Fco. Javier Calvo Gallego
Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social
Universidad de Sevilla
A pesar de que el término “aporofobia” es de uso frecuente o incluso generalizado en España, basta una rápida búsqueda en internet para comprobar cómo nos encontramos ante un neologismo de muy reciente creación, del que incluso, como “rara avis”, conocemos, no ya solo a su autora, sino también su origen, su proceso de creación y la finalidad que se pretendió alcanzar con el mismo.
En este sentido, es un dato comúnmente aceptado que el término fue acuñado en 1995 por la profesora de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, Adela Cortina Orts, en un artículo publicado en el suplemento Cultural del periódico ABC para designar el “rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre, el desamparado que, al menos en apariencia, no puede devolver nada bueno a cambio”. Desde ese momento, el desarrollo y la progresiva generalización en el uso de este término ha sido imparable: tras su incorporación a algún manual o tribuna elaborado por la propia autora, y una intensa campaña en las redes sociales, el término fue finalmente aceptado por la Real Academia Española en diciembre de 2017 -definiéndola, de manera muy cercana a la propuesta de su autora, como la “fobia a las personas pobres o desfavorecidas”-, siendo designada incluso como palabra de ese mismo año por la Fundación del Español Urgente.
Sin poder detenernos aquí en las múltiples e interesantes vertientes propias del razonamiento de la autora, nos limitaremos a destacar cómo, ya desde un principio, la conexión de esta realidad con los fenómenos discriminatorios resultó absolutamente evidente. Como se resaltaba al inicio de su principal obra en este campo, la aporofobia no sería así sino una “forma de discriminación” a la que se habría puesto ahora nombre. Su conexión con los grupos excluidos del proceso de configuración de la voluntad política y económica y de los correspondientes procesos sociales (“los sin poder”); su sustento en una simple y primaria animadversión hacia personas a las que en muchas ocasiones no se conoce, por una característica que se considera despreciable; la presencia de una actitud de superioridad hacia estas mismas personas y hacia el colectivo en el que se integran que justificaría además este rechazo; la cosificación del colectivo y de las propias personas en el marco, no solo de un creciente desarrollo del discurso del odio, sino también en una sociedad del intercambio en la que el pobre se identifica con alguien que no aporta sino que retrae del conjunto de la sociedad serían, en definitiva, rasgos de una realidad carente hasta aquel momento de nombre y a la que sería necesario identificar como primer paso en una reacción hacia su deseable y paulatina eliminación.
Pero como decimos, esta incorporación no solo se limitó al ámbito social, filosófico o cultural. Poco a poco este mismo término fue haciéndose también un espacio en el campo de la práctica administrativa y en el de la propia norma jurídica. En el primer ámbito nos limitaremos aquí a recordar su incorporación en las Estadísticas del Ministerio de Interior sobre evolución de los delitos de odio en España desde 2013; a la conocida Circular 7/2019, de 14 de mayo, de la Fiscalía General del Estado, o, por señalar un último ejemplo, a las medidas contempladas en la línea estratégica 5 de la Estrategia Nacional Integral para Personas sin Hogar 2015-2020. Y, por lo que se refiere a lo segundo, baste señalar cómo, por un lado, y con el antecedente de diversas proposiciones no de ley presentadas en el Congreso de los Diputados, la reciente Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, aprovechó este cauce para, de manera general, “incluir la aporofobia y la exclusión social dentro de algunos tipos penales”, del mismo modo que, desde la perspectiva de la lucha contra la discriminación debe destacarse la igualmente reciente Ley catalana 19/2020, de 30 de diciembre, de Igualdad de trato y no discriminación, que no solo incorpora entre sus finalidades la lucha contra, entre otras, esta forma de discriminación (art. 1.3.h), sino que también aporta una primera definición legal de este término (art. 4.d).
Pues bien, lo primero que seguramente debe destacarse en este contexto es que, si bien es cierto que por su novedad e idioma, el término aporofobia no se encuentra incluido entre los listados tradicionales de causas de discriminación a nivel de derecho internacional público, basta un breve repaso por sus textos fundamentales para detectar, sin embargo, la presencia de otra causa notablemente cercana como es la de “posición económica”. Esta referencia, ya sea como cláusula de prohibición de discriminación en el ejercicio de los derechos tutelados en cada instrumento, o como auténtica e independiente causa de discriminación, se encuentra presente, por mencionar solo algunos, en el art. 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; en el mismo artículo del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; en los arts. 2, 24 y 26 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos o, repetimos, entre otros, en el art. 14 del Convenio para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, e incluso en el art. 21 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
Por ello, creemos que la ausencia de este término en el art. 14 de la Constitución Española no debe ser un obstáculo para el reconocimiento de la pobreza, o mejor, y como veremos, de la vulnerabilidad por causa económica, como una nueva causa de discriminación en el ordenamiento jurídico español. Siguiendo la propuesta planteada a nivel internacional por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en su Observación General n. 20, o las vías de integración que igualmente propuso, entre otras, la STC 41/2006, de 13 de febrero –seguida por otras muchas-, creemos que, ya sea por la amplia recepción de esta causa en el derecho internacional, o por las propias características de este colectivo, que lo equiparan a otros grupos tradicionalmente discriminados, la vulnerabilidad por situación económica debería y debe considerarse como una causa de discriminación más, claramente incorporada al concepto flexible y evolutivo de otra condición social con la que se cierra el elenco abierto de esta norma constitucional.
En apoyo de esta conclusión baste recordar, por ejemplo, cómo la pobreza ha constituido históricamente una característica articuladora de un grupo social específico, en el que el individuo, sus rasgos y concretas circunstancias personales desaparecían o se difuminaban, eliminando incluso su propia individualidad; cómo dentro de este grupo, las personas eran cosificadas, privándoles formal o materialmente no solo de su individualidad, sino también de múltiples derechos y provocando de facto su exclusión social; cómo los pobres y, en especial, aquellos que sufrían y sufren sus manifestaciones más extremas, han sido en muchas ocasiones un grupo “minoritario” o excluido, al menos en el sentido de quedar postergados de los cauces institucionales de conformación de la voluntad política y económica, limitando o eludiendo su participación en los procesos de toma de decisiones. Y todo ello sin olvidar cómo tanto en el plano social como incluso en el normativo –piénsese en las viejas leyes de pobres, o en las de vagos y maleantes- los pobres y excluidos sociales han estado y, al menos a mi juicio, siguen estando sometidos en múltiples ocasiones a un prejuicio injustificado, a una valoración previa a todo conocimiento de su realidad personal, lo que coloca a estas personas injustamente en posiciones sociales y económicas no solo desventajosas, sino claramente contrarias a la dignidad humana; una situación esta acrecentada además ante la nula aportación que de ellos se espera en las actuales Sociedades del Intercambio y ante una realidad en la que la aparente igualdad de recursos lleva incluso a pretender trasladar la responsabilidad de su situación al propio indigente.
En cualquier caso, una vez sentado esto, el siguiente problema sería la delimitación misma de esta concreta causa o –al menos en mi opinión, mejor- del grupo social discriminado. Y ello ya que, en primer lugar, la simple recepción del concepto “posición económica”, por su carácter meramente relacional, podría llevarnos a intentar articular por esta vía el análisis de las diferencias normativas entre personas o colectivos que, si bien presentan una diferencia de estatus económico, bajo ningún concepto pueden considerarse pobres. La experiencia del TEDH en algunas ocasiones -STEDH de 29 de abril de 1999, Chassagnou and Others v. France, Solicitud n. 25088/94, 28331/95 y 28443/95- debiera llevarnos, al menos a nuestro juicio, a rechazar esta simple trasposición del término internacional sin recordar que, como ya en su momento se destacó al hilo de la incorporación de esta causa a algunas de tales declaraciones, los sujetos cuya protección se buscaba eran básicamente los pobres.
Ahora bien, tampoco el término pobreza está exento de problemas. Y ello no ya solo porque su propia definición dista de ser uniforme en las distintas áreas y ciencias sociales – en especial, en el ámbito económico y estadístico-, sino también porque estas mismas áreas abordan la pobreza como una realidad multidimensional, desde perspectivas ligadas a lógicas no siempre coincidentes con la acepción más moderna y seguramente útil del concepto de discriminación. Por ello, consideramos que, aun siendo conceptos que ciertamente ayudan en una primera aproximación al significado constitucional de la pobreza como rasgo discriminatorio, pueden no ser los más exactos o coherentes con la lógica de la institución en cuyo marco debe definirse este concepto, sobre todo si se pretendiese una traslación acrítica y literal del ámbito de estas ciencias al de la prohibición constitucional de discriminación.
De ahí que, al menos en nuestra opinión, el concepto de pobreza, como causa de discriminación, deba ir un paso más allá y, desde una perspectiva más flexible y teleológica, centrarse fundamentalmente en aquellos colectivos que, caso por caso, y de acuerdo con las concretas circunstancias, quedan postergados, excluidos y sometidos a prejuicios sociales injustificados por razones básicamente económicas. Lejos, por tanto, de criterios rígidos, seguramente necesarios en el ámbito estadístico -pero no en este campo-, o de perspectivas fundamentalmente centradas en la más amplia igualdad material, es necesaria una interpretación constitucional de este término, coherente con las características de los colectivos discriminados entre los que ahora se insertan. De ahí, al menos a mi juicio, la utilidad de un término como el de vulnerabilidad, ya que el mismo permitiría, como se ha señalado (LA BARBERA), “poner el foco en aquellas situaciones de marginalización, exclusión de la participación económica y política, empobrecimiento y falta de protección que generan la vulneración efectiva de quienes son potencialmente vulnerables”. Y todo ello, claro está, sin dejar de señalar cómo esta misma causa de vulnerabilidad por causa económica debería deslindarse de la más genérica exclusión social ya que, como de todo es sabido, en la misma se subsumen igualmente otros colectivos cuya causa de exclusión no es exclusivamente su situación económica cómo podrían ser, por ejemplo, los toxicómanos o exreclusos.
En cualquier caso, esta última referencia nos conduce a otra cuestión ciertamente importante en este campo cómo es su relación con otras causas de discriminación. Y ello ya que, como acertadamente se ha señalado, la discriminación produce pobreza, pero que, a su vez, la vulnerabilidad por causas económicas puede generar discriminación. Y todo ello, además, sin olvidar la posibilidad de que ambas causas actúen conjunta o incluso sinérgicamente, generando problemas acumulativos o incluso la aparición de un tipo específico de discriminación en el que ambas causas se encuentran tan imbricadas que suscitan cuestiones y necesidades específicas que desbordan su análisis independiente o paralelo. De ahí, al menos a mi juicio, la utilidad, especialmente en este campo de conceptos nacientes, aunque ciertamente conflictivos, como el de interseccionalidad. Y ello, ya que la situación de un anciano, de una persona con discapacidad o de un extranjero pobre no se explica por la simple agregación de dos causas discriminatorias, sino como una realidad específica, fruto de la actuación de dos o más causas discriminatorias que, interactuando y definiendo conjuntamente una particular situación de desventaja social, prejuicio y debilidad, colocan a estas personas y subgrupos ante un tipo de discriminación única y distinta a todas las demás, que difícilmente puede ser analizada ni tratada de forma unidimensional, desde cada una de estas específicas parcelas o vertientes.
Desde estas premisas, la reciente STEDH de 19 de enero de 2021, Lacatus c. Suisse, Recurso n. 14065/15 –aunque centrada en el art. 8 CEDH- es solo un ejemplo más de la importancia que puede asumir esta nueva causa de discriminación. Y ello no solo por la prohibición –eficacia directa- de toda discriminación, directa o indirecta, por parte de un sujeto público o privado –eficacia horizontal-, incluso por mera asociación -SSTJUE (Gran Sala), Coleman C-303/06, y CHEZ C-83/14- o mediante el simple anuncio de la misma –SSTJUE Feryn C-54/07, y Accept C-81/12-. También por su trascendencia a efectos del reconocimiento de una auténtica obligación del Estado, tanto normativa como procedimental e incluso de actividad, de defensa de este colectivo frente a este tipo de atentados contra su dignidad, y a la imposición, no ya tanto de evitar una discutida discriminación por indiferenciación, pero sí de establecer una política y unas actuaciones que en relación con este singular colectivo, quizás no deban centrarse –como en cambio ocurre con otras causas de discriminación- en su reconocimiento y empoderamiento, sino fundamentalmente en actuaciones sociales y económicas focalizadas en el mismo y que permitan a sus integrantes eludir o salir de esta singular situación.
Y todo ello, claro está, sin olvidar cómo esta misma lucha contra la pobreza y la discriminación pudiera ser igualmente uno de los objetivos no solo de la negociación colectiva, sino también de la propia responsabilidad social de las empresas en el marco de los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU; del mismo modo que esta peculiar causa de discriminación requeriría una especial atención por parte de los organismos administrativos de lucha contra la discriminación, en especial en los tantas veces comentados supuestos de discriminación interseccional, ligados a situaciones de vulnerabilidad múltiple al integrarse con otros factores como por ejemplo la raza, el género o la edad.
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El presente texto se enmarca dentro del Proyecto de Investigación (US-1264479) denominado Nuevas Causas y perfiles de discriminación e instrumentos para la tutela antidiscriminatoria en el nuevo contexto tecnológico social –financiado con Fondos FEDER-; y, más exactamente, es resultado de la ponencia presentada por el autor, dentro del panel dedicado a la diversidad sexual y de género, en el Congreso Internacional Discriminación y nuevas realidades económicas, tecnológicas y sociales celebrado en Sevilla los días 16 y 17 de marzo de 2022, y organizado por dicho Proyecto.
Dicho texto ha sido previamente publicado en Noticias CIELO
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