El teletrabajo en el derecho laboral del siglo XXI: una institución en cambio permanente Derechos digitales evolución Inteligencia Artificial Iuslablog Miguel C. Rodríguez-Piñero Royo Novedades legislativas nuevas realidades nuevas realidades economicas Proyecto TRABEXIT Revista "Trabajo Teletrabajo Tiempo de trabajo por Miguel Carlos Rodríguez-Piñero Royo - 14 noviembre, 202517 noviembre, 20250 El texto de esta entrada fue publicado originalmente como editorial en el número 10 de la revista electrónica «Trabajo, persona, Derecho, mercado», del año 2025. Puede accederse a este número por medio del siguiente enlace Cuando se comenzó a hablar del teletrabajo en la comunidad iuslaboralista, hace tiempo ya de ello, se percibió sobre todo desde la óptica de la flexibilidad. No en vano fue durante la década de los ochenta del siglo pasado, durante la que explotó el debate la flexibilidad laboral como crítica al Derecho del Trabajo tradicional, cuando empezó a utilizarse y a llamar la atención de los académicos, muchos de los cuales éramos, en realidad, teletrabajadores avant le temps. Poco se teletrabajaba en ese momento, pero mucho se estudiaba a quiénes lo hacían. Lo que no podíamos imaginar entonces era el verdadero alcance de esta característica, de la flexibilidad, porque la realidad es que esta figura ha ido mutando y adaptándose ella misma, cambiando su naturaleza, funciones y papel en el mercado de trabajo, como también lo ha hecho su marco regulatorio. Porque el que tenemos en el siglo XXI poco tiene que ver con el que comenzó a experimentarse hace cincuenta años; y, a lo que parece, va a seguir cambiando en las décadas venideras. El trabajo remoto ha mutado en este período en prácticamente todos sus elementos, comenzando por el soporte tecnológico, que ha avanzado y sobre todo se ha abaratado, haciéndolo accesible a una mayoría de personas y de empresas. Esto afecta tanto al hardware como al software, y muy especialmente a la conectividad. El abandono del papel, el trabajo en la nube y la Inteligencia Artificial han sido los últimos avances en este sentido. La actitud del ordenamiento jurídico ha experimentado también una notable transformación. La regulación del teletrabajo ha pasado por al menos tres fases a lo largo de la historia. En una primera no se aprobó una normativa específica para éste, sino que se dejó su ordenación a la negociación colectiva, mediante los primeros «pactos de teletrabajo». Todo lo más se les aplicaron las viejas reglas del trabajo a domicilio, pensadas para una realidad completamente distinta. Éstas serían la primera generación de leyes sobre el teletrabajo, conformada por normativas que en realidad no eran sobre éste, para las que sólo sería una nueva manifestación de un fenómeno muy antiguo. La segunda generación de leyes la forman algunas que son ya específicas sobre éste, y son aprobadas en un momento en el que tiene cierta presencia en el mercado de trabajo, y se ha tenido ocasión de constatar sus problemas. Son normas basadas en la garantía de una serie de principios y de derechos para los teletrabajadores, con un tratamiento regulador de escasa intensidad que dejaba importantes espacios a la negociación colectiva y a los acuerdos individuales. El Acuerdo Marco Europeo de Teletrabajo es la mejor muestra de este enfoque en la ordenación de esta figura, ya que se limita a reconocer cuestiones tales como la voluntariedad, la igualdad de trato, la reversibilidad o la compensación por los gastos generados al trabajador. En España la redacción del artículo 13 del Texto Refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores (TRLET) introducida por la reforma laboral de 2012 sería una manifestación de este modelo regulatorio. Las leyes de tercera generación cambian este enfoque, y contienen una regulación mucho más completa y detallada, rígida e imperativa. Se aprueban en un contexto de generalización de su uso y de extensión a todo tipo de sectores y actividades, habiendo perdido su aura de especialidad y atipicidad. La experiencia de la pandemia mundial de la Covid-19 es el factor fundamental de esta generalización, y también del tránsito a otra forma de ordenarlo. Pionera manifestación de este cambio de actitud fue la española Ley 10/2021, de 9 de julio, de trabajo a distancia. El nivel de detalle de esta regulación es verdaderamente llamativo, aspirando a tratar todos y cada uno de los posibles aspectos de esta institución, como si de un mini-Estatuto de los Trabajadores del siglo XXI se tratara. Siguen reconociéndose funciones a convenios y pactos, pero éstos tienen ahora el mismo papel que con el trabajo ordinario, completar o suplementar una regulación legal muy completa. El cambio generacional en estas leyes ha tenido como efecto alterar el equilibrio entre las distintas fuentes normativas del Derecho del Trabajo respecto de esta figura, produciendo un nuevo cambio estructural. Así, en sus orígenes su regulación se origina en pactos de teletrabajo, de naturaleza colectiva y con un marcado carácter experimental; sus principios de ordenación fueron diseñados a través de la negociación. Basta recordar el impacto del Acuerdo Marco Europeo sobre Teletrabajo de 2002, y como el modelo establecido por éste fue aplicado en España mediante acuerdos interconfederales de negociación colectiva. Ahora nos encontramos ante una figura intensamente regulada por el Estado, mediante leyes detalladas. Paradójicamente, ahora es cuando los convenios están tomándose en serio esta cuestión, haciendo de éste uno de sus contenidos típicos. El teletrabajo se presentó en Europa como una forma de empleo, otra más de las numerosas que fueron identificándose en los mercados de trabajo del cambio de siglo. Teletrabajador se era, como se era trabajador en misión o a tiempo parcial. Era una forma de empleo atípica, porque faltaba uno de los elementos identificativos del empleo considerado ordinario, la prestación de servicios en las instalaciones de la empresa empleadora. Este elemento era considerado suficiente para identificarlo y hacerle merecer una regulación propia. Era, además, una categoría absoluta, se estaba en ella o no, sin posibilidad de situaciones intermedias. El trabajo híbrido no se contemplaba hasta hace relativamente poco tiempo. Desde esta perspectiva, el teletrabajador es el paradigma del trabajo digital, una forma de empleo que se basa en esta tecnología, sin la cual sería impensable. Muchos son los trabajadores que utilizan instrumentos digitales, prácticamente todos; sólo unos cuantos «son» verdaderamente digitales ellos mismos. Lo mismo ocurre en estos momentos, mutatis mutandis, con los trabajadores de plataforma, que serían el paradigma del trabajo algorítmico, en la medida en que su misma definición se basa en la existencia de instrumentos de gestión basados en la IA. Es interesante que en muchas personas coinciden ambas condiciones, la de teletrabajador y la de trabajador de plataforma, en cuanto sus servicios se contratan a través de una de éstas pero se desarrollan de manera remota, en su propio domicilio. La complicación regulatoria de esta doble condición puede ser importante. Esto ha cambiado tras la pandemia Covid. Ahora ha pasado a ser una forma de prestar los servicios, una alternativa a la que acogerse en cualquier momento y casi desde cualquier situación. La combinación de un teletrabajo forzoso y de una accesibilidad total a la tecnología ha hecho posible este cambio de naturaleza, que ha tenido también su reflejo regulatorio. Ahora no se «es» teletrabajador, sino que «se teletrabaja» en algún momento. Casi todos lo hacen, o aspiran a hacerlo. Existen los teletrabajadores tout court, pero son una minoría. El modelo de la Ley española es muy claro en este sentido, exigiendo una presencia importante de trabajo remoto para calificar a una persona como tal, y aplicarse su regulación específica. Mientras que contempla otros supuestos en los que se pueden prestar servicios de esta manera, sin que se llegue a recibir esta calificación. Otro cambio sustancial en su ordenación es el tránsito de la unidad a la fragmentación. Me explico: en sus orígenes, y como forma de empleo que era, se contemplaba y trataba de manera unitaria, como una única categoría a efectos regulatorios. La pandemia Covid alteró esta situación, pues hizo surgir dos tipos especiales, el trabajo remoto forzoso motivado por el confinamiento sanitario, que cambiaba tanto en su función como en elementos esenciales de su régimen jurídico (provisionalidad, ausencia de voluntariedad); y el generado por necesidades de cuidado, que era consecuencia del cierre de los centros escolares y la exigencia de atender a los menores afectados. La experiencia de este período hizo surgir unas expectativas claramente excesivas sobre el papel de esta forma de prestación de los servicios; y también permitió comprobar su utilidad para lograr determinados objetivos de política de empleo. Inmediata fue la utilización del teletrabajo en el marco de las políticas de conciliación y de corresponsabilidad. De manera seguramente poco ortodoxa, pero por lo demás con todo el sentido, se incluyó como una de las alternativas para la adaptación de la jornada de trabajo por iniciativa de la persona trabajadora, justificada por necesidades de cuidado. Adaptar el tiempo de trabajo al amparo del artículo 34.8 TRLET puede ser también que una parte de éste se desarrolle de manera no presencial. Ésta se ha convertido, de hecho, en una demanda recurrente de muchos trabajadores, que las empresas solo pueden rechazar por motivos justificados y previa oferta de alternativas. La voluntariedad de ambas partes, exigida en el teletrabajo común, no resulta exigible en éste, puesto que se parte de la existencia de un derecho a trabajar remotamente, que no es absoluto pero sí muy relevante. La sucesión de catástrofes naturales en la década actual ha hecho surgir un nuevo supuesto, el que la empresa puede imponer a sus empleados cuando a éstos les resulte imposible acceder al centro de trabajo como consecuencia de las recomendaciones, limitaciones o prohibiciones al desplazamiento establecidas por las autoridades competentes, o por concurrir una situación de riesgo grave e inminente, incluidas las derivadas de una catástrofe o fenómeno meteorológico adverso. En estos casos, y cuando la naturaleza de la prestación laboral y el estado de las redes de comunicación lo permitan su desarrollo, la empresa podrá «establecerlo», según señala la nueva letra g) del apartado 3º del artículo 37. «Imponerlo», debería decir, con lo que nos encontramos ante un nuevo supuesto de teletrabajo forzoso, alejándose del principio de voluntariedad que resulta esencial para el ordinario o genérico. No terminan aquí los distintos tipos de esta figura. La Ley 14/2013, de 27 de septiembre, de apoyo a los emprendedores y su internacionalización contempla ahora la situación de los teletrabajadores de carácter internacional, para los que se establece un régimen especialmente favorable, con la idea de atraer a España a cuantos más nómadas digitales se pueda. La utilidad del elemento de internacionalidad también ha cambiado con el tiempo: originalmente era una forma para que las empresas pudieran acceder a los servicios de personal ajeno al mercado de trabajo en el que operaban, por ausencia de personal cualificado o como mecanismo para reducir artificialmente los costes salariales, lo que daba lugar a teletrabajo transnacional, que generaba cuestiones de determinación de la legislación aplicable al producirse un conflicto de leyes laborales. Ahora la figura típica es la del nómada digital, que es la persona que recurre a la prestación remota de servicios para poder elegir un lugar de residencia distinto al de la empresa para la que se prestan. La virtualización permite disociar lugar de trabajo y de residencia, lo que abre las puertas a una elección de este último basado en consideraciones de comodidad, seguridad, calidad de los servicios públicos y nivel de vida. El nómada digital huye del territorio del Estado en el que se trabaja para recalar en otro que le resulta más favorable, donde puede vivir mejor. Sería ésta una nueva manifestación del fenómeno del Trabexit, de la huida del mercado de trabajo que se está produciendo en la última década. Estas modalidades legales de teletrabajo se añaden a la primera y gran división de éste en nuestro Derecho, la que se produce entre las personas que trabajan a distancia a las que se aplica la Ley 10/2021, de 9 de julio, y a las que no. Porque esta ley, como es sabido, no se aplica en todos los casos en los que, como esta misma dispone, se prestan los servicios en el domicilio de la persona trabajadora o en el lugar elegido por ésta, durante toda su jornada o parte de ella, con carácter regular, mediando un uso exclusivo o prevalente de medios y sistemas informáticos, telemáticos y de telecomunicación. Para que se produzca tal aplicación, se exige que el teletrabajo sea regular, y esto sólo se da cuando la prestación a distancia suponga un mínimo del treinta por ciento de la jornada, o el porcentaje proporcional equivalente en función de la duración del contrato de trabajo (artículo 1 Ley 10/2021). La consecuencia es la fragmentación artificial del colectivo entre los «regulares», que serían los únicos verdaderos teletrabajadores a efectos legales, y el resto, excluidos de la norma. Este último colectivo queda en una situación bastante particular, toda vez que el artículo 13 TRLET, que es la norma que en principio se les aplica, ha quedado prácticamente vacía de contenido, al haberse sustituido su redacción de 2012 por otra que se limita a remitirse a la Ley 10/2021. Excluidos de Estatuto y de Ley especial, su marco normativo es incierto, ya que ni siquiera se ha mantenido la referencia a los principios básicos de ordenación típica de las leyes de segunda generación. Están profundamente desregulados, y esto ha tenido un efecto seguramente no deseado: hacer de la regularidad una frontera casi infranqueable, que las empresas se resisten a superar para evitar la aplicación de un conjunto normativo que, la verdad se ha dicho, resulta prolijo, exigente y complicado. En la práctica el modelo que se ha impuesto es el del «día de teletrabajo» en muchas empresas, sin llegar a extenderse más allá por miedo a caer dentro del ámbito de la norma. Esto está suponiendo un obstáculo real para la extensión de esta forma de trabajar en nuestro mercado de trabajo. La realidad del mercado de trabajo y los cambios sociales han traído consigo una nueva transformación, puesto que el trabajo remoto ha pasado de la bilateralidad a la unilateralidad, en el sentido de que ahora es una opción que se presenta ventajosa especialmente para las personas que trabajan, y no tanto (o nada) para las empresas. Es muy evidente que las empresas han perdido su entusiasmo por permitir a sus empleados prestar sus servicios desde sus domicilios, y que son éstos los que presionan para imponerlo. Los motivos para hacer de ésta una alternativa atractiva son múltiples, y en muchas ocasiones son puramente económicos, al generar un ahorro en los costes del transporte o permitir acceder a viviendas más alejadas del centro de trabajo. El teletrabajo es hoy, más que nada, una condición de trabajo ventajosa y una retribución no dineraria, que se negocia desde esta perspectiva y que es utilizada por las empresas en sus políticas de recursos humanos como un instrumento de motivación, atracción y retención. Que los convenios vinculan con las políticas de conciliación y de tiempo de trabajo. El problema es que nuestra legislación se construyó sobre unas premisas diferentes, asumiendo que ambas partes de la relación laboral estaban interesadas en su uso, lo que dio lugar una regulación con muchas obligaciones para las empresas. Cuando éstas no están particularmente motivadas por que sus empleados teletrabajen, continuar atribuyéndoles todos los costes de éste supone un factor de restricción más que de promoción de su uso. De forma de empleo a forma de trabajar; de la negociación a la legislación; de la unidad a la fragmentación; de la bilateralidad a la unilateralidad. Todas estas alteraciones afectan a su presencia en el mercado de trabajo y a la capacidad de la legislación laboral de ordenarlo adecuadamente. Tenemos que ser conscientes de ello para que ésta última sea lo suficientemente flexible como para acomodarse a la capacidad de adaptación continua que caracteriza a esta forma de empleo. Su evolución no termina aquí, y es de esperar que la IA le lleve a otros lugares que todavía sólo intuimos. Comparte en Redes Sociales:FacebookTwitterLinkedinPrint Relacionado