Francisco Alemán Páez (Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad en la ULPGC)
La palabra “reforma” evoca un “concepto-imán” con múltiples vertientes semánticas, valorativas y aplicativas. En su anverso sugiere acciones positivas, más o menos relevantes, que marcan umbrales de separación entre acontecimientos. Pero en su reverso también puede suscitar valoraciones escépticas, relativistas, incluso acciones de rechazo. Nadie se baña dos veces en el mismo río. Desde Heráclito sabemos que algo cambia: “el alguien”, “el algo”, o ambas cosas. Que el cauce fluya o desborde, es una pregunta al aire. Quienes nos dedicamos al Derecho, en cualquiera de sus facetas, sabemos la entidad del concepto y sus implicaciones. La vida en sociedad anuda cambios, reformas y permanencias, sin embargo, es el Derecho quien fija las reglas ordenadoras de tales flujos y la adaptación subsiguiente de las mismas.
Las normas laborales son un vivo ejemplo de dichas lógicas canalizadoras y adaptativas. Desde siempre han debido encauzar aguas caudalosas y de gran calado. Aparte de ser focos receptores de intereses políticos y socioeconómicos, tienen la misión de equilibrar equitativamente la dialéctica capital/trabajo. Por consiguiente, el término “reforma” es una palabra normalizada en nuestro caudal jurídico. Es más, pocas disciplinas han sufrido tantas acciones reformistas como el Derecho del trabajo y de la Seguridad social. Las cuatro décadas de democracia ilustran un vasto cuadro de modificaciones laborales, unas hechas por el PSOE y otras por el partido Popular. En ellas varía la extensión, la intensidad, los contenidos y las materias modificadas, así como las respuestas de los actores económico-sociales y la sociedad misma. Sin embargo, pocas veces han estado las aguas tan turbulentas como en la última reforma. Si hacemos una síntesis retrospectiva, las modificaciones más importantes acontecieron en 1984 (contratación a la carta), 1994 (profundización flexibilizadora) y, sobre todo, el 2012 (devaluación de salarios vía factor trabajo, erosión del derecho colectivo, devastación de empleo y devaluación del mismo). Por si fuera poco, ha sido la primera reforma no impuesta sino consensuada tras arduos procesos de negociación y diálogo social. Lo cual lleva a la trastienda muchas preguntas y paradojas, que atisbaré en estas líneas.
La nueva modificación legislativa (RDL. 32/2021, de 28 de diciembre) propende afianzar una clave de bóveda frágil, débil e inestable, con cuatro pilares de refuerzo. La clave no es otra que el fortalecimiento de nuestro mercado laboral. Desde los años ochenta se catapultó un modelo de gestión del trabajo basado en una utilización extensiva y precaria del mismo. La cultura de la temporalidad se irradió expansivamente, provocando gravísimos desequilibrios en nuestra estructura socioeconómica, amén de intoxicar el desenvolvimiento de las relaciones laborales. Hoy España sigue duplicando las tasas de paro y temporalidad con la media europea, y, aparte de adolecer de un uso abusivo de la contratación temporal, esta se ha cebado en los jóvenes. Los déficits de competitividad copan el argumentario del paquete de reformas de estas cuatro décadas. La ratio 1/10 (contratos indefinidos/ temporales, respectivamente) ha sido hegemónica hasta hace bien poco, cuando, muy al contrario, el tándem
paro/temporalidad es el mayor lastre a la competitividad. Aparte de desincentivar la inversión en formación, justo en un momento de aceleracionismo tecnológico y desfase continuo de las cualificaciones, priva al sistema productivo de desplegar sus enteras potencialidades. Y lo que es más grave: hipoteca de raíz una ciudadanía plena y sana en el trabajo. Un mercado laboral débil y escuálido, con empleo volátil y sin condiciones dignas, no tiene músculo para lidiar en entornos competitivos que, precisamente, priman la eficiencia, el trabajo bien hecho y la productividad profesional y económica.
La robustez del mercado laboral y la dignificación de las condiciones profesionales sostienen la arquitectura de la reforma, pero, según decía, esta se apoya en cuatro pilares de refuerzo. El primero orbita sobre la simplificación del cuadro de contratos, la eliminación de los más contraproducentes (v.gr. obra o servicio) y la reducción de las tasas de temporalidad con pivotes potenciadores de vínculos estables (v.gr. fijos discontinuos). El segundo es la modernización de la negociación colectiva, devolviendo al convenio de sector su posición de centralidad y el valor de la ultraactividad. El tercero propende clarificar el régimen de las contratas y subcontratas para atajar un jaez de prácticas desleales y de empresas multiservicios. El cuarto pilar complementa los anteriores, y profundiza en las acciones exitosas de la movilidad interna acometidas durante la pandemia (ERTES y medidas de apoyo a la transición, o mecanismo RED).
Así las cosas, y como significamos inicialmente, la reforma laboral guarda cajas en la trastienda: unas técnicas, otras políticas, pero sobre todo proyectivas. Para empezar, ha abierto una etapa transicional de compleja hechura. El gran valor del consenso logrado en el diálogo social no quita haber saldado materias sensibles con abundantes interrogantes interpretativas. Podría aducirse que la reforma quedó corta, que no derogó la anterior, o que ni siquiera fue contrarreforma; pero nadie está en la piel de los negociadores y en los funambulismos que debieron sortear hasta rubricar el texto. Con todo, su contenido se antoja equilibrado, sin vencedores ni vencidos, y donde quizás, por primera vez, todos ganamos.
A finales de marzo, se aplicará íntegramente el RDL 32/2021, lo cual intensificará una ardua reconstrucción de sus previsiones en un escenario harto complejo (trinomio: estanflación/pandemia/autocracia rusa). Visto desde la trastienda, destacaría dos estantes de la reforma. El primero es táctico, y atañe a la inspección de trabajo. La ley modificó el cuadro de infracciones y sanciones, y, en ese aspecto, el cumplimiento de su texto y el afianzamiento de empleo estable transitan por los órganos de la inspección. El segundo estante es estratégico, y estriba en la traducción de la reforma por la autonomía colectiva y su adaptación por los convenios colectivos. En el Derecho del trabajo el valor de los textos legales se amputa si los flujos jurídicos no se adaptan debidamente por dichas normas profesionales. El Ministerio era sabedor de esa clave operativa, por eso no se escatimaron esfuerzos por con-validar lo acordado en el diálogo social. Muy a nuestro pesar, la última fase de tramitación del RDL mostró ropajes descoloridos de la trastienda parlamentaria. Unos tenían una fatal ignorancia de ley laboral. Otros argumentaron inanidades auto-justificadoras. Incluso llegó a pulsarse daltónicamente un botón equivocado.