NUEVAS TECNOLOGÍAS Y NUEVAS FORMAS DE TRABAJO
Fco. Javier Calvo Gallego
Profesor Titular Universidad de Sevilla
Proyecto DER2015-63701-C3-1-R MINECO-FEDER
Articulo enviado en agosto de 2016 para su posible publicación en la revista Creatividad y Sociedad, en su monográfico sobre Derecho, trabajo y creatividad nº 26 · 2016
Resumen:
Este documento analiza el impacto de las nuevas tecnologías en las formas de organización productiva y en el trabajo asalariado. Para ello, y en primer lugar, se aborda el impacto de la denominada Tercera Revolución Industrial sobre las organizaciones empresariales, la configuración y las características requeridas al propio trabajador y la tipología y singularidades de la relación laboral, destacando sus diferencias con las típicas del sistema fordista. En segundo lugar se analizan igualmente algunas de las principales cuestiones jurídicas que la implantación de estas nuevas tecnologías ha suscitado en el ordenamiento jurídico laboral español. Finalmente, la investigación se cierra con un estudio de la naturaleza de las relaciones productivas suscitadas por lo que se ha denominado gig-economy, prestando una especial atención al work-on-demand via apps y, en especial, al caso de Uber.
Palabras clave:
Tercera Revolución Industrial; Nuevas Tecnologías de la Comunicación, Gig-economy, Uber
Abstract
This research analyzes the impact of the new technologies in the productive organizations and in the labor. To this end, consideration is given to this impact of the so-called Third Industrial Revolution on business organizations, the characteristics required to workers and the type and peculiarities of the employment relationship, highlighting their differences with the typical Fordist system. Secondly, this paper also analyses some of the major legal controversies that the implementation of these new technologies has arisen in the Spanish labor law. Finally, we conclude with a study of the nature of the relationships in the context of the so-called gig-economy, paying particular attention to work-on-demand via apps and, in particular, to Uber case.
Key words:
Third Industrial Revolution, New communication technologies, Gig-economy, Uber
ÍNDICE
1 INTRODUCCIÓN: LA TERCERA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL COMO CONTEXTO
2 LA EMPRESA Y EL TRABAJO EN EL NUEVO ESCENARIO DEL SIGLO XXI: ALGUNAS NOTAS
3 CAMBIO TECNOLÓGICO Y DERECHO SOCIAL: ALGUNAS NOTAS SOBRE LAS PRINCIPALES CUESTIONES DE DEBATE
3.1 Teletrabajo y trabajo a distancia con medios informáticos
3.2 Poder de control empresarial y TICs
3.2.1 Uso privado y control empresarial de los medios informáticos y del correo electrónico
3.3 El uso sindical de las TICs empresariales
1 INTRODUCCIÓN: LA TERCERA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL COMO CONTEXTO
La experiencia de estos últimos siglos demuestra claramente cómo los cambios más profundos en las formas de producción y con ellos, e inevitablemente, en las propias estructuras políticas, económicas y sociales que contextualizan y caracterizan al mundo del trabajo se producen cuando se generan, sinérgicamente, cambios en los tipos de energía, en los transportes y en las comunicaciones (RIFKIN, La tercera revolución industrial. Cómo el poder lateral está transformando la energía, la economía y el mundo, 2011).
Así sucedió, por ejemplo, con lo que se ha dado en llamar la Primera Revolución Industrial. Como es bien sabido, esta fue fruto, básicamente, de la aplicación al sistema productivo de un nuevo tipo de energía –el carbón y el vapor- que permitió la aparición de nuevos tipos de trasportes -el ferrocarril y los barcos de vapor-, que, a su vez, permitieron la mejora y aceleración de las comunicaciones. La acción sinérgica de todos estos cambios permitió, en el ámbito productivo, el paso de una economía tradicionalmente agrícola y local a otra industrial y nacional, en la que la especialización y la producción en masa eran posibles por la ampliación de los mercados gracias, a su vez, a las nuevas líneas de distribución. En el plano político, estas necesidades económicas potenciaron a su vez la aparición de los últimos grandes estados europeos –el estado como mercado- y el inicio del segundo colonialismo europeo, al mismo tiempo que el Antiguo Régimen daba paso, mediante las revoluciones burguesas, a un Estado liberal. Y todo ello sin olvidar cómo en el plano demográfico y sociológico, la progresiva mecanización de las labores agrícolas y los consiguientes excedentes alimentarios permitieron el traslado de buena parte de la población del campo a la ciudad, atraídas por las nuevas manufacturas, lo que a su vez provocó, no solo la progresiva sustitución de la tradicional familia amplia por una incipiente familia nuclear, sino también la aparición de una nueva clase, el proletariado, y el nacimiento de un nuevo tipo de conflicto, el social, que marcó buena parte de los siglos XIX y XX.
Por otra parte, la progresiva introducción del petróleo y la electricidad como nuevas fuentes de energía, unida a la generalización de los nuevos medios de transporte como el avión y los automóviles, y de nuevos métodos de comunicación como el teléfono o la televisión, provocaron posteriormente la aparición de lo que, con fronteras temporales no siempre homogéneamente reconocidas, suele identificarse como Segunda Revolución Industrial. Esta Segunda Revolución generó la primera gran globalización económica, interconectando los sistemas productivos y financieros de todo el planeta; incentivó profundos cambios en los métodos y en las formas empresariales, implantando la producción en cadena y la aparición de grandes empresas y cárteles verticales que tendieron a abarcar la totalidad de la producción, desde la extracción hasta la colocación del producto en el mercado. Y todo ello sin olvidar cómo todos estos cambios, unidos evidentemente a otros factores, provocaron un fortalecimiento de la actuación del Estado sobre la economía para, por un lado, intentar corregir los fallos cíclicos del sistema de producción capitalista, y, por el otro, lograr la conservación del mismo mediante el desarrollo de un nuevo tipo de Estado, el Social que conservando lo esencial –el modo de producción capitalista- permitiese el nacimiento de fórmulas de protección de este proletariado mediante instrumentos públicos –legislación social- y extraestatales –autonomía colectiva en sentido amplio- que lograron finalmente la progresiva mejora de condiciones de vida y la paulatina integración de este colectivo. El desarrollo de todo este proceso -visualizado en la generalización, por su abaratamiento, del acero, el desarrollo de la química y la aparición de migraciones transnacionales- no solo generó un progresivo desarrollo de nuevas potencias en el plano internacional, sino también importantes mejoras sociales ligadas a la mayor productividad, así como profundos cambios en la estructura social, entre las que sin duda destaca la paulatina incorporación de la mujer al mercado de trabajo como pieza clave de su progresiva emancipación y liberación política, económica y social.
Pues bien, sirva todo lo anterior para llamar la atención sobre un dato, a nuestro juicio incontestable, pero que, dada nuestra inmersión en el cambio, no siempre tenemos plenamente presente: esto es, la abrupta irrupción en nuestro mundo no solo de nuevas fuentes energéticas, básicamente lo que se ha dado en llamar “renovables”, sino también, y sobre todo, de nuevas formas de comunicación ligadas al desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la gestión de la información (RIFKIN, La tercera revolución industrial. Cómo el poder lateral está transformando la energía, la economía y el mundo, 2011).
Por lo que se refiere a lo primero, resulta evidente que, por un lado, el inevitable agotamiento de unas energías fósiles –carbón y petróleo- progresivamente más escasas y costosas –más allá, claro está, de situaciones excepcionales derivadas de caídas abruptas en la demanda-, unido a las exigencias ligadas a la lucha contra el cambio climático –uno o quizás el principal reto con el que actualmente se enfrenta la humanidad-, han provocado la aparición y el desarrollo de nuevas formas de energías renovables como la eólica y la solar cuyo coste marginal final –a diferencia de la nuclear que, por su lógica, responde seguramente al modelo tradicional de las energías fósiles- puede ser, obsérvese, cercano al cero. A diferencia del carbón, del petróleo o del uranio, el sol y el viento –y quizás, algún día, el hidrógeno del agua- son elementos sobre los que no existe la propiedad y que no tienen prácticamente coste alguno más allá del inicial para su explotación.
Pero incluso más importantes, al menos a mi juicio, son los cambios en la gestión y utilización de la información. La progresiva generalización y universalización de la computerización y de la inteligencia artificial, unidas a la imparable interconexión derivada de Internet suponen, al menos a mi juicio, un evento y marcan un contexto que permiten hablar de una auténtica revolución “industrial” –como cambio acelerado y drástico en las estructuras y formas de producción anteriores-, o más bien, ya “digital”, con sustanciales impactos y consecuencias en lo político, en lo social y, desde luego, en lo “laboral”, en mi opinión casi tan intensos como las dos revoluciones previamente reseñadas (CASTELLS, 1999).
De hecho, no debemos olvidar cómo la aparición de Internet supone, en relación con el conocimiento y su desarrollo, un salto cualitativo casi tan amplio como el que en su momento supuso la imprenta. Si en aquel momento la revolución de Gutenberg permitió la democratización del conocimiento y su apertura a una amplia capa de la sociedad más allá del tradicional control o limitación eclesiástico, el desarrollo de estas nuevas formas de información y transmisión de la información permite, como decimos, frente a la clásica ciencia basada en el “papel” –“papers”- propia del siglo pasado, la traslación casi automática del conocimiento a un conjunto de destinatarios que se universaliza y “democratiza” y que reacciona también de forma casi automática en el tiempo, en un bucle acelerado y realmente universalizado de progreso e innovación. Esta universalización del conocimiento, y esta transmisión a cada vez más personas y centros de investigación, que interactúan globalizadamente a la velocidad, no ya de la imprenta, sino de la fibra óptica y de la última tecnología inalámbrica, permite y potencia un desarrollo científico –inevitablemente conectado con su implantación productiva- geométrico y no simplemente aritmético, cada vez más democrático y difuso (CASTELL, 2005).
Y ello inevitablemente conlleva una tasa de cambio, no ya solo en los productos, sino también en las tecnologías y en las formas de producción de una intensidad simplemente desconocida hace escasamente treinta años. Por ello, si bien es cierto que la transformación y la innovación han sido siempre connaturales a los seres humanos y a sus resultados y productos materiales, no lo es menos que seguramente nunca como hasta ahora su tasa de transformación y, sobre todo, de obsolescencia ha sido tan acelerada como en este nuevo contexto de mundialización e interconexión en tiempo real de la información y del saber.
Si a todo ello unimos la progresiva aparición y la rápida implementación de nuevas “máquinas” con un alto nivel cognitivo, capaces de desarrollar con éxito tareas caracterizadas por un alto grado de procedimentalización, no solo de baja o media cualificación –por ejemplo, cajeros automáticos o la atención telefónica al cliente- sino también con altos conocimientos técnicos –atención médica (el conocido ordenador Watson de IBM) o mercado bursátil- tendremos un contexto en el que vuelven a surgir –como ya en su momento ocurriera con el ludismo- temores ante el futuro del empleo en este nuevo contexto económico-digital (RIFKIN, El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, 2010).
2 LA EMPRESA Y EL TRABAJO EN EL NUEVO ESCENARIO DEL SIGLO XXI: ALGUNAS NOTAS
Pues bien, como fácilmente se comprenderá el impacto de todo lo anterior sobre nuestra realidad productiva es ya –y lo será aún más en un futuro muy cercano-, ciertamente sustancial y caracterizará, al menos a mi juicio, buena parte de la evolución económica, política y social de lo que resta ya del siglo XXI.
En algunas vertientes, este impacto escapa obviamente al modesto objetivo de estas páginas. No obstante, permítasenos al menos señalar –y ello, sobre todo, por su inevitable impacto sobre los ámbitos reguladores de la actividad productiva- cómo estas nuevas formas energéticas y de comunicación afectarán no solo a los epicentros de poder mundiales, sino también a las formas de organización político-económicas que caracterizaron el siglo XX. La intensificación de la mundialización que permiten estas nuevas TICS, ha conducido y parece que conducirá a un progresivo proceso de apertura de nuevos espacios económicos que requerirán inevitablemente nuevas fórmulas de organización jurídicas, tengan estas o no la estructura tradicional de Estado decimonónico o adquieran el tinte de zonas de libre comercio. Y querámoslo o no, estas nuevas zonas de libre comercio –que desbordarían incluso las ya tradicionales como la europea- tendrán su inevitable impacto en el grado de protección de los trabajadores y en el consiguiente y deseable desarrollo de fórmulas de regulación supraestatales. Pero como decimos, no podemos detenernos aquí a profundizar en un tema de actualidad pero que desborda desgraciadamente el limitado espacio que nos ha sido asignado.
En cambio, no nos resignamos a señalar cómo, si bien estos cambios no supondrán ciertamente la desaparición de los tradicionales sectores productivos, sí conducirán a una modificación de los mismos y, sobre todo, a la aparición de otros nuevos ligados a las nuevas realidades y a las nuevas demandas de la sociedad. El impacto de los cultivos transgénicos en el campo de la agricultura, la conmoción en las industrias y en los servicios de las nuevas máquinas y procesos computados, las transformaciones en el sector energético ligadas al denominado empleo verde o el desarrollo de los empleos ligados al sector de cuidados ante el progresivo envejecimiento de la población, son solo algunos ejemplos de estas realidades a las que antes hicimos referencia y que evidencian el impacto de estas novedades en la propia dimensión y caracterización de los tradicionales sectores productivos. Como cualquier otra revolución industrial, esta digital también conllevará la desaparición y la transformación del empleo en los sectores tradicionales, sobre todo allí donde las actividades procedimentalizadas puedan ser sustituidas por las “maquinas inteligentes”. Pero la misma también producirá el “nacimiento” de nuevas necesidades y posibilidades, seguramente en el campo de la economía social, y en tareas ligadas a la creatividad e innovación, difícilmente mecanizables, al menos por el momento.
En cualquier caso, lo que también resulta indudable es que este impacto afectará igualmente -y de hecho ya está afectando-, no ya solo a ambos núcleos subjetivos de la tradicional relación laboral, sino también a la misma forma en la que esta se presta y se regula.
Comenzando por las empresas u organizaciones productivas, resulta evidente cómo frente al modelo decimonónico de gran empresa vertical, jerárquicamente organizada, jurídicamente unificada y con una expectativa de duración muy prolongada, los cambios en el contexto potenciados por esta Tercera Revolución Industrial van a incentivar un modelo completamente diferente de organización productiva. Las posibilidades que abren las nuevas TICS conducirán a que se intensifique el conocido proceso de descentralización productiva que, iniciado ya en el siglo pasado, ha provocado una reducción en lo jurídico de las empresas, concentradas en sus competencias nucleares, mientras que se trasladan partes cada vez más importantes de su ciclo productivo, no ya solo a contratistas y subcontratistas “tradicionales”, sino también a otras empresas y/o trabajadores autónomos en el modelo de lo que se ha dado en llamar “empresa en red” o incluso “empresa en la nube”. Además, la al parecer inevitable y cada vez más anticipada obsolescencia no solo de productos sino también de conocimientos y de formas de producción intensificará probablemente empresas cada vez más pequeñas en lo jurídico y también más planas, que deleguen mayor poder en grupos progresivamente más autónomos de trabajadores. Y todo ello teniendo en cuenta que, cada vez más, pero especialmente en ciertos sectores, lo importante no va a ser ya el tradicional medio de producción “físico” (“maquinaria”), sino la información y la capacidad de su gestión que permiten poner en contacto lo que desde una perspectiva tradicional son clientes y productores, pero lo que, desde otra óptica quizás más actualizada, serían clientes y factores de producción. Sin poder detenernos aquí en este tema, nos limitaremos por ahora a avanzar la cuestión de si en muchos de estos sectores –sobre todo en lo que se ha dado en llamar gig-economy– el principal factor de producción podría ser no ya el capital físico sino la información y su capacidad de gestión, con todo lo que ello podría suponer en relación, por un lado, con la desaparición de una de las principales barreras de entrada a sectores enteros de actividad –con su consiguiente impacto en el posible desarrollo del tradicionalmente considerado trabajo autónomo-, y del otro, con la necesidad, quizás, de alterar la trascendencia que se otorgaba al valor de los medios físicos de producción como criterio de distinción entre el trabajo por cuenta ajena y el empleo autónomo, pasando ahora a valorar, sobre todo, el poder que otorga la titularidad de cada concreto factor a la hora de organizar y estructurar el completo servicio –on demand economy o work-on-demand via apps– para atribuir la condición de empleador a aquel que realmente organiza. Pero, como decimos, no adelantemos acontecimientos.
Por ahora nos interesa destacar, en segundo lugar, cómo no menos importantes son y serán los impactos que sobre la configuración tradicional del trabajador tendrán estos mismos cambios en el contexto económico y productivo. En primer lugar, sobre el propio modelo o tipo de empleado: el progresivo proceso de mecanización y la implementación de fórmulas de robotización cada vez más avanzadas conducirán a que si bien seguramente no desaparezcan completamente, cada vez será menor el interés empresarial y, por tanto, la retribución, del empleado clásico, prototípico de las anteriores fases de la revolución industrial y cuya actividad se limitaba a reiterar de forma mecánica una actividad simple, rigurosamente preestablecida y rígidamente heterodeterminada por el empleador. Este modelo decimonónico de trabajador, si bien como decimos no desaparecerá -ya que aún subsistirán sectores o actividades que lo requieran-, corre el riesgo de ver mermada su importancia cuantitativa y cualitativa y enfrentarse por tanto, a un mercado más limitado y desequilibrado –no debe olvidarse el impacto de la inmigración no cualificada- con menores retribuciones, peores condiciones laborales y, por tanto, con mayor riesgo de caer en lo que se ha dado en llamar trabajadores pobres –siguiendo la terminología norteamericana- o trabajadores en riesgo de pobreza o exclusión social, siguiendo la terminología desarrollada por Eurostat.
Frente a este tipo de trabajadores, precarizados y seguramente empobrecidos –sobre todo si no se establecen mecanismos redistributivos estatales de caracterización deseablemente impositiva como los probados en Estados Unidos y Reino Unido-, surgirá o incluso está surgiendo ya un segundo tipo de empleado/ocupado, netamente segmentado del anterior -polarización del empleo y consiguiente quiebra del estatuto profesional homogéneo (RIVERO LAMAS, 2001)-, no ya tanto por los factores tradicionales que han dado lugar a su tratamiento como causas de discriminación, sino por sus conocimientos permanentemente actualizados y, sobre todo, por su creatividad y capacidad de innovación. Se trata de trabajadores contratados, no ya por su capacidad física o de mera reiteración mecánica, sino por su know-how, por sus conocimientos normalmente específicos y que son los reclamados por su empleador/cliente; trabajadores creativos y “autoprogramables” en la terminología de Castells para los que la dependencia deja de ser aquella rígida predeterminación de cada uno de sus actos para pasar a ser básicamente la mera inserción en una organización dirigida por un tercero y a la que es en principio ajeno. Si a todo ello unimos la facilidad en el acceso a algunos de los nuevos instrumentos de producción, tendremos un contexto en el que seguramente se produzca una cierta difuminación de las fronteras entre trabajo dependiente y trabajo autónomo, multiplicándose los casos en los que el derribo de las tradicionales barreras de acceso –ya sea en los medios de producción, pero también en la conexión con los clientes vía internet- les permite iniciar su andadura como teóricos autónomos –human cloud– o como empresarios de una pequeña empresa de base tecnológica.
Por otra parte, resulta evidente que las nuevas exigencias contextuales modificarán las competencias reclamadas al trabajador y/o valoradas por el empleador durante el proceso de selección. Por un lado, la vertiginosa obsolescencia de los conocimientos provocará que el empresario busque, más que los conocimientos ya acreditados -pero viejos apenas conseguidos por el demandante de empleo- la acreditación de su capacidad para adquirir y reciclar constantemente los mismos. El nivel de cualificación alcanzado se convertirá por tanto en uno de los elementos más valorados durante el proceso de selección, pero no ya por los conocimientos que se acreditan, sino porque demostrarán la capacidad del “candidato” para adquirirlos y reciclarlos constantemente. Además, las nuevas formas más planas y flexibles de estas empresas reclamarán un nuevo perfil en el que se solicite y busque una mayor capacidad de trabajo en equipo, una empatía y capacidad de colaboración y de liderazgo, así como aspectos completamente extraños al modelo de trabajador decimonónico como la creatividad y la innovación. Y todo ello teniendo en cuenta que las amplias posibilidades que ahora abren las TICs reducirán los costes de transacción y selección, favoreciendo, no solo una progresiva ampliación geográfica de los mercados laborales, sino también la utilización del mismo de manera más puntual y breve, ligadas a necesidades concretas de la organización productiva. Finalmente, pero no por ello menos importante, es necesario destacar cómo la progresiva capacidad de las máquinas inteligentes, así como la naciente economía de coste marginal cero (RIFKIN, La sociedad de coste marginal cero, 2014) provocará seguramente una inevitable pérdida de puestos de trabajo, especialmente en la industria y en los servicios, potenciando en cambio aquellas ocupaciones menos procedimentalizadas y más creativas, así como nuevos modelos como la economía social.
En cualquier caso, y estrechamente ligado con todo lo anterior, resulta igualmente necesario destacar cómo la alta mortalidad de este tipo de empresas –y, en general, de cualquier organización productiva no sistémica- derivada de esta aceleración en los procesos de obsolescencia, unida a la inevitable flexibilidad que este nuevo contexto reclama, acabarán por alterar –a mi juicio significativamente- el tipo de relación laboral –y, por tanto, el marco jurídico que la caracteriza- propio del fordismo que caracterizó la Segunda Revolución Industrial. Como es bien sabido, el carácter aparentemente permanente de aquellas amplias y jerarquizadas organizaciones productivas permitió el desarrollo de una relación laboral típicamente indefinida y a tiempo completo, en muchas ocasiones en una única empresa a lo largo de toda la vida laboral, en la que además cobraba una extraordinaria importancia la carrera profesional y en la que el modelo de extinción era el despido disciplinario. En aquel modelo las transiciones vitales eran coetáneas a las laborales desarrollándose de manera lineal y unidireccional: a una infancia y juventud centradas fundamentalmente en los estudios y en la formación, seguía el paso a la madurez social ligada inevitablemente al trabajo retribuido, para llegar, finalmente, a la vejez, a la jubilación y a la muerte.
Pues bien, aunque ciertamente este esquema pueda mantenerse, sobre todo en aquellas organizaciones sistemáticas o de amplias dimensiones -especialmente en aquellas que no están abiertas a la competencia internacional-, lo cierto es que esta Tercera Revolución Industrial y su impacto sobre el tejido productivo provocarán profundas modificaciones en buena parte de estas lógicas. Algunas de ellas son hoy ya apreciables. Así, por ejemplo, la alta tasa de mortalidad y las necesidades de redimensionamiento y adaptación de muchas de las empresas españolas han provocado que hoy en día el tipo de despido –que no de extinción- más frecuente haya pasado definitivamente del despido disciplinario al motivado por causas empresariales. Y que paulatinamente vaya percibiéndose cómo aquel modelo de trabajo para una única empresa, para toda la vida, con una carrera profesional constante en su interior y en el que la adquisición de conocimientos se producía simplemente por el desarrollo de la actividad laboral es una realidad cada vez más limitada, frente a la aparente generalización de un modelo mucho más dinámico (mercados transicionales), identificado por múltiples salidas y entradas en distintas organizaciones -incluso mediante formas jurídicas diversas de prestación de servicios- y en la que el empleado deberá actualizar constantemente sus conocimientos para ser “competitivo” y no quedar así excluido del mercado laboral (SCHMID, 2002) (CALVO GALLEGO F. , 2011).
Y ello ya que, nos guste o no –permítasenos recordar que actuamos aquí como simples narradores y no como apologistas-, en este nuevo contexto la tradicional percepción de la seguridad “en el contrato”, derivada del establecimiento de unas muy altas indemnizaciones en caso de resolución del mismo, no tendría mucho sentido cuando lo que desaparece en sí es la totalidad de la organización productiva. De nada sirve regular hasta casi lo irracional la capacidad extintiva empresarial cuando lo que acontece es simple y llanamente la desaparición misma de la organización. Con ello, obviamente, no queremos decir que estas indemnizaciones deban desaparecer o descausalizar estos despidos económicos como en definitiva propugnan los defensores del denominado contrato único. Estas exigencias deberían –al menos a mi juicio- permanecer correctamente redimensionadas, sobre todo como vía para fomentar una flexibilidad interna que debiera ser prioritaria frente a la externa. Pero retomando aquí nuestro discurso, lo que sí resulta evidente es que si queremos mantener al menos en algo esta seguridad para los asalariados, es este mismo concepto de seguridad el que debe alterarse. Y de ahí que cada vez más se hable de un nuevo equilibrio entre seguridad y flexibilidad, asentado sobre una nueva lógica no distributiva o de suma cero, sino de suma variable y en la que –al menos según sus defensores- todos ganen (win-win): un nuevo modelo en el que, a cambio de una mayor flexibilidad para el empresario en la resolución del contrato, se otorgue una mayor seguridad al trabajador a través de prestaciones de desempleo más intensas –seguridad en las rentas- que conectadas a políticas activas más desarrolladas –para evitar las trampas de la prestación y la inactividad- proporcione una mayor probabilidad de ser contratado –seguridad en el mercado- en un contexto de círculo virtuoso en el que la mayor flexibilidad de salida permitiría una mayor contratación con el consiguiente impacto en la disminución de las prestaciones por desempleo y en las cuentas públicas: en definitiva, la concepción más tradicional de la flexiguridad fácilmente conectada con lo que su momento se denominó el “triángulo de oro” danés.
La segunda consecuencia evidente es que en este contexto –volvemos a repetir, no necesariamente generalizado ya que subsistirán actividades y sectores en los que el modelo tradicional de relación laboral siga vigente- las transiciones entre las fases vitales y el mercado de trabajo distarán, y de hecho, ya están distando, de las habituales en la lógica fordista. Estas transiciones se multiplicarán –de hecho algunos ya califican a este tipo de mercados como “transicionales”- y dejarán de ser necesariamente unidireccionales: los periodos de formación o de inactividad no sólo se desarrollarán en la juventud o en la vejez respectivamente, del mismo modo que durante estas mismas fases vitales nada impedirá el inicio o el retorno a una actividad especialmente necesaria en el contexto de unas sociedades envejecidas y que reclaman un envejecimiento dinámico (CALVO GALLEGO F. , 2011).
Finalmente, y pasando ya al plano colectivo, lo que en ningún caso compartimos es que en este nuevo contexto la pretendida individualización de las relaciones laborales deba o incluso vaya a conducir a la desaparición del tradicional movimiento sindical. Esta individualización puede resultar comprensible en aquellas ocupaciones en las que los sujetos de la relación productiva realmente dispongan del mismo poder de negociación contractual. Pero en aquellas otras –la mayoría- en las que esta desigualdad material permanezca, lo cierto es que la experiencia histórica conducirá a formas de autoorganización y autotutela colectiva, como de hecho ya ocurre en el caso de los TRADE. Y todo ello sin olvidar, claro está, la evidente necesidad de que las grandes organizaciones sindicales, construidas en torno a los conceptos del trabajo fordista, deban adaptarse necesariamente a estas nuevas realidades productivas y sociales, sobre todo si quieren sobrevivir más allá de una representación institucionalizada cada vez más alejada de los nuevos sectores y de los nuevos tipos de ocupados que antes hemos mencionado.
3 CAMBIO TECNOLÓGICO Y DERECHO SOCIAL: ALGUNAS NOTAS SOBRE LAS PRINCIPALES CUESTIONES DE DEBATE
Una vez señalado todo lo anterior, resulta evidente, en segundo lugar, la imposibilidad de intentar abordar aquí, con una mínima profundidad, todos los cambios que desde una perspectiva jurídico-laboral provoca este nuevo contexto. De ahí que, de forma coherente con la petición que se nos realizó, nos limitemos a dar algunas notas sobre las cuestiones más destacadas.
3.1 Teletrabajo y trabajo a distancia con medios informáticos
En este sentido, resulta evidente que una de las primeras cuestiones que la aplicación de estas TICs suscitó en el ámbito jurídico laboral fue la planteada por el progresivo desarrollo del trabajo a distancia mediante o a través de medios informáticos.
Ante el inicial silencio del legislador –lo que, como veremos, ha constituido y constituye la reacción más habitual del ordenamiento estatal español ante estos nuevos problemas “tecnológico-laborales”- no fueron pocos los que buscaron integrar mínimamente su marco normativo acudiendo a la vieja y fordista regulación estatutaria del trabajo a domicilio. Pero bastaba analizar aquella normativa, ciertamente decimonónica, para comprobar cómo no solo su propia definición, sino también los elementos nucleares de aquella tradicional regulación resultaban inadecuados a las nuevas dudas suscitadas por las modalidades más habituales de esta forma de empleo. De hecho, nos limitaremos aquí a recordar cómo en el tipo de teletrabajo más frecuente–el que se desarrolla on-line con doble dirección- el control empresarial, no solo existe, sino que normalmente resulta aún más intenso que el desarrollado presencialmente, permitiéndose, por ejemplo, conocer el número de veces que se ha tecleado por minuto. Y en segundo lugar, porque nada de aquella vieja regulación abordaba eficientemente las cuestiones esenciales que esta nueva forma de prestar servicios planteaba; esto es, y resumidamente, la necesidad de diferenciar más claramente las fronteras entre el contrato de trabajo y la actividad autónoma; la voluntariedad o no en su aparición, sobre todo cuando nace como modificación de una previa relación “presencial”; las dificultades derivadas del acceso a la formación y a la promoción profesional de estos empleados alejados en muchas ocasiones de los canales habituales construidos para los empleados “presenciales”; los problemas de socialización o en sus formas de retribución, así como la posible discriminación de estos empleados. Y todo ello sin olvidar las dificultades para identificar sus centros de trabajo y, por tanto, su representación unitaria, los límites en el control empresarial y las posibilidades de vigilancia por parte de la Inspección de Trabajo, hasta llegar, por señalar tan solo algunos ejemplos, a las cuestiones derivadas de la aplicación a estos colectivos de las medidas de prevención de riesgos laborales. (SIERRA BENITEZ, 2011)
Como se comprenderá y ya avanzamos anteriormente, resulta imposible analizar en este momento todas y cada una de estas cuestiones. Por ello nos limitaremos a señalar cómo, en primer lugar, ante este silencio inicial del legislador español, fue sobre todo la negociación colectiva la que en un primer momento abordó estas cuestiones, con lo que dimos en llamar acuerdos de teletrabajo de primera –programas experimentales- y de segunda generación –regulación de la transición hacia los mismos y de sus principales condiciones laborales- (AAVV, Nuevas actividades y sectores emergentes: el papel de la negociación colectiva, 2001), influidos e influyentes sobre el Acuerdo Marco Europeo sobre Teletrabajo de 16 de julio de 2002 cuya aplicación a la negociación colectiva española fue postulada y potenciada por el Acuerdo Intercondeferal para la Negociación Colectiva de 2003 (AAVV, Nuevas actividades y Sectores Emergentes: el papel de la Negociación Colectiva. Actualización, 2006). Principios como el de voluntariedad en su transformación, posibilidad de retorno en estos casos, no discriminación en la retribución, en el acceso a la formación o en la promoción surgieron en este ámbito, proporcionando unas pautas que solo mucho más tarde, en el año 2012, la Ley 3/2012 incorporará a una nueva regulación legal –art. 13 ET- que, aunque formalmente centrada en el trabajo a distancia, piensa fundamentalmente en el teletrabajo –véase las referencias en la Exposición de Motivos- y que sorprendentemente, no solo resulta en muchos puntos ciertamente limitada, sino que además elimina la vieja regulación del trabajo a domicilio, como si este, por arte de magia, hubiera desaparecido (SIERRA BENÍTEZ, La nueva regulación del trabajo a distancia, 2013).
En cualquier caso, más allá de esta regulación sobre el teletrabajo como forma predominante de actividad a distancia, me interesa al menos destacar la existencia e importancia de otro tipo de teletrabajo al que en ocasiones se presta, creo, una menor atención doctrinal, pero que, sin embargo, seguramente se encuentra bastante más extendido que el anterior: el teletrabajo que podríamos denominar ocasional o “complementario”, esto es, el desarrollado tras la jornada laboral, normalmente en el propio domicilio del trabajador, y que tiende a difuminar las fronteras entre jornada laboral y periodos de descanso, así como entre la vida privada y la actividad profesional del trabajador.
Y quisiera destacarla no solo por su progresiva generalización –estas páginas, redactadas durante el periodo teóricamente vacacional, son un ejemplo de ello- sino también por los riesgos que conllevan. En primer lugar, de hiperconexión y de adicción al trabajo (workalcoholic) ante el debilitamiento o incluso desaparición de las antes rígidas fronteras entre tiempo y lugar de trabajo y tiempo y lugar de descanso; y, en segundo lugar, en relación con el posible uso privado de estos medios informáticos y la necesaria tutela de la privacidad, del secreto de las comunicaciones y de la protección de datos de los empleados; unos problemas estos que, en cualquier caso, no son ajenos a buena parte de los trabajadores que se enfrentan diariamente con la utilización de estos equipos en sus tareas profesionales.
3.2 Poder de control empresarial y TICs
Intentando, por tanto, y en segundo lugar, dar nuevamente una mera semblanza de lo que es sin duda un tema tremendamente complicado, nos limitaremos aquí a recordar cómo el tratamiento de la misma ha escapado nuevamente a la regulación legal española. A diferencia de otros sistemas como el italiano que ya en la década de los setenta habían abordado temas como la videovigilancia, nuestro vetusto ET, tanto en su primitiva versión de 1980, como en su refundición de 1995, guardó en este punto un llamativo silencio que sorprendentemente no se ha visto alterado ni incluso cuando en el año 2012 se abordó una cuestión ciertamente conexa como el trabajo a distancia ni, obviamente, en su última refundición en el año 2015.
La consecuencia inevitable de este “mal envejecimiento” de la legislación laboral estatal, es que en este, como en tantos otros aspectos, ha tenido que ser la jurisprudencia ordinaria y más tarde la constitucional, la que acabase fijando las líneas nucleares en la regulación de esta cuestión, secundada, eso sí, por nuestra negociación colectiva o incluso por los propios protocolos o códigos internos de las distintas empresa. Y todo ello, además, con una evolución que en los dos casos paradigmáticos –videovigilancia y control del uso de ordenadores y correos electrónicos- parece similar. Pero no adelantemos acontecimientos.
3.2.1 Uso privado y control empresarial de los medios informáticos y del correo electrónico
En relación, en primer lugar con el posible uso privado por parte del trabajador de aplicaciones informáticas proporcionadas por las empresas –y, consiguientemente, de la posibilidad o no de control por parte empresarial de las mismas (CALVO GALLEGO F. J., 2012)- la doctrina inicial de nuestros Tribunales Superiores de Justicia vino en su mayoría a equiparar simple y llanamente estos medios informáticos con otros medios de producción, considerando por tanto su uso con finalidades privadas como una infracción laboral más –por todas STSJ de Madrid de 16 de octubre de 1998 (AS 3780), STSJ de Cataluña de 26 de julio de 2002 (AS 2895)- que en función de su duración, su impacto sobre la rapidez y eficacia de los sistemas internos -STSJ de Cataluña de 22 de julio de 2004 (AS 2696)-, la posible generación de daños a los mismos o de responsabilidades a cargo de la empresa o, lo que resulta más llamativo, por el tipo de contenidos visitados –singularmente los pornográficos o de juegos y apuestas (SSTSJ de Cataluña de 14 de noviembre de 2000 (AS 3444) y de 5 de julio de 2000 (AS 3452))- podía dar lugar incluso al despido disciplinario. Y todo ello, claro está, sin olvidar la posibilidad de sancionar este mismo uso cuando el mismo se orientaba a acciones que violaban por si mismas la buena fe como sucedía, por mencionar solo algunos ejemplos, cuando lo que acontecía era el acceso y la publicidad de información confidencial de la empresa absolutamente ajena a las tareas del trabajador -STSJ del País Vasco de 1 de julio de 2002 (AS 2852)-; la entrada en el correo de otros compañeros – STSJ de Cantabria de 26 de agosto de 2004 (AS 2513)-; su uso para realizar actuaciones subsumibles como competencia desleal -STSJ Comunidad Valenciana de 4 de julio de 2007 (AS 2879)- o, por señalar un último ejemplo, su utilización para desarrollar acoso sexual o moral o como vehículo de manifestaciones degradantes o insultos a sus compañeros o al propio empresario – STSJ de Madrid de 12 de junio de 2001 (AS 2953) y STSJ de Cataluña de 14 de noviembre de 2000 (AS 3444). En cambio, nuestra doctrina de suplicación fue mucho más benévola cuando la empresa venía permitiendo cierta flexibilidad en el uso privado de este instrumento, no se advirtió previamente al trabajador y/o el uso era esporádico o no excesivo -por todas, STSJ de Madrid de 16 de julio de 2002 (AS 3036)-.
Consecuencia de esta visión fue que se considerara normalmente posible y lícito el consiguiente control empresarial –por todas, STSJ de Cantabria de 26 de agosto de 2004 (AS 2513); STSJ de Cataluña de 11 de marzo de 2004 (AS 1231); STSJ de Cantabria de 23 de febrero de 2004 (AS 444)- centrándose todo lo más la discusión en la exigencia o no en estos casos de unas mínimas reglas de proporcionalidad –adecuación, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto, STSJ Castilla y León (Valladolid) de 8 de noviembre de 2004 (AS 3073)-, en su hipotética inadmisión cuando se hubieran realizado de forma oculta, subrepticiamente y sin sospechas previas -STSJ Comunidad Valenciana 19 julio 2005 (AS 2005, 3205)- o cuando los criterios de selección de los trabajadores afectados por posibles registros o controles hubieran sido discriminatorios – SJS n. 33 de Madrid de 21 de octubre de 2002 (AS 2993), en un caso en el que la sanción se debía a un uso irregular de Internet, pero que sólo afectó a trabajadores que participaron en un huelga-. De hecho, seguramente la cuestión más controvertida en este primer momento fue la necesidad o no de aplicar en estos casos las garantías procedimentales y materiales que establecía para el control de taquillas el art. 18 ET –STSJ Castilla y León (Valladolid) de 8 de noviembre de 2004 (AS 3073); STSJ de Cantabria de 23 de febrero de 2004 (AS 444); STSJ de Madrid de 13 de noviembre de 2001 (AS 471/2002); STSJ Cataluña de 5 de julio de 2000 (AS 3452)-.
En cualquier caso, también es importante destacar cómo esta misma lógica se aplicó -con algunas salvedades, sobre todo a nivel de juzgados de lo social- en relación con los correos electrónicos. Para la mayor parte de nuestra doctrina de suplicación -y a pesar de la evolución en el concepto de comunicación a los efectos del art. 18 CE- su articulación a través de una “herramienta de trabajo” como es el ordenador de la empresa, predeterminado a la labor profesional, permitiría su control empresarial, al ser estas comunicaciones, al menos en teoría, simple cumplimiento de una prestación cuya posibilidad de control iría implícita en la estipulación de cualquier contrato de trabajo -entre otras, STSJ Catalunya 5-7-2000 (AS 2000, 3452), STSJ Galicia 4-10-2001 (AS 2001, 3366), STSJ Madrid 4-12-2001 (AS 2002, 789), y nuevamente STSJ Cataluña de 22 de julio de 2004 (AS 2696)-.
No obstante, seguramente las singularidades de este “medio de producción”, unidas a las críticas doctrinales, y la posición en este punto tanto del Tribunal Europeo de Derechos Humanos como del Grupo del art. 29 de la Directiva Comunitaria sobre protección de datos, hizo que esta posición inicial fuera ciertamente matizada por la doctrina del Tribunal Supremo en dos sentencias fundamentales, las de 28 de junio de 2006 (RJ 2006, 8452) y 26 de septiembre de 2007 (RJ 2007\7514), creadoras de una doctrina posteriormente confirmada –o matizada- por otras como la de 8 de marzo de 2011 (RJ 2011\932).
Sin poder detenernos en las múltiples cuestiones que planteaba esta doctrina, lo que más nos interesa destacar ahora es que la misma partía de un razonamiento según el cual de “la falta de prohibición específica” por parte de la empresa de este uso privado de tales medios cabía deducir “la autorización” de un cierto uso inocuo, dando además por sentado, al menos a mi juicio, que el obligado a demostrar la existencia de esta prohibición era el empresario. El resultado de lo anterior era evidente: mientras esta orden o “regulación” empresarial no existiese –o no se demostrase que existiera— y fuese además comunicada fehacientemente al trabajador, ni existiría incumplimiento por su mero uso inocuo –véase, por ejemplo, la posterior STSJ C. Valenciana (Sala de lo Social, Sección 1ª), sentencia núm. 2665/2010 de 28 septiembre-, ni, sobre todo, el empresario podría acceder sin más a los datos del correo y a los archivos temporales de Internet, ya que estos quedarían protegidos por el derecho a la intimidad como consecuencia de la doctrina que en este sentido fijó la STEDH de 3 de abril de 2007 (caso Copland c. Reino Unido, § 42 y 47), avanzada, en relación con el uso del teléfono, por la previa Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 25 de junio de 1997 caso Halford c. Reino Unido, § 45 (TEDH 1997/37). Esta nulidad radical de las pruebas obtenidas sin esta comunicación previa es, en definitiva, el núcleo de la posterior STS de 8 marzo 2011 (RJ 2011\932) que antes comentábamos
Es cierto que esta doctrina excluyó de raíz la aplicación a tales supuestos del art. 18 ET, adoptando una posición rápidamente seguida por la jurisprudencia de suplicación –véanse, por todas, TSJ Galicia (Sala de lo Social, Sección 1ª), sentencia núm. 503/2011 de 25 enero (JUR 2011\135455); TSJ C. Valenciana (Sala de lo Social, Sección 1ª), sentencia núm. 2716/2010 de 5 octubre (AS 2011\251)-. Pero no lo es menos que dejando a un lado las posibilidades ahora abiertas por el art. 90.4 de la Ley 36/2011, de 10 de octubre reguladora de la jurisdicción social, dicha doctrina dio un claro apoyo a la utilización de códigos o subcódigos de conducta en la regulación de esta cuestión, convirtiendo el contenido de tales códigos –cada vez más generalizados-, sus límites y sus exigencias en el elemento clave para determinar la legalidad, no ya sólo de este uso, sino también del posible control empresarial (CALVO GALLEGO F. J., 2012). Y todo ello, seguramente, prestando una insuficiente atención a la problemática derivada de la tutela del derecho a la protección de datos, igualmente presente en estos casos, pero llamativamente relegado por nuestra jurisprudencia ordinaria y constitucional a diferencia, como veremos, de lo que acontece en el caso de la vidovigilancia. Pero no adelantemos acontecimientos.
Por ahora, y para concluir esta ya seguramente excesiva referencia al tema del control empresarial del uso del ordenador y de los medios informáticos aportados por la empresa –lo que excluye, obsérvese, la problemática bastante más compleja que presentan los supuestos en los que tales medios son aportados por el propio trabajador –Bring your own device (BYOD)- nos limitaremos aquí a señalar como, por un lado, la doctrina antes señalada del TEDH parece haberse mantenido sustancialmente en la reciente STEDH de 12 de enero de 2016 (asunto Barbulescu), en la que, dejando un lado su interesante voto particular, la clave vuelve a ser nuevamente la previa prohibición empresarial y su anterior comunicación al empleado (GOÑI SEIN, 2016).
En cambio, bastante más llamativa es, al menos a nuestro juicio, la evolución, ciertamente menos garantista, de la jurisprudencia española a partir de 2011. En primer lugar, porque ya en ese año, la STS de 6 octubre 2011 (RJ\2011\7699), aun con un importante y nutrido voto particular, va a realizar una “relectura” de los fallos anteriores considerando intrascendente que no se informase a los trabajadores de que iba a existir un control, ni de los medios que se utilizarían cuando sí se informó de la existencia de dicha prohibición. Y en segundo lugar, porque no solo el contenido de esta comunicación, sino también el propio vehículo de la misma o las situaciones en las que aquella es requerida va a ser objeto de una relectura por parte del TC. Y así, la STC 241/2012, de 17 de diciembre de 2012 (BOE núm. 19 de 22 de enero de 2013) va a admitir este control empresarial sobre unos ficheros informáticos de un programa de mensajería al considerar que la utilización de un ordenador de uso común sin clave no podía generar una expectativa razonable de confidencialidad ni podía alegarse la lesión del derecho al secreto de las comunicaciones al no ser este un canal cerrado. Y más tarde la STC 170/2013, de 7 de octubre de 2013 (BOE núm. 267 de 7 de noviembre de 2013) consideró incluso que la simple prohibición del uso extralaboral del correo electrónico establecida a través de un convenio colectivo, obsérvese, supraempresarial, llevaría implícita sin más la facultad empresarial de controlar su utilización sin violación ni del secreto de las comunicaciones ni del derecho a la intimidad. Un paso atrás, al menos a mi juicio, en la medida en la que no solo se utiliza un argumento meramente formal –su inclusión en una norma convencional demostraría o justificaría que el trabajador conocía esta prohibición o que al menos debía conocerla- para diluir la razonable exigencia de una comunicación personal previa por parte del empresario, sino porque además omite toda referencia, a nuestro juicio absolutamente necesaria, al tratamiento de esta cuestión desde la óptica de la protección de datos personales.
3.2.2 Videovigilancia: entre la protección de la intimidad y las exigencias de la protección de datos
Por otra parte, y como ya habíamos anunciado, una segunda cuestión igualmente conflictiva a lo largo de estos últimos años ha sido la posibilidad, y, sobre todo, los límites en el control a distancia de los trabajadores mediante el uso de sistemas de captación de imágenes y/o de sonidos.
Intentando nuevamente sintetizar esta ardua cuestión, nos limitaremos a señalar que, obviamente, nadie duda hoy de la teórica posibilidad de utilizar tales medios. En cambio, mucho más controvertidos son sus límites.
Por lo que se refiere al primero, el procedimental, si bien la implantación de sistemas de vidiovigilancia generales parece requerir el informe previo del comité de empresa o del delegado de personal, la cuestión no ha resultado tan clara cuando se establece de manera específica y temporal para el control puntual de un concreto trabajador -STSJ Islas Canarias, Las Palmas (Sala de lo Social, Sección 1ª), núm. 631/2009 de 30 abril (AS 2009\1763); STSJ Cataluña (Sala de lo Social, Sección 1ª), núm. 1481/2011 de 24 febrero-. En cualquier caso, su omisión, más allá de otras posibles consecuencias laborales, no ha sido considerada especialmente trascendente a efectos de invalidar la prueba así obtenida ni de impedir la posterior imposición de la correspondiente sanción, aunque sí ha sido valorado, entre otros factores, para mitigar la misma.
Por lo que se refiere, en segundo lugar, a la posible violación de la intimidad, tras rechazar que la mera estipulación de un contrato de trabajo supusiera la desaparición de este derecho durante el tiempo de trabajo, nuestra jurisprudencia constitucional -SSTC 186/2000, de 10 de julio y 98/2000, de 10 de abril-, seguida rápidamente por la doctrina de suplicación, ha venido permitiéndolo –y excluyendo por tanto aquellas pruebas obtenidas con violación de este principio- cuando el establecimiento de tales medidas superase los tres test que se insertan dentro del principio de proporcionalidad; esto es, en primer lugar, si la grabación es idónea para acreditar dicho incumplimiento; en segundo lugar, si es necesaria en la medida en la que no exista otro tipo de control menos lesivo –la simple captación de imágenes sin sonido, por ejemplo- para los derechos fundamentales del trabajador que permitiera acreditar tal incumplimiento; y, finalmente, si la actuación empresarial ha sido proporcional y equilibrada, lo que exigiría que la grabación se limitase a la zona de la caja y a una duración temporal limitada, la suficiente para comprobar que no se trataba de un hecho aislado o de una confusión, sino de una conducta ilícita reiterada. De ahí que difícilmente pudiesen ser admisibles grabaciones que, lejos de afectar o centrarse en espacios públicos y de trabajo del empleado, focalizasen su atención en zonas de descanso, vestuarios, aseos o espacios destinados a la actividad sindical, debiendo, por tanto, limitarse a los espacios y a los tiempos necesarios para constatar el pretendido incumplimiento y su gravedad.
Finalmente, el límite más complejo se ha centrado en el derecho a la protección de datos del o de los empleados afectados. Inicialmente, la alegación de este derecho –ya que resulta evidente el carácter de datos personales de las mencionadas imágenes, TSJ Madrid (Sala de lo Social, Sección 6ª), sentencia núm. 165/2012 de 12 marzo- no pareció justificar, al menos para la doctrina de suplicación, la aplicación de límites distintos a los ya reseñados anteriormente en relación con el principio de intimidad. De ahí, por ejemplo, que se rechazase expresamente la necesidad de comunicación previa a los trabajadores de esta vigilancia y del consiguiente tratamiento de los datos personales -Sentencia del TSJ Islas Canarias, Las Palmas (Sala de lo Social, Sección 1ª), núm. 631/2009 de 30 abril (AS 2009\1763); STSJ Cataluña (Sala de lo Social, Sección 1ª), núm. 1481/2011 de 24 febrero-.
No obstante, este mismo tema sí ha sido objeto de atención por parte de la Agencia de Protección de Datos (AEPD), junto con otros, en los que, por razones evidentes, no podemos detenernos aquí como son el control biométrico (véase, por todos, el Informe 0324/2009) y por geolocalización (véase, a nivel europeo, el Dictamen 13/2011 sobre los servicios de geolocalización en los dispositivos móviles inteligentes, adoptado el 16 de mayo de 2011 por el Grupo de trabajo sobre protección de datos establecido por el artículo 29). En cualquier caso, y retomando al tema que aquí interesa, esta cuestión ya fue objeto de atención en la Instrucción 1/2006, de 8 de noviembre, sobre el tratamiento de datos personales con fines de vigilancia a través de sistemas de cámaras o videocámaras, del mismo modo que ha constituido igualmente la materia de diversos Informes Jurídicos –como, por ejemplo, el 0323/2007 o el 0006/2009-, Guías y Resoluciones. Pues bien, intentando sistematizar el complejo contenido de todos estos documentos podríamos sintetizar esta “doctrina” señalando que la AEPD, partiendo siempre de las exigencias del principio de proporcionalidad antes mencionado, así como de otros específicos propios de la normativa de protección de datos como los de calidad, proporcionalidad y finalidad del tratamiento –que llevarían, por ejemplo, a reclamar que sólo se considerará admisible la instalación de cámaras o videocámaras cuando la finalidad de vigilancia no pueda obtenerse mediante otros medios que, sin exigir esfuerzos desproporcionados, resulten menos intrusivos para la intimidad de las personas y para su derecho a la protección de datos; al establecimiento de zonas vetadas como vestuarios, baños, taquillas o zonas de descanso; y a su utilización solo para los fines para los que han sido obtenidos y comunicados-, distingue claramente entre el consentimiento del trabajador para el tratamiento -que obviamente no sería necesario por mandato legal- del deber de información previo, ciertamente necesario; llegando incluso a señalar como dicha información debiera articularse a través de la representación sindical; mediante el cartel anunciador y el impreso establecidos por la Instrucción 1/2006 y, esto es lo más importante, mediante información personalizada. Esta sería, en definitiva, la razón por la que se han impuesto sanciones a aquellos empresarios cuya comunicación a los trabajadores señalaba al sistema como simple instrumento de seguridad y posteriormente se les imputaron infracciones cuya prueba se centraba en imágenes extraídas de tales cámaras (MUÑOZ RUIZ, 2012).
Pues bien, en este contexto, la primera Sentencia del Tribunal Constitucional que abordó esta cuestión fue clara y ciertamente garantista. De hecho, la STC 29/2013 de 11 de febrero de 2013, siguiendo la senda ya establecida por la AEPD, sostendrá que el “derecho de información opera también cuando existe habilitación legal para recabar los datos sin necesidad de consentimiento, pues es patente que una cosa es la necesidad o no de autorización del afectado y otra, diferente, el deber de informarle sobre su poseedor y el propósito del tratamiento”. Pero aún más importante es que, yendo un paso más allá, esta misma Sentencia delimitará expresamente el contenido y la forma de esta información al señalar que en estos casos no resultaría suficiente la existencia de distintivos anunciando la instalación de cámaras y captación de imágenes en el recinto…, ni que se hubiera notificado la creación del fichero a la Agencia Española de Protección de Datos. Resultaría por tanto precisa, además, la información –y obsérvese la sucesión acumulativa de calificativos- “previa y expresa, precisa, clara e inequívoca a los trabajadores de la finalidad de control de la actividad laboral a la que esa captación podía ser dirigida. Una información que debía concretar las características y el alcance del tratamiento de datos que iba a realizarse, esto es, en qué casos las grabaciones podían ser examinadas, durante cuánto tiempo y con qué propósitos, explicitando muy particularmente que podían utilizarse para la imposición de sanciones disciplinarias por incumplimientos del contrato de trabajo”.
Por ello, y sobre todo, por la ausencia de una clara justificación del, a nuestro juicio, evidente abandono de esta doctrina, resulta cuanto menos llamativo el drástico cambio regresivo para la protección de los trabajadores que supone la reciente STC 39/2016, de 3 de marzo de 2016. En esencia, y para esta resolución, ante un caso en el que existían ciertas sospechas de hurto por parte de un empleado –aunque es necesario destacar que la argumentación mayoritaria no distingue, como proponía el Ministerio Fiscal, este supuesto casuístico del más genérico o general contemplado en la STC 29/2013- no sería necesaria una información personal al trabajador afectado con las características antes mencionadas en la STC 29/2013, siendo básicamente suficiente la colocación del distintivo y el anuncio hecho al público sobre la existencia de cámaras de seguridad en el establecimiento. En definitiva, una desconexión cuanto menos singular entre información al empleado y la finalidad real del tratamiento que no deja de plantear dudas ante una sentencia que, nuevamente al amparo del principio de proporcionalidad, parece dirigida a reducir el amparo constitucional del asalariado frente a unos poderes de control empresariales progresivamente supravalorados.
3.3 El uso sindical de las TICs empresariales
Finalmente, no quisiéramos cerrar estas líneas, centradas en el análisis del impacto que las TIC han tenido sobre algunas instituciones típicas del Derecho Social, sin hacer al menos mención a la conocida controversia entre COMFIA y el BBVA a propósito del posible uso sindical de las plataformas de intranet empresariales y de los correos electrónicos corporativos de sus empleados,
En este punto baste recordar como la STC 281/2005 de 7 de noviembre estableció una doctrina en relación con el uso sindical de los medios tecnológicos de la empresa que, aunque ciertamente abierta, podría resumirse en las siguientes ideas. En primer lugar, las empresas no están obligadas a dotarse de esa infraestructura informática para uso sindical a diferencia del tradicional tablón sindical al que sí estarían obligadas en el marco establecido legalmente. Segundo, sobre el empresario sí pesaría el deber de mantener al sindicato en el goce pacífico de los instrumentos aptos para su acción sindical siempre que tales medios existiesen, su utilización no perjudicase la finalidad para la que fueron creados por la empresa y se respetasen ciertos límites; esto es, y básicamente, que la comunicación no debería perturbar ni la actividad normal de la empresa ni el uso empresarial específico al que estos instrumentos estaban destinado –STS (Sala de lo Social, Sección1ª) de 24 marzo 2015 (RJ 2015\1824)-, ni en tercer lugar, ocasionar gravámenes adicionales para el empleador, significativamente la asunción de mayores costes -STS (Sala de lo Social, Sección1ª) de 17 mayo 2012 (RJ 2012\8317)-. Más allá de estos límites, la negativa empresarial a este uso inocuo podría suponer una clara violación de la libertad sindical –por todas, STS (Sala de lo Social, Sección1ª) núm. 329/2016 de 26 abril (RJ 2016\1628)-.
Desde esta perspectiva, el reconocimiento en esta Sentencia constitucional de un cierto derecho a un uso inocuo y sindical de las medios tecnológicos de la empresa, unido al reconocimiento de ciertos límites a la facultad de autorregulación empresarial ha provocado una progresiva atención por estos temas en la negociación colectiva; una atención que ha dado lugar a un amplio abanico de regulaciones convencionales que irían desde la simple posibilidad de utilizar el correo electrónico para fines sindicales –unido en ocasiones a la atribución de materiales informáticos y conexiones a Internet junto al local— hasta un detenido reconocimiento de tablones sindicales o de “lugares sindicales” dentro de las intranet o de los portales del empleado de aquellas empresas que los disponen.
4 CAPITALISMO DISTRIBUIDO, ECONOMIA A DEMANDA Y GIG-ECONOMY: ALGUNAS NOTAS SOBRE SU CARACTERIZACION JURÍDICO LABORAL
Ya para concluir, quisiéramos cerrar estas breves reflexiones abordando, con algo más de detenimiento, algunos de los problemas jurídico-laborales suscitados por lo que se ha dado en llamar, no sin ciertas confusiones, economía colaborativa o compartida – collaborative, sharing economy– y/o bajo demanda –on demand-; unos términos estos que, junto con otros como el de “access economy” o “Peer-to-Peer (P2P) economy” también propuestos, hacen referencia al impacto cada vez más generalizado de plataformas informáticas que permiten poner en contacto de forma instantánea y casi universal a demandantes de bienes y/o servicios con un universo ciertamente amplio de posibles oferentes de los mismos. Estas plataformas parten a su vez de la existencia de un amplio número de bienes y servicios tradicionalmente infrautilizados por dificultades o fallos de información y/o conexión entre las partes, pero que ahora serían subsanables gracias a las oportunidades que ofrece internet y las nuevas tecnologías 3.0.
Como es bien sabido, estas herramientas informáticas permitieron, en un primer momento, y desde una nueva lógica colaborativa que primaba la eficiencia en el uso de los recursos, la puesta en contacto de personas con intereses comunes para compartir el uso de bienes como medios de transporte –carpooling– o simple alojamiento – couch surfing-. Pero ello, repetimos, como simple instrumento al servicio de un trueque o colaboración, sin que hubiera retribución o intercambio monetario entre las partes, más allá del reparto de costes. Obviamente, este tipo de “economía colaborativa” o de consumo colaborativo fue rápidamente valorado de forma muy positiva ya que permitía, por ejemplo, una utilización más eficiente de unos recursos que hoy se saben limitados, reduciendo nuestra huella ecológica.
El problema (CCOO, 2015) es que de forma igualmente rápida, el éxito de aquellas aplicaciones, como consecuencia de la expansión también ilimitada de Internet, condujo a su traslación al ámbito de los negocios. Empresas como Airbnb o similares permitían la puesta en contacto de propietarios o titulares de muy diversos tipos de bienes -en el caso antes mencionado, de viviendas o incluso de meras habitaciones- con demandantes de los mismos a lo largo de todo el mundo, actuando aparentemente como empresas de servicios informáticos, pero entrando en muchas ocasiones en competencia con sectores fuertemente estructurados y sometidos a control e imposición, a los que ponían en riesgo de ser excluidos del mercado. Este tipo de empresas podían y ciertamente pueden generar problemas en relación con diversos campos del Derecho, como el administrativo, el de la competencia o de los consumidores. Pero por el contrario, parecían ser ciertamente inocuas para el Derecho del Trabajo ya que, como decimos, el objeto de la colaboración o intercambio es básicamente el uso de un bien. De ahí que no les prestemos mayor atención en nuestro discurso.
En cambio, mucho más complejas son las cuestiones sociales que se suscitan inmediatamente cuando lo que se ofrece y se contrata a través de estas plataformas comienzan a ser servicios de contenido fundamentalmente personal. Nos referimos, por tanto, a lo que también se ha dado en llamar gig-economy; esto es aquel conjunto de empresas que utilizan determinadas aplicaciones en la red para intermediar, a través de llamamientos o convocatorias, entre demandantes de servicios, normalmente de escasa duración –de ahí la denominación- y un amplio universo de posibles oferentes en muchas ocaiones inscritos o acreditados previamente.
A pesar de sus notables diferencias, dentro de ella suelen incluirse no ya solo las actividades normalmente subsumidas en el término de crowdwork –en referencia a aquellas empresas que ofrecen e intermedian servicios articulados en el marco de plataformas on-line que permiten su desarrollo en cualquier parte del mundo como etiquetado de fotos, comprobaciones de corrección de sitios y textos, u otros similares, – sino también, y si se nos permite, sobre todo, de los normalmente conocidos como “work-on-demand via apps” o “crowdsorcing offline” en los que el desarrollo de actividades tradicionales como la limpieza o el transporte son canalizados por firmas y aplicaciones hacia un universo, en principio indeterminado pero necesariamente amplio de posibles oferentes, que pueden aceptarlo o no, y que no tienen tampoco carga de trabajo garantizada, si bien en muchos casos la empresa/aplicación intervendría para seleccionar tales oferentes y ofrecer un mínimo de “excelencia”, excluyendo por ejemplo de la aplicación a aquellos que no superen el control de calidad que ahora desarrolla el usuario final mediante su valoración (DE STEFANO, 2016) (TODOLI SIGNES, 2015). Ejemplos de este variopinto tipo de “plataformas” serían, por mencionar solo algunas, Uberpop en el campo del transporte de pasajeros; Myfixpert en el de las reparaciones; Sandeman en los servicios de guías turísticos; FlyCleaners en los lavandería, EatWith en restauración o Helpling en la ayuda doméstica (TODOLI SIGNES, 2015).
El análisis de esta cuestión presenta, obviamente, una doble dificultad. La primera, evidente a estas alturas de nuestra exposición, se centra en la incapacidad del ordenamiento laboral español –aunque en este caso, hay que reconocerlo, se trata de un mal generalizado a nivel comparado- para abordar y regular específicamente -al menos por el momento- esta compleja y nueva realidad. Ello obliga a utilizar, especialmente en el ámbito social, conceptos y esquemas tradicionales, propios de otro tipo de empresas y modelos sociales y productivos que, obviamente, no siempre parecen especialmente adaptados y ajustables a estas nuevas formas de actividad. Y todo ello sin olvidar, además, una segunda dificultad: la enorme diversidad y heterogenidad, no ya solo de los propios oferentes de servicios que acuden al mismo (DAGNINO, 2015), sino también de los servicios contratados y de las reglas que articulan la relación entre la plataforma y el oferente del servicio que, además, no siempre aparecen como jurídicamente vinculantes al recogerse, en muchas ocasiones, en los conocidos “Manuales” en los que se delimitan lo que se “espera” –tanto por el cliente, como sobre todo por la plataforma- del mismo.
Ahora bien, esta diversidad no debe ser óbice para que al menos intentemos realizar una cierta clasificación que permita enmarcar y clarificar aun parcialmente la cuestión, eso sí, desde las premisas antes señaladas.
En este sentido es conveniente señalar cómo cuando estas plataformas o aplicaciones se limitan realmente a permitir el contacto de clientes con un auténtico universo de autónomos –human cloud– que, con sus propios medios materiales y con plena y absoluta autonomía organizativa, desarrollan estos servicios, nada cabría objetar, al menos desde la perspectiva jurídico-social española. La ausencia, seguramente real, de las notas de laboralidad en estas relaciones, normalmente de muy escasa duración, desarrolladas con sus propios medios y con absoluta autonomía –piénsese en una traducción o la revisión de documentos, la reparación de una bicicleta, la impartición de clases particulares de algún idioma, la celebración de eventos gastronómicos o la elaboración de una web para un proyecto de investigación, por mencionar solo algunos ejemplos-, impediría, por ejemplo, cualquier intento de asimilación con las agencias de empleo y, por tanto, cualquier intento de aplicar su actual régimen regulatorio. Más allá de plantear si no sería incluso conveniente que los servicios públicos de empleo españoles empezaran igualmente a ofertar como simples intermediarios estas posibilidades de empleo realmente autónomo -que en muchas ocasiones vienen a permitir un cierto complemento retributivo a trabajadores inmersos también en la economía y en relaciones más “formales”-, solo cabría aquí reiterar cuestiones ya tradicionales –pero prototípicas de este tipo de prestaciones- como, por mencionar algunas: las dificultades generadas en el ámbito de la protección social por la imposibilidad de inscripción en el RETA de trabajadores autónomos a tiempo parcial; las dudas sobre la propia delimitación del campo de aplicación de dicho Régimen en relación con trabajos que comienzan como esporádicos, pero que pueden alcanzar una cierta cuantía, cercana en ocasiones al Salario Mínimo Interprofesional; o, por mencionar una tercera cuestión, la aplicación del principio de territorialidad en prestaciones que en muchas ocasiones se deslocalizan geográficamente fuera del territorio nacional. Pero, como decimos, esta realidad no es, sin duda, la que mayores problemas plantea en el ámbito del Derecho Social.
De hecho, los auténticos –aunque no los únicos- problemas comienzan cuando estas empresas empiezan a ofrecer a sus posibles clientes unos servicios esencialmente personales y normalmente especializados, en muchas ocasiones con unas determinadas características propias o distintivas de la marca (TODOLI SIGNES, 2015), y utilizando para ello, al menos formalmente –y así se insiste en las cláusulas de sus acuerdos (DE STEFANO, 2016)-, a teóricos autónomos que pueden aceptar o no las ofertas lanzadas en convocatoria y que, además, deciden autónomamente el tiempo que ponen a disposición de la misma.
La aparición de este tipo de aplicaciones permite ciertamente, y como ya hemos señalado, ampliar las oportunidades de trabajo para muchos colectivos, dotándoles de una cierta libertad horaria y de elección de la cantidad de trabajo, sobre todo cuando, como ocurre en no pocos casos, esta actividad se compagina con otro trabajo en la economía tradicional. Pero a cambio, y esto es lo importante, descargan a estas empresas de costes tradicionales, materiales y procedimentales, tanto fiscales como de Seguridad Social, al mismo tiempo que le otorgan un nivel de flexibilidad –así como de mercantilización o commodification– en el uso del factor trabajo ciertamente desconocido, al menos en los países en los que no conocíamos el contrato cero horas -en el que, como es bien sabido, el empleador solo paga por los servicios solicitados, sin que exista obligación de mantener jornada ordinaria y, por tanto, retribución garantizada alguna-. En este sentido baste señalar como en este esquema el despido por razones económicas podría incluso dejar de tener sentido ya que la caída de la demanda no requeriría ninguna actuación empresarial al ajustarse con la oferta automáticamente, sin que, además, estos trabajadores, formalmente autónomos, tengan obviamente protección por desempleo.
Desde esta perspectiva resulta comprensible que algunos hayan identificado a esta gig-economy como un ejemplo más de un movimiento mucho más amplio de precarización, atipicidad y “casualization” del trabajo (DE STEFANO, 2016). Sobre todo si a todo lo anterior sumamos las limitaciones que para la acción colectiva supondría no ya solo esta calificación como autónomos –recuérdese que en nuestro país solo podrían sindicarse, pero no constituir sindicatos propios para la defensa específica de sus intereses ex art. 3.1 LOLS- sino también su propio distanciamiento o incluso desconocimiento de otros trabajadores y la posible competencia entre los mismos para acceder a más demandantes de estos mismos servicios. En definitiva, por estas y otras razones parece evidente que suele ser este tipo de work-on-demand via apps el que mayores dudas y conflictos plantea, a pesar de que en España, como en otros países, el desarrollo de algunas de sus aplicaciones más conocidas esté por el momento detenido a la espera de resolver cuestiones previas sobre su propia calificación y, por tanto, la existencia o no de una competencia desleal con otros prestadores de servicios.
Sea como fuere, y dejando por tanto a un lado los múltiples problemas que suscita el crowdwork on-line y que lo acercan, al menos a nuestro juicio, a los tradicionales del teletrabajo –posibles excesos de jornada, hipotético trabajo de menores (piénsese en el gold-farming), con la adición, eso sí, de algunos nuevos, propios de ciertas dinámicas como la subasta a la baja de precios-, nos limitaremos aquí a analizar –sobre todo por limitaciones de espacio-, el caso más conocido y paradigmático: el constituido por Uberpop (para un análisis más amplio de esta cuestión en relación con otras apps, vése DE STEFANO, 2016, p. 14 y ss.)
Como de todos es sabido (TODOLI SIGNES, 2015), Uber es propietaria, entre otras, de una plataforma ofrecida gratuitamente que permite solicitar un viaje al conductor más cercano inscrito previamente en esta plataforma y propietario del vehículo utilizado para el transporte. Estos conductores deben a su vez haber solicitado su incorporación a la plataforma y superar un proceso que abarca tanto aspectos administrativos –licencia y seguro-, como relacionados con el vehículo, aunque también –al menos según algunos autores- podría extenderse a conocimientos geográficos e incluso a una entrevista personal con un empleado “interno” de Uber. Por su parte, el conductor puede elegir cuándo presta o no servicios y qué servicios acepta, aunque una vez aceptados debe realizarlos. Sin embargo, es importante resaltar cómo la empresa “espera” que los conductores inscritos acepten todos los viajes que se les “oferten”, ya que así aparece reflejado en el Manual del conductor de Uber. Y de hecho, la empresa puede llegar incluso a excluirlos o “desactivarlos” de la plataforma si se rechazan muchos de estos “encargos”, del mismo modo que el conductor también podría ser excluido si no estuviese “disponible” durante un periodo prolongado de tiempo. Además, es importante resaltar que si bien como meras sugerencias, el mencionado “Manual” “invita” al conductor a vestir de forma profesional, a que abra la puerta de su cliente, a que se tenga un paraguas disponible o a que no tengan encendida la radio o, todo lo más, a que se sintonice música suave de Jazz. Por su parte, el coste del viaje viene marcado por Uber que obtiene entre un 10 y un 20% de cada transacción, si bien el conductor debe pagar los gastos ocasionados y los posibles riesgos de un accidente. Finalmente, Uber no controla directamente la prestación de sus servicios, pero sí permite valoraciones por parte de sus clientes lo que, como ya hemos dicho, no solo abre la posibilidad de discriminaciones encubiertas de ciertos oferentes, sino que, en esencia, convierte las aparentes sugerencias del Manual en verdaderas reglas en la medida en la que el incumplimiento de las mismas puede conducir a valoraciones negativas por parte de los clientes que excluyan material o incluso formalmente a dicho oferente de la actividad y de la propia aplicación.
Pues bien, sin entrar aquí en las conocidas decisiones de la Labor Commissioner of the State of California –Berwick v. Uber Technologies, Inc., 3 June 2015– y del United States District Court, Northern District of California –Cotter et al. v. Lyft Inc., Order Denying Cross-Motion for Summary Judgement, 11 March 2015; O’Connor et al. v. Uber Technologies, Inc., et al., Order Denying Cross-Motion for Summary Judgement, 11 March 2015– nos limitaremos a señalar cómo, al menos a nuestro juicio, y en este caso concreto, ni la teórica aportación de medios materiales y de los gastos ligados al mismo, ni la libertad del “oferente” para ponerse a disposición y para aceptar o no las propuestas de transporte recibidas vía aplicación permitirían excluir la existencia de una dependencia, aun ciertamente dulcificada y “digital” (SIERRA BENÍTEZ, El tránsito de la dependencia industrial a la dependencia digital: ¿qué Derecho del Trabajo dependiente debemos construir para el siglo XXI?, 2015) en este tipo de casos.
Lo primero ya que, como avanzamos anteriormente y se ha señalado de forma muy oportuna, en estos casos no es necesaria la obtención de una autorización administrativa -que conduciría inevitablemente a la exclusión del ámbito laboral por mandato del art. 1.3 ET-, del mismo modo que los materiales aportados por el trabajador no son realmente significativos, importantes o fundamentales. En este tipo de empresas “los verdaderos medios de producción son los tecnológicos”; es la inversión en tecnología -que crea la plataforma virtual- la parte realmente costosa y fundamental, sobre todo si la comparamos con los instrumentos aportados por los conductores que a estos efectos resultan insignificantes en la dinámica, en la gestión y en el control organizativo de la actividad (TODOLI SIGNES, 2015). Como ya hemos señalado, en este tipo de empresas en la nube, propias de la Tercera Revolución Industrial, los elementos organizativos básicos han dejado de ser los concretos medios físicos de producción, que se han generalizado y universalizado, perdiendo por tanto su rasgo de clásica barrera de entrada al sector. En realidad, el elemento clave ahora son las aplicaciones o webs que permiten este tipo de negocios globales, asentados sobre economías de escala pero que, desde luego, y al menos para quien esto escribe, distan mucho de ser una simple empresa de servicios tecnológicos para convertirse en una auténtica prestadora de servicios –poder de organización- en este caso de transportes.
Y por lo que se refiere a lo segundo, porque más allá de que se trata de un elemento en ocasiones más formal que real –ya hemos visto cómo la inactividad prolongada o la falta de aceptación reiterada de encargos permite la desactivación del conductor-, lo cierto es que el mismo no impide la presencia de un auténtico poder de dirección y de control, articulado bajo nuevos mecanismos, pero realmente tan intenso y tan real que permite sin duda considerar que en este caso es el conductor el que se inserta en el ámbito de organización y dirección de una empresa, Uber, cuyas “recomendaciones” son en realidad especificaciones sobre cómo realizar la prestación. No otra cosa cabe sostener en relación con el “Manual” del conductor, cuyas aparentes recomendaciones sobre vestimenta, creación de ambiente o incluso forma de atención al cliente, se convierten en la práctica en auténticas instrucciones a través de la cual se heterodetermina y uniformiza la prestación. Y algo similar, obviamente, cabría sostener en relación con el poder de control: el desplazamiento formal del mismo a los clientes o usuarios ciertamente permite un ahorro y una simplificación en la gestión características de este tipo de empresas. Pero desde luego lo que no impide es su presencia, aún mediata, y su utilización con posibles consecuencias –poder disciplinario- sobre la dinámica e incluso subsistencia –“desactivación”- de una relación compleja que, por tanto, aún con nuevos ropajes, y ante el silencio tradicional del legislador, puede considerarse –si llega a superar las trabas administrativas que en el momento de redactar estas líneas limitan su desarrollo- una relación laboral.
Ahora bien, una vez señalado esto –y coincidimos, por tanto, con la conclusión ya avanzada por la Inspección de Trabajo en Cataluña y conocida, por ahora, a través de la prensa-, cuestión distinta y mucho más compleja es señalar si la actual regulación laboral general sería la adecuada –con todo lo que ello plantea de posibles choques con elementos centrales en el modelo de negocio propuesto- o, si como en alguna ocasión se ha planteado, no sería más razonable considerarla o subsumirla como un tipo de relación laboral especial, permitiendo así conservar, aún matizadas, la “esencia” y las principales “novedades” de este tipo de actividad.
Como decimos, analizar detenidamente esta cuestión desbordaría los límites de extensión de este trabajo. De ahí que me limite a apuntar mi temor a que, bajo el pretexto de “salvar” este peculiar “modelo negocio”, algunas propuestas puedan profundizar en el conocido proceso de precarización o de “casualización” del trabajo humano, admitiendo para el mismo –pero con una evidente capacidad expansiva- fórmulas de mercantilización y desprotección del empleado hasta ahora inadmisibles en nuestro ordenamiento. A mi juicio, debemos evitar que los procesos de apertura de mercados se conviertan nuevamente en instrumentos de desregulación y de dumping social y económico, (CCOO, 2015), acentuando así la progresiva reducción en la protección jurídica del asalariado. Pero el desarrollo de estas ideas personales queda pendiente para un posterior trabajo de este mismo Proyecto de Investigación, ahora apenas iniciado.
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