Abraham Barrero Ortega
Catedrático de Derecho Constitucional
Universidad de Sevilla
Por discriminación se entiende el trato diferenciado y perjudicial que se da a una persona en atención a una característica personal “protegida”. La discriminación comporta una conducta de desprecio contra un individuo sobre la base de un prejuicio negativo o un estigma relacionado con una desventaja inmerecida y que tiene por efecto dañar su dignidad. Una conculcación cualificada de la igualdad.
En tal sentido, el artículo 21.1 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (CDFUE), en íntima relación con la cláusula general de igualdad ante la ley (art. 20), consagra la interdicción de la discriminación. La Carta contiene, de un lado, un principio general (todas las personas son iguales ante la ley) y, tras él, una prohibición del trato discriminatorio en razón de circunstancias concretas. Esta estructura, aunque pueda ser reprobable desde un punto de vista lógico, es frecuente en otras Constituciones nacionales y en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y muestra, en último análisis, que el mandato de no discriminación ha adquirido un sentido autónomo, específico y concreto, de suerte tal que se puede colegir que no toda vulneración del derecho a la igualdad constituye un acto discriminatorio, pero toda vulneración del derecho a la no discriminación comporta desigualdad.
Como certifica la Carta, igualdad y no discriminación son conceptos diferentes, aunque guardan una relación de género (igualdad) a especie (prohibición de discriminación). La prohibición de discriminación es una variedad de la igualdad cuando el criterio de desigualdad que concurre es una circunstancia personal especialmente odiosa y, por ende, sospechosa. En teoría, hay que distinguir entre el principio general y la doctrina de la diferencia jurídica de trato razonable y la prohibición de discriminación stricto sensu.
La discriminación no es simple desigualdad, sino un tipo especial de diferencia de trato caracterizado por la naturaleza despreciable del prejuicio social descalificatorio, que tiende a tomar como objeto de persecución un rasgo físico o cuasifísico hasta afectar de manera gravísimamente injusta a la dignidad y, por consiguiente, a la igualdad más básica de los portadores de tal rasgo. Hay una enorme cantidad de rasgos y caracteres personales y sociales que el autor de la norma puede utilizar para establecer distinciones jurídicas y sociales sin afectar a la dignidad de los perjudicados por ellas. En cambio, las diferenciaciones por rasgos como la raza, el sexo, el nacimiento, la religión o las opiniones históricamente han tendido a afectar no tanto a las acciones de las personas, en cuanto modificables, como a las personas mismas o a su modo de ser, exigiendo de ellas un cambio, a veces física o psicológicamente imposible o muy difícil, pero en todo caso moralmente inaceptable.
Entre los criterios sospechosos de discriminación, la Carta menciona expresamente el sexo, la orientación sexual, la raza, el color, el origen étnico o social, las características genéticas, la lengua, la religión o las convicciones, las opiniones políticas o de cualquier otro tipo, la pertenencia a una minoría nacional, el patrimonio, el nacimiento, la discapacidad y la edad. La lista se inspira en el artículo 14 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH), completada con la referencia a la orientación sexual, a las características genéticas (recogiéndose así lo dispuesto en el artículo 11 del Convenio relativo a los derechos humanos y la biomedicina, hecho en Oviedo el 4 de abril de 1997) y a la discapacidad.
Aceptada esta gradualidad en la gravedad de los supuestos de diferenciación, el paso de las discriminaciones a las simples desigualdades ante la ley no puede considerarse como un salto cualitativo e inabarcable. En tal sentido, cabe elogiar la previsión jurídica de cláusulas discriminatorias abiertas, que faciliten la especial protección de nuevas formas de discriminación, auspiciando el desarrollo de una mayor conciencia social hacia formas de desigualdad que, en realidad, siempre han sido intolerables, como hacia los enfermos, discapacitados o las personas con orientaciones sexuales minoritarias. La Carta, al prohibir “en particular”, no exclusivamente, la discriminación por los motivos expresamente mencionados, no se cierra a otros rasgos similares en gravedad a los explícitamente mencionados.
La lista del artículo 21.1 CDFUE no es, pues, un numerus clausus, sino una lista abierta -que no se agota en sus propios términos- sino que admite la acumulación o inclusión de nuevos estereotipos y prejuicios-, puesto que está precedida por la locución “en particular”. Entre las discriminaciones prohibidas están también las originadas por “cualquier otra situación” (art. 14 CEDH), aunque, como es obvio, esta cláusula no puede ser interpretada en sentido puramente literal, pues las normas jurídicas toman muchas veces en consideración, y de modo inobjetable, circunstancias personales o sociales de sus destinatarios.
Así, en efecto, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) ha estirado la interdicción de discriminación a circunstancias como la enfermedad (STJUE de 1 de diciembre de 2016, Mohamed Daouidi c. Bootes Plus, S.L., Fondo de Garantía Salarial y Ministerio Fiscal), la obesidad (STJUE de de 18 de diciembre de 2014, Fag og Arbejde c. Kommunernes Landsforening), la apariencia física o el apellido (STJUE de 14 de marzo de 2017, Asma Bougnaoui y otros c. Micropole) o la estatura (STJUE de 18 de octubre de 2017, Maria-Eleni Kalliri), unas veces por la vía de una interpretación extensiva de los motivos explícitamente contemplados en el artículo 21 y otras veces por la vía de la ampliación de esos motivos. En alguna ocasión, la ampliación se ha visto favorecida por la regulación de las dos directivas del 2000, de igualdad de trato en el empleo y de igualdad racial, o por el complemento normativo de los Estados para su efectiva implementación o transposición al Derecho interno o nacional. La ampliación jurisprudencial es más factible cuando el TJUE cuenta con norma comunitaria o transposición nacional en la que apoyarse.
Sabido es que la cláusula general de igualdad en la ley (art. 20 CDFUE) no excluye todo género de diferenciaciones, sino sólo aquéllas que resulten arbitrarias, que carezcan de un fundamento objetivo y razonable o incurran en evidente desproporción. La prohibición de discriminación (art. 21 CDFUE), por el contrario, impone el trato paritario o, mejor dicho, califica a priori de arbitraria cualquier diferenciación normativa basada en alguno de los criterios sospechosos que específicamente menciona, o, a fortiori, cualquier aplicación de las normas. Cualquier desigualdad de trato se encuentra bajo la fuerte sospecha de su ilegitimidad. Es lo que los americanos llaman el “escrutinio estricto”. Cualquier diferencia de trato es altamente sospechosa; la diferencia cabe (en caso contrario, tendríamos que hablar de prohibición absoluta y no de especial sospecha), si bien parece lógico pensar que el control o escrutinio de la diferencia debe tornarse más riguroso.
Lo cierto es, como quiera que sea, que el TJUE no ha interpretado jamás la prohibición de discriminación como una prohibición absoluta de diferenciación normativa por esos criterios sospechosos y tampoco es fácil deducir de su jurisprudencia qué prueba más exigente que el juicio de razonabilidad y proporcionalidad reclama la especial sospecha. Tal vez todo ello pueda apreciarse con mayor claridad por contraste con la doctrina norteamericana del escrutinio estricto: la diferencia basada en el sexo, la raza, la religión, etc. no está excluido de raíz, pero su justificación requiere un interés público inaplazable (compelling interest), mientras que para las demás diferencias basta la presencia de un interés público legítimo (legitimate interest). Es revelador que este último concepto sea equivalente funcional a la razonabilidad del TJUE, pues pone de manifiesto que el Derecho norteamericano es menos indulgente con estas diferenciaciones. El TJUE tiende, en cambio, a otorgar al legislador un mayor margen de libre apreciación en cuanto a los fines perseguidos y los medios utilizados, en cuanto a la finalidad legítima perseguida, la pertinencia o adecuación de la medida diferenciadora respecto a esa finalidad y hasta la proporcionalidad stricto sensu.
La exigencia, en principio, de trato paritario, de no diferenciar por los criterios sospechosos, resulta problemática, sin embargo, cuando la diferenciación establecida se hace para otorgar un trato más favorable al grupo socialmente discriminado o relegado, pues como es obvio el trato paritario choca o puede chocar con la igualdad real. La experiencia histórica demuestra que la igualdad formal y la identidad jurídica actúan como un instrumento de conservación del statu quo, más que como un punto de partida para un desarrollo futuro más igualitario. Ante una situación de desequilibrio social entre sexos, etnias, etc., un Derecho neutral no puede desempeñar una función de igualación y se llega, por el contrario, a una toma de postura unilateral a favor de los grupos dominantes y en detrimento de las minorías. Un Derecho neutro no es una decisión neutral.
Bajo este entendimiento de la igualdad real como correctivo de la igualdad formal, cabría interrogarse acerca de si el artículo 21.1 de la Carta serviría para legitimar -incluso, tal vez, exigir en algunos casos- las que se denominan acciones positivas o afirmativas, esto es, aquellas normas que disponen un trato diferenciado y favorable a ciertos colectivos en situación de discriminación o inferioridad social con la finalidad de conseguir su plena equiparación con el resto de la sociedad. Si se admite la existencia de estas discriminaciones reales que padecen determinados colectivos, y sin perjuicio de una cuidadosa ponderación de los derechos, bienes e intereses públicos en liza, ¿la igualdad real no habilitaría al legislador comunitario, dentro del marco de sus competencias, a dictar normas y adoptar medidas que, mediante un trato favorable temporal a estos colectivos, tendiesen a conseguir su igualación plena? Una vez conseguida esta finalidad, las medidas de acción positiva habrían de ser derogadas por innecesarias.
La respuesta no es pacífica, pero lo cierto es que la mayoría de la doctrina descarta por distintas razones que, a día de hoy, pueda hacerse una interpretación amplia del artículo 21.1 (tampoco del 20) en el sentido de que incorpore una exigencia de igualdad material y, consecuentemente, un, por así decir, “derecho general a la acción positiva”. Esa interpretación amplia no se deduce de la jurisprudencia del TJUE hasta la fecha, ligada a supuestos en los que la prohibición de discriminación y los test de razonabilidad y proporcionalidad se han aplicado a supuestos de trato diferenciado peyorativo o desfavorable, ni tampoco de otras previsiones de los Tratados con incidencia en la materia.
En efecto, se considera, en primer lugar, que la prohibición de discriminación del artículo 21.1 ha de leerse principalmente en clave de igualdad de iure, de trato idéntico o paritario. Está claro que prohíbe a las instituciones, organismos y agencias de la Unión, en toda su actividad, y a los Estados miembros, cuando apliquen el Derecho de la Unión, utilizar criterios de distinción fundados en caracteres propios del ser humano o en sus circunstancias personales.
En segundo lugar, toda acción positiva o afirmativa, tomando en consideración la tensión que plantea entre igualdad jurídica y sociológica, precisa de una concreta y nítida previsión o base jurídica como sucede en el caso de la igualdad entre mujeres y hombres (art. 23 CDFUE) o de las protecciones específicas para colectivos vulnerables (arts. 24, 25 y 26 CDFUE). Las acciones positivas se hacen frecuentemente a costa de la igualdad jurídica, de modo que su legitimidad no se puede presumir. La acción positiva está, sin duda, en la Carta, pero de otra manera y en otro sitio; no en el artículo 21.1, a no ser que se opte por un entendimiento de la interdicción de la discriminación (e incluso de la igualdad ante la ley) no plenamente consolidado en el Derecho de la UE ni en las tradiciones constitucionales comunes de los Estados miembros.
En tercer lugar, y sobre todo, no debe confundirse el alcance del artículo 21.1 con el de aquellas otras disposiciones del Derecho primario atributivas de competencias que brindan un cierto soporte jurídico a la acción antidiscriminatoria de la UE (acción restringida, ya que no se extiende a todos los criterios sospechosos del artículo 21.1). No se debe sobredimensionar, en definitiva, el alcance del artículo 21.1 CDFUE.