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Lo que de forma cada vez más generalizada se ha dado en llamar Gig Ecomnomy -término este de difícil traducción,  aunque más allá de su estricta literalidad como Economía de los «bolos» o de las actuaciones puntuales, quizás podría traducirse,  con algo más de sentido, como la Economía de los trabajados esporádicos- es, básicamente, el resultado de la actuación sobre el mercado de trabajo de una serie de factores o de procesos interrelacionados y seguramente más amplios, con los que guarda una relación de causa a efecto.

El problema es que en muchas ocasiones, y desde distintas perspectivas, se tiende a dar prioridad a una u otra de estas tendencias o factores -uso de plataformas o aplicaciones informáticas,  colaboración y no contraposición entre las partes, mero uso de bienes sin adquisición de propiedad, acceso prácticamente universal a estos «nuevos» mercados, activación solo por demanda, relación entre pares o sin intermediarios…- para generar una cierta confusión no solo terminológica -se habla así, de economía colaborativa, participativa, o compartida, a demanda, de acceso o entre pares (o, en sus más extendidos términos en inglés, collaborative, sharing, access, on demand or peer to peer economy)- sino también material. Y ello en la medida en la que bajo estos términos no solo se hace referencia a realidades en muchas ocasiones cercanas pero que también divergentes, sino también y sobre todo, en la medida en la que los efectos de unas y otras perspectivas y delimitaciones, así como su valoración desde las distintas dimensiones que estas nuevas realidades presentan pueden ser ciertamente diferentes.

Por ello, creemos que cualquier intento de aproximarnos a esta nueva realidad debe partir de una mínima identificación de aquellos factores que, como ya hemos señalado, al actuar sobre este mercado de trabajo en sentido amplio -esto es, sin más adjetivos que lo limiten, incluyendo, por tanto, el trabajo productivo, asalariado o autónomo, como incluso el no retribuido ni, por tanto, profesional, como podría ser el altruista y el voluntariado- han dado lugar a este concepto y a esta realidad emergente. Solo desde esta perspectiva podremos comprender la complejidad de estos cambios e intentar señalar los aspectos comunes y los aspectos divergentes de cada una de estas denominaciones y términos ciertamente anfibológicos.

Gig Economy y revolución tecnológica: el trabajo a través de plataforma como núcleo central

Como puede fácilmente intuirse, el primero de estos factores convergentes y que están en la raíz de este nuevo modelo de trabajo -o de negocio- es, obviamente, la revolución tecnológica a la que asistimos y que junto con los cambios en las fuentes energéticas -el conocido ascenso de las fuentes renovables al hilo del calentamiento global- y en los medios de comunicación han dado lugar a  lo que algunos consideran una Tercera -o para otros, cuarta- Revolución Industrial.

En el ámbito del trabajo, esta revolución tecnológica ha tenido múltiples consecuencias. Por un lado, en el ámbito del trabajador, ha generado importantes cambios en las cualificaciones requeridas -obsolescencia acelerada de conocimientos, Lifelong Learning-, profundizando en la segmentación del mercado  entre trabajadores autoprogramables y aquellos que desarrollan labores repetitivas y fungibles. Por el lado empresarial, ha permitido profundizar  en el proceso de descentralización, de empresas en red o en la nube, apoyando estructuars cada vez más planas. Y todo ello sin olvidar el impacto que sobre el volumen del mismo y su composición ha tenido el proeçgresivo proceso de computerización y de sustitución de trabajo humano por máquinas y algoritmos, sobre todo en las tareas procedimentalizables,  lo que ha llevado a algunos -no sin cierta polémica (Castells)- a hablar incluso del fin del trabajo (Rifkin).

En cualquier caso, y más allá de recordar el impacto que este proceso podría tener en el futuro, lo que nos interesa destacar aquí es que a estos efectos resulta aún más trascendente la imparable generalización de  instrumentos de interconexión mundial -internet, wifi, laptops y smartphones- que, aplicada a estos mercados, ha permitido, no solo una extraordinaria ampliación de sus  ámbitos geográficos  -en especial, pero no únicamente, cuando los resultados de dicha actividad pueden transmitirse mediante medios telemáticos o albergarse en la nube-, sino también una considerable reducción de los costes de transacción, acercándolos a los supuestos de competencia perfecta.

En este sentido, las nuevas aplicaciones y plataformas digitales permiten reducir y limitar drásticamente estos costes típicos de búsqueda, investigación y selección de la contraparte, de negociación de los términos del acuerdo y de control de los resultados a los que se refería Ronald Cose en 1937 como explicación para la propia existencia de empresas, contraponiendo dichos costes con la lógica colaborativa propia de estas organizaciones complejas. Al universalizar -todos tenemos un terminal móvil o un teléfono inteligente- el universo de posibles oferentes y demandantes -de ahí el término «crowdworking» o crowdsourcing (Howe) igualmente utilizados-, al estandarizar las referencias y las competencias exigidas, y al permitir el autocontrol del resultado mediante la valoración de los usuarios, ubicando además estos mercados teóricamente en la «nube» digital y no territorial, tales plataformas no solo han logrado una universalización de mercados en un mundo «más pequeño o plano» («flat world«) sino también eludir -o al menos intentar eludir- las tradicionales barreras de entrada a muchos de estos sectores o mercados y la aplicación a los mismos de los más incisivos y, por tanto, costosos elementos institucionales presentes en los mercados «tradicionales» de trabajo  -salario mínimo, jornada máxima…-. De ahí que también en ocasiones también se haya denominada a este tipo de actividades o modelo de negocios como Access economy.

Pues bien, estos tres efectos -reducción de costes de transacción, universalización de posibles oferentes y demandantes y teórica, al menos, eliminación y/o mitigación de barreras de entrada y costes derivados de elementos institucionales ligados al territorio- deben ser tenidos en cuenta, entre otros, para comprender  las razones del nacimiento y, sobre todo, del aparente «éxito» -entendiendo por este su creciente importancia o desarrollo, especialmente en algunos países- de la Gig-Economy.

Así, la reducción de costes de transacción potencia, casi hasta el infinito, la ya de por si existente tendencia en el mercado hacia la descentralización productiva, fomentando sin trabas la paulatina  segmentación de tareas y procesos en unidades mínimas que pueden ser encargadas individualmente o por lotes a estos nuevos «mercados»; mercados que, como decimos, funcionan en un sistema cercano a la competencia perfecta y que, por tanto, desincentivan las fórmulas organizativas tradicionales  más colaborativas como las empresas fordistas de amplia base personal. En definitiva, sustitución de las tradicionales empresas verticales por nuevos mercados creados para cada una de las fases del sistema, mediante unas plataforma que, no solo los crean, sino que también los conforman y regulan desarrollando en los mismos una labor similar a la función normativa o reguladora, propia hasta ahora de los distintos poderes públicos.

Si a ello unimos, en segundo lugar, la teórica universalización de posibles oferentes y demandantes como consecuencia de la facilidad de acceso a los mercados creados por estas aplicaciones, comprenderemos, en segundo lugar, cómo el núcleo de interés en este mercado se desplaza del trabajador al trabajo realizado, y que, por tanto, lo que se oferte no sea ya un posible «puesto de trabajo» -trasunto de una relación prolongada de trabajo- sino un específico, puntual o concreto trabajo, un «bolo», o trabajo esporádico, que es, como decimos, el término que al menos de forma generalizada ha venido a denominar y caracterizar a esta forma de producción.

Finalmente, su ubicación en la nube y, por tanto, su teórica habilidad para eludir barreras de entrada y los costes más incisivos derivados de los elementos institucionales -señaladamente los laborales, pero sin olvidar también otros aspectos como los fiscales- son sin duda aspectos fundamentales para comprender su relativo desarrollo, teniendo en cuenta además que una vez alcanzada una cierta dimensión, este tipo de aplicaciones tienden a ocupar una posición dominante que, desde luego, dificulta la posible entrada de otros competidores en este segmento -o segmentos, dada su tendencia a diversificar mercados partiendo de su núcleo principal-.

Gig Economy y economía colaborativa o sharing economy: ¿una relación interesada?

El segundo factor o tendencia con el que ciertamente parece querer relacionarse a la Gig Economy es la denominada economía colaborativa –share economy-. De hecho, tanto es así que en muchas ocasiones, y a mi juicio de forma claramente interesada, pretende soslayarse el debate sobre esta última en el más genérico de la economía participativa o colaborativa.

Sin poder detenernos en más detalles, podríamos decir que, a grandes rasgos, la economía colaborativa parte de la sustitución de la lógica del disfrute exclusivo y permanente típica de la propiedad a la del disfrute temporal o en comunidad de un bien solo cuando sea necesario; del paso de la lógica distributiva y de la confrontación, a la lógica de la colaboración y de los juegos de suma variable con todo lo que ello conlleva de un mayor aporte de bienes al mercado -impidiendo que estos queden»improductivos» en los tiempos de inactividad-, de mayor eficiencia energética, de consumos de recursos, de generación de desechos -CO2 en especial-.

Este tipo de relaciones cooperativas y de colaboración no son, evidentemente, nada nuevos en nuestros sistemas -baste recordar los viejos mecanismos de carpooling establecidos o potenciados en muchas grandes empresas-. Pero sin duda se ha visto potenciado durante estos últimos años por dos factores fundamentales. El primero, la aparición de estas nuevas plataformas antes mencionadas y  que han facilitado o incluso en ocasiones permitido esta colaboración, extendiéndola a cada vez más bienes -inmuebles (alojamiento, aparcamientos) o muebles (coches, bicicletas)- pero también a servicios ligados a aquellos. Y, en segundo lugar, a la crisis económica que ha potenciado que esta colaboración, inicialmente altruista o excluida del tráfico económico y monetario (más allá de la compensación de gastos), se haya convertido también en un instrumento productivo mediante el que mercantilizar bienes que, con un alto costes -vivienda coche- eran escasamente utilizados.

Pues bien, es obvio que esta economía colaborativa, sobre todo cuando se realiza de particular a particular (P2P, peer to peer en la terminología inglesa más al uso), y sin afán o interés económico que vaya más allá de la compensación de costes del titular del bien, presenta indudables  ventajas que no cabe despreciar. Así, y como ya hemos señalado, se reduce la huella ecológica, dotando de eficiencia energética y medioambiental a unos bienes cuya utilización y eficiencia se maximiza. Baste recordar, por mencionar un ejemplo, en la notable reducción de uso de carburantes y de emisiones de dióxido de carbono mediante la utilización conjunta de vehículos que además agilizan el tráfico con la reducción de tiempos en el desplazamiento. O, en segundo lugar, en el hecho de que este tipo de organización facilita la satisfacción de necesidades básicas mediante la mayor incorporación de bienes al mercado y la mayor eficiencia en el encuentro entre oferta y mercado, abriendo nuevas posibilidades altruistas a un mundo más abierto.

El problema, o más bien, los problemas, empiezan cuando este tipo de economías o formas de relación económicas, basadas en el uso temporal y no en la propiedad del bien, empiezan a articularse de forma comercial, no ya solo por la plataforma, sino también por el lado del titular del bien. Es en este momento cuando, aun conservando aparentemente su idea de uso compartido -y permitiendo por tanto una utilización desde luego peculiar y ciertamente interesada del término sharing economy, empiezan a emerger las ventajas derivadas de su escaso cumplimiento de las exigencias institucionales ligadas al territorio y de las posibles barreras -o exigencias- de entrada a las que deben enfrentarse las «empresas» de la economía «formalizada» o tradicional.

No obstante, cuando el objetivo de estas plataformas es el uso un bien mueble o inmueble (Airbnb), resulta evidente que los problemas son más de tipo fiscal, de competencia desleal o de defensa de los consumidores que los laborales, ligados, todo lo más, a la legalidad o no de una actividad y su impacto sobre las posibles relaciones laborales establecidas por la empresa titular de la aplicación.

El problema es cuando de forma más limitada lo que se pretende no es ya solo la puesta en común de un bien (piénsese en un vehículo), sino un servicio prestado -o no, sobre esto ahora volveremos- mediante el uso de un bien que sería el ahora teóricamente compartido. El ejemplo prototípico es Uber o Lift, aunque el número es cada vez más amplio y abarca progresivamente tareas no solo de escasa, sino también de alta o muy alta cualifciación. En estos casos podría ciertamente argumentarse que lo que se pretende es dotar de la máxima eficiencia al uso de un vehículo y de tiempos teóricamente «muertos» del interesado. Pero resulta evidente que lo que se logra en estos casos no es dicho uso eficiente y altruista de un bien, sino un servicio eminentemente personal, sobre todo en aquellos sectores en los que los nuevos medios de producción se han abaratado y, por tanto, son ahora accesibles a muchas más personas, dando lugar a lo que algunos también han denominado como capotalismo distribuido (Rifkin).

En cualquier caso, y sin entrar ahora en lo que será objeto de otro apartado en este mismo menú, nos interesa destacar por ahora que la enorme variedad de prestaciones, de contenidos, de requisitos e incluso de funciones sociales de estas aplicaciones y prestaciones -que van desde el auténtico (o a veces no tanto) voluntariado a trabajos realmente profesionales; desde prestaciones eminentemente personales a otras realmente profesionales en los que la organización del suministrador es lo realmente importante, y, por señalar una última variable,  de plataformas que son solo auténticos mercados a otras que bajo esta apariencia esconden auténticos prestadores de servicios no informáticos sino materiales- impiden intentar encuadrar esta compleja realidad en un único modelo y, por tanto, en una única calificación a efectos laborales. Pero sobre ello, como ya hemos dicho, volveremos en otro apartado de este mismo menú,

Gig Economy y on-demand economy: su interrelación con la situación del mercado laboral

Finalmente, resulta evidente que para el funcionamiento, no ya tanto de aquellas aplicaciones que crean o gestionan novedosamente estos mercados, sino de aquellas otras  que bajo esta misma apariencia formal, son en realidad prestadoras de un servicio físico o material local, resulta necesaria la situación del mercado de trabajo actual.

En efecto, buena parte de estas aplicaciones que ofertan servicios físicos locales a través de su oferta mediante apps a «profesionales independientes» mediante convocatorias por la red -y a los que, eso sí, y si bien como aparentes «reglas» de este mercado, se imponen unas exigencias que en realidad lo que cualifican y caracterizan son las prestaciones y, por tanto, el servicio ofertado por las mismas-, dependen obviamente de que exista una «multitud», una «crowd» que esté disponible cuándo y dónde se quiera o reclamen los consumidores -de ahí, como decimos, su calificación en ocasiones como economía on-demand-. Es la existencia, por tanto, de este «ejército de reserva» -ya sean jóvenes que quieran ganar algo de dinero, pero también desempleados que necesitan cualquier forma de obtención de ingresos- el que permite a las empresas que gestionan estas apps eludir la contratación de una plantilla de forma permanente y estable, logrando de esa forma una gestión de personal que, como con acierto ejemplificaba con su tradicional clarividencia nuestro añorado Alarcón Caracuel, se interrumpa o se active de forma tan fácil como ocurre con el interruptor y la energía eléctrica. Sin esa multitud dispuesta -y las razones son por tanto importantes- este tipo de aplicaciones no tendrían sentido. El problema, como siempre, es, por un lado, el consiguiente desplazamiento del riesgo y del otro, su posible efecto de expulsión de otras empresas que no recurran a este sistema. Y todo ello sin olvidar su posible efecto desigual en función de las características del territorio. Pero sobre estas cuestiones volveremos, como decimos, en otros apartados de este mismo menú.

Una propuesta de delimitación

Tras todo lo antes dicho podríamos concluir señalando cómo, al menos a nuestro juicio, por Gig Economy debe entenderse a todo aquel conjunto de empresas que utilizan determinadas aplicaciones en la red para intermediar, a través de llamamientos o convocatorias entre demandantes de servicios, normalmente de escasa duración –de ahí la denominación (bolo, actuación) – y un amplio universo de posibles oferentes en muchas ocasiones inscritos o acreditados previamente.

Desde esta perspectiva, la Gig Economy sería por tanto solo una parte del concepto más amplio de economía colaborativa que, siguiendo la Comunicación de la Comisión “Una Agenda Europea para la economía colaborativa” podríamos delimitar como un modelos de negocio (¿?) en el que se facilitan actividades (market makers) mediante plataformas colaborativas (apps) que crean un mercado abierto (crowd) para el uso temporal (share) de mercancías o servicios ofrecidos a menudo por particulares (peers). Las transacciones de la economía colaborativa no implican un cambio de propiedad y pueden realizarse con o sin ánimo de lucro. En cualquier caso, la economía colaborativa implicaría a tres categorías de agentes -y la clasificación es igualmente de la propia Comisión-

  • los prestadores de servicios que comparten activos, recursos, tiempo y/o competencias y que pueden ser particulares que ofrecen servicios de manera ocasional («pares») o prestadores de servicios que actúen a título profesional («prestadores de servicios profesionales»);
  • los usarios de dichos servicios; y
  • los intermediarios que —a través de una plataforma en línea— conectan a los prestadores con los usuarios y facilitan las transacciones entre ellos («plataformas colaborativas», market maker).

Fco. Javier Calvo Gallego

Universidad de Sevilla

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