Antonio José Valverde Asencio
Profesor Titular de Universidad
Universidad de Sevilla
Cualquier análisis sobre la incidencia de tecnologías disruptivas (en particular, las basadas en la recaudación y tratamiento de datos) antes del estado de alarma decretado por el RD 463/2020, de 14 de marzo, y, por tanto, antes de las circunstancias que dieron lugar al mismo, se desarrollaban en un contexto de cierta estabilidad social, económica y, por supuesto, como base de todo, sanitaria. Pese a las noticias iniciales, no parecía previsible y, a veces, ni siquiera imaginable, la situación que estamos viviendo en este momento. Las consecuencias que derivarán de esta situación no las sabremos. Solo tenemos la clara impresión de que nada será igual. Posiblemente, de que nada debe ser igual.
En todo caso, la utilidad de las nuevas tecnologías, el reforzamiento de los mecanismos de control tecnológico como medio para superar la crisis sanitaria (inicialmente planteado en determinados países como China, Corea o Israel), sigue siendo un referente hasta alcanzar la dimensión de servicio público indispensable. Es más, el uso de algoritmos como medidor de los supuestos adecuados de priorización de la asistencia sanitaria esencial está surgiendo como un criterio generalmente aceptado como mal menor.
Los riesgos que se ponen de manifiesto son obvios. Adquieren tal dimensión que superan el análisis jurídico y se adentran en el ámbito de la ética. Pero aun restringiéndonos al ámbito jurídico que es el que nos corresponde, la atención a estos riesgos es esencial, dado que ponen de manifiesto la necesidad de opción entre derechos e intereses concurrentes y posiblemente contrapuestos.
Es cierto que la situación excepcional que estamos viviendo en el momento en que redactamos estas líneas requiere atenciones y decisiones excepcionales. Entre los derechos y bienes jurídicos a proteger está en primer lugar la vida y la salud de las personas. La cesión de parte de nuestros derechos consagrados a este fin puede ser necesaria porque es ineludible priorizar. Pero tiene que haber contrapesos.
En este sentido, si admitimos la utilización de algoritmos para determinar el grado de desarrollo de derechos fundamentales como la movilidad de los ciudadanos o el propio acceso a terapias asistenciales, hay que establecer controles. La utilización de medios basados en metadatos podría incorporar sesgos ocultos, intencionados o no, y ello requiere la necesidad de establecer mecanismos transparentes de supervisión por parte de personas que garanticen un tratamiento socialmente responsable. La transparencia y la información veraz (un bien cada vez más extraño precisamente en la sociedad que llamamos de la información) deben ser elementos clave en la relación entre los poderes públicos, las que determinan la aplicación de algoritmos, los definen y los implementan, y los ciudadanos.
Por ejemplo, la utilización de tecnologías inteligentes basadas en datos personales que monitorizan a los ciudadanos para controlar su estado de salud y sus posibilidades de movilidad, permite una interconexión que puede aportar seguridad a la colectividad y favorecer el necesario desarrollo económico tras la debacle. Si como alertan los expertos, la vuelta a la “normalidad” a la que estábamos habituados va a ser necesariamente progresiva hasta la implantación generalizada de tratamientos adecuados, podríamos aceptar la cesión de derechos de privacidad o intimidad en favor de la progresiva incorporación a la vida social y económica. Pero los riesgos de que estas medidas se mantengan como acervo incorporado a la cotidianidad son evidentes.
En el mundo del trabajo estas consideraciones tienen plena aplicación. Es más, la referida progresiva normalización de la vida social y económica en función de la monitorización de estándares de salud de los ciudadanos afecta claramente al ámbito laboral y, muy concretamente, al acceso por parte de la empresa a dichos contenidos de información y de datos especialmente sensibles. Abre la puerta, además, a otros retos, problemas y riesgos. Por ejemplo, el ya mencionado acceso a datos especialmente sensibles; pero también a la diferencia de tratamiento de los derechos de libertad de circulación en función de la referida monitorización, que puede suponer la incapacidad sobrevenida para el trabajo de los trabajadores que no superen los referidos estándares. Esto puede conllevar la aparición de un tratamiento diferenciado entre trabajadores en función de la “acreditación” de su estado de salud. Puede suponer la aparición de nuevas causas de discriminación o, cuando menos, de distinción en el tratamiento en el trabajo. Y, por supuesto, pueden conllevar problemas en el tratamiento de los trabajadores a los que no se les permita el acceso al trabajo precisamente por no acreditar suficientemente los estándares de salud que se determinen.
Por consiguiente, si la adopción de medidas generalizadas de confinamiento va dando paso a una progresiva apertura de las posibilidades individuales de movilidad, las empresas pueden encontrarse con trabajadores en distinta situación. Intereses y derechos concurrentes en cuya ecuación obviamente hay que incluir la protección de la salud pública, no contemplada en sí misma como derecho fundamental ni siquiera desde la perspectiva prestacional, y la protección de la salud del resto de trabajadores de la empresa. A todos estos retos complejos y relativamente nuevos debe dar respuesta el derecho y los sistemas de protección social.
En otro orden de cosas, la experiencia de estos días de confinamiento ha podido incluir una nueva percepción de las fórmulas de trabajo a distancia, que, de repente, como destaca Cruz Villalón, pueden ser testada como formas adecuadas de prestación de servicios. En realidad no es sino una constatación, más generalizada en determinados sectores de actividad como en el sector de los servicios, de la preconizada deslocalización del trabajo que conlleva el empleo de tecnologías. Esta contrastación del trabajo a distancia gracias a la utilización de distintas redes y plataformas supone también un cambio en la percepción del trabajo debido en el sentido que en alguna ocasión hemos expuesto. El trabajo a tarea adquiere una importancia destacada, casi principal. Sobre él se puede asentar gran parte del contenido obligacional del contrato de trabajo, relativizando la importancia de algunos aspectos tradicionales sobre los que se ha fundamentado el objeto del mismo, como ha sido, principalmente, la concepción clásica del tiempo de trabajo.
Pero aun así, de nuevo, los retos son importantes. La definición efectiva de la dedicación del trabajador o empleado –sobre la base de la disponibilidad y la realización efectiva de la tarea- o la delimitación negativa del tiempo de trabajo en favor de los derechos de desconexión son cuestiones que adquirirán, si cabe, una importancia mayor. Las nuevas formas de organización que derivan de la aplicación generalizada de tecnologías de la información y de plataformas, y no digamos el empleo de tecnologías basadas en datos, está teniendo una posibilidad de testeo importante. Y puede ser uno de los cambios que derivan en la forma de concepción del trabajo. Posiblemente como contrapeso a las contradicciones en que puede caer la globalización tal como se ha entendido hasta ahora dados los controles que pueden imponerse en la movilidad de las personas.
Pero hay otro rasgo que se está poniendo de manifiesto y que nos parece de justicia destacar. En la definición del trabajo por tareas parece que queda en un segundo plano las denominadas tareas básicas o repetitivas. Es más, la creación de valor se había desplazado hacia lo intangible. Pero lo intangible crea valor en situaciones de especial certidumbre donde su desarrollo es hábil. La incertidumbre incorpora elementos nuevos de difícil mesura a priori. Por tanto, recupera valor la atención a lo básico, a lo material, a lo tangible en definitiva. La atención de necesidades básicas, comenzando por la asistencia sanitaria pero teniendo en cuenta también la atención al suministro de las familias o la importancia estratégica de la industria en su concepción más clásica, por ejemplo, adquieren un nuevo valor social que debería repercutir en lo económico y, por supuesto, en lo laboral.
La incertidumbre de estos días se ha incorporado a nuestra percepción general. Es una de las claves. La necesidad de buscar referentes y modelos y sistemas de protección y atención social deviene esencial. Es un nuevo cambio de perspectiva que nos trae la crisis sanitaria en la que estamos inmersos. De ahí el valor añadido que hay que dar a prestaciones personales directas, a la atención de servicios básicos, a la necesidad de que los Estados prevean la protección de todos los ciudadanos y preste una atención especial a los más desfavorecidos, empezando por los mayores, quienes más están sufriendo la misma –y a los que es imprescindible atender-. También al necesario reforzamiento de los sistemas de protección (redefiniéndose en función de la nueva situación) y de las estructuras estratégicas que definen la prestación de servicios básicos y esenciales para la ciudadanía.
El mundo va a cambiar, tiene que cambiar.