trato quizás excesivamente optimista.
El segundo fue el del confinamiento: obligatorio, porque lo imponía el Estado. Con una finalidad diferente, la de reducir la movilidad y hacer posible la reclusión de los trabajadores. Hubo ya una primera división, porque junto al teletrabajo COVID-19 común (el del artículo 5 RDL 8/2020) se introdujo uno menos visible, el que se ofrecía como una forma de facilitar la conciliación familiar a los trabajadores con personas a su cargo que tuvieran que permanecer en sus domicilios (el del plan MECUIDA).
El tercero es que se comenzará a desarrollarse de acuerdo con Real Decreto-ley 28/2020, de 22 de septiembre, de trabajo a distancia, que ha añadido un importante texto legal a nuestro ordenamiento laboral, contenido en una norma de urgencia, pero con clara vocación de permanencia. Éste será un teletrabajo más regulado, mucho más presente en nuestro mercado de trabajo y con un soporte progresivamente mayor de nuestros convenios.
Esta tripleta la vamos a encontrar igualmente si analizamos este fenómeno desde otro punto de vista, más allá del estrictamente histórico: porque en el futuro vamos a tener que aprender a gestionar varias modalidades completamente distintas de éste. Habrá uno pactado, acordado por ambas partes, que es el que podemos considerar el prototipo, tanto por lo común como por lo deseable. Habrá, junto a éste, otro obligatorio, impuesto por las autoridades como mecanismo fundamental para imponer restricciones a la movilidad, sea por motivos sanitarios como por otros motivos (pensemos en problemas medioambientales o de tráfico). Existirá el teletrabajo como derecho de los trabajadores, que podrá ser impuesto a sus empleadores en supuestos definidos por el legislador o los convenios colectivos. Se producirá igualmente “smart work”, que no es sólo una modalidad de trabajo sino una forma radicalmente diferente de trabajar, combinando trabajo remoto y flexibilidad de jornada. Y nos encontraremos, finalmente, con supuestos de trabajo remoto ocasional y de escasa duración, que serán más una modalidad de prestación de los servicios pactados que una forma de empleo diferencia.
La técnica del RDL 28/2020 hace surgir otra modalidad de trabajo virtual, aquél que, aun desarrollándose en parte de manera remota, no alcanza los umbrales mínimos que se fijan para ser calificado como teletrabajador. Habrá, así, dos tipos de personas que trabajen en remoto, sujetos a regímenes distintos. Junto a este teletrabajo excluido, que desde luego puede ser muy numeroso, hay que incluir el prestado para las administraciones públicas, excluido igualmente del RDL 28/2020; así como el desarrollado por menores y personas con contratos formativos, sujetos igualmente a regímenes especiales.
El panorama que se dibuja es uno de gran complejidad; pero es así como funciona el mercado de trabajo del siglo XXI. Nos afecta porque en éste todos seremos, en mayor o menor medida, teletrabajadores.
La aprobación del RDL 28/2020, del trabajo a distancia, culmina un intenso debate sobre la regulación de esta actividad, tras su generalización en España por el confinamiento. La forma en que se ha venido desarrollando ha puesto de manifiesto una serie de problemas que no podían ser ignorados, y la nueva norma debe entenderse como una reacción frente a éstos. Esto explica mucho de esta ley, como la intensidad y extensión de su regulación, el detalle con el que se tratan los mecanismos de tutela de los trabajadores, o el protagonismo de la negociación colectiva. La ley parte de una desconfianza hacia esta forma de empleo, y se nota. La obligación de registrar el acuerdo de teletrabajo en los servicios públicos de empleo es una buena muestra de este celo, que en este caso concreto nos parece excesivo.
El contenido normativo de la norma es, en gran parte, el esperado, el típico de las normas sobre teletrabajo de los últimos años, codificado en el Acuerdo Marco Europeo sobre Teletrabajo: igualdad de trato, voluntariedad, reversibilidad, adscripción a un centro de trabajo… Esto lo teníamos, bien que mucho menos desarrollado, en el artículo 13 del Estatuto de los Trabajadores; ahora se detalla considerablemente. Pero es también una ley del siglo XXI, lo que se percibe en muchos de sus aspectos: la atención a los derechos digitales y a la protección de datos; la preocupación por las cuestiones de género; la búsqueda de mecanismos de efectividad en su aplicación… El trabajo a distancia se percibe no sólo como una alternativa para organizar la actividad de la empresa, sino también como un instrumento para asegurar determinados objetivos sociales, como la conciliación familiar y la protección de las víctimas de violencia de género.
En lo relativo a los temas digitales, se avanzan soluciones que seguramente pronto encontraremos para todos los trabajadores. Así, encontramos una primera regulación del “BYOD”, del “bring your own device” que supone la utilización para fines laborales de material informático propiedad del trabajador; siendo una práctica que no es ni mucho menos exclusiva del teletrabajo, no hubiera estado de más tratarla de manera más general. Otra tanto puede decirse con el reconocimiento de los derechos de acceso digital de la representación de los trabajadores, ausente todavía del Estatuto de los Trabajadores (aunque sí reconocido por la jurisprudencia), pero sí garantizado en el caso de los trabajadores a distancia.
El equilibrio entre las posiciones de los interlocutores sociales y del Gobierno se ha salvado no reduciendo los estándares de protección, sino jugando con su campo de aplicación. Así, la ley no se aplicará a todos los trabajadores a distancia, sino tan sólo los que sean “regulares”, definiéndose este carácter según el porcentaje del tiempo de trabajo que se desarrolle por esta vía. Tampoco se aplicar a los empleados públicos, ni a los trabajadores menores de edad; y de manera adaptada a los contratos formativos.
Hay que señalar que se han adoptado determinadas iniciativas por parte de los poderes públicos que parecen ir en contra de la difusión y normalización de esta forma de empleo. Así, la imposición con carácter general del registro de jornada casa mal con una manera de trabajar que se pretende flexible, y no sólo en el aspecto locativo. El derecho a la desconexión digital, un gran logro del Derecho del Trabajo de este siglo, debe sin embargo ser adaptado en este contexto. Cabe afirmar lo mismo de la campaña para hacer tributar a los trabajadores, y cotizar a las empresas, por los ordenadores e instrumentos de comunicación puestos a disposición de aquéllos por éstas. Si esto se generaliza, se estaría imponiendo a las empresas un coste adicional por ofrecer (o por soportar, en su caso) el trabajo remoto; una cantidad que se sumaría a la parte de los costes diversos que asumirían de acuerdo con los proyectos legislativos.
En un momento en que, desgraciadamente, estamos implantando nuevas limitaciones de movilidad, no contar ni con la ley ni con una regulación convencional adecuadas para un retorno al teletrabajo forzoso hubiera sido desastroso. Finalmente hemos conseguido implantar la norma legal; la convencional va a tardar.
Una última reflexión: ya se ha dicho que el RDL 28/2020 supone introducir un elemento estructural mediante una norma de urgencia. Cabe señalar otra particularidad, la del elemento “descodificador” que supone su aprobación, en el sentido de que se aprueba una norma destinada a permanecer fuera del Estatuto de los Trabajadores, pero regulando materias propias de éste Lo mismo ocurrió hace un par de años con la aprobación de la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales. El legislador modificó superficialmente el Estatuto, pero mantuvo la mayor parte de la regulación de los derechos digitales fuera de esta norma. Antes ya había ocurrido con la Ley 14/1994, que regula como es sabido la actividad de las empresas de trabajo temporal.
No es una buena idea, a mi juicio. Si efectivamente queremos avanzar en la elaboración de un “Estatuto de los Trabajadores para el siglo XXI”, lo primero que tendremos que hacer es parar este proceso, y proceder a una nueva codificación de las normas laborales en un único texto central. Quizás más un “Código de Trabajo” que un “Estatuto de los Trabajadores”.
Este cambio de modelo no sería más que la consecuencia de la evolución del Derecho laboral en las últimas décadas, que no ha sido precisamente hacia la desregulación. Las dimensiones del Derecho del Trabajo legislativo se han incrementado considerablemente; y se ha producido, además, una tendencia hacia la desreglamentación de este sector del ordenamiento jurídico, derivando contenidos regulatorios de la norma reglamentaria a la legal. El efecto es un crecimiento material de la norma legal, que quizás no encaje ya en un único texto configurado como «Estatuto», sino en una recopilación integrada y sistemática con la vocación de ser el «Código» de nuestra disciplina.