En 1792, Claudio Macé de la Gravelais, gobernador político-militar de El Puerto de Santa María, elevó un informe al gobierno de Carlos IV en el que expuso una completa crítica sobre el estado de la economía andaluza. En dicho informe resulta claramente visible la sintonía de su autor con los postulados de la Ilustración y, muy especialmente, con los principios de Campomanes sobre la industria popular y las ideas agraristas de Olavide y Jovellanos.

Cuando Macé escribió su informe contaba con una larga experiencia de gobierno. Junto a ella, su vinculación al movimiento ilustrado de las Sociedades Económicas de Amigos del País le habría permitido formar una idea crítica bastante completa acerca de la realidad económica y social de su entorno. Macé no desperdició la oportunidad de exponer esta personal visión en su informe. Su análisis de la economía andaluza (en realidad, del reino de Sevilla) parte de la constatación, que con el tiempo se convertiría en tópica, del agudo contraste entre la apariencia y la realidad, entre las potencialidades de una región favorablemente dotada por la naturaleza y la comprobación de una extendida pobreza:

La Provincia o Reino de Andalucía, o sea de Sevilla, pasa generalmente por el segundo, si no el primer, granero de España. Se supone en sus fábricas lo industrioso, nadie le disputa la superioridad en el comercio, su navegación es la de más nombre de la Península: tanto deslumbran sus grandes labores, la pompa de sus fábricas, la opulencia de sus comerciantes y el ruido de sus expediciones marítimas. Sus populosas y bellas ciudades, sus ricos mayorazgos, la cultura de sus habitantes, la brillantez y lujo con que se presentan a la faz de las otras provincias afirman en el concepto aun a muchos de los que buscan la sustancia de las cosas.

Sin embargo, la realidad queda para Macé muy lejos de esta halagüeña y distorsionada imagen:

Por desgracia, no es tan feliz Sevilla como parece, y sus buenas disposiciones naturales para serlo en alto grado se mantienen en semilla que ni ha caído a la tierra, ni aunque caiga podrá regenerarse sin desceparla primero de un entretejido de muchas, muy malas y viejas raíces…

Sevilla no tiene pan que comer, ni ropa que vestir. Su comercio y navegación, lejos de aprovecharla como debieran, la dañan por lo improporcionado de su agricultura y poca industria.

El análisis que lleva a cabo Macé de las causas de esta situación de atraso económico es complejo. En primer lugar, apunta al desaprovechamiento del potencial agrícola de la región. Según una complicada estimación realizada por el autor del informe, muy en la línea del voluntarioso, aunque ingenuo calculismo ilustrado, sólo el 27% de las tierras útiles para la agricultura existentes en el Reino de Sevilla estaban sometidas a explotación agrícola, y, además, se laboreaban por medio de deficientes sistemas de cultivo. Ello lo convertía en un país dependiente para la subsistencia de sus habitantes de voluminosas importaciones de cereal foráneo, que representaban una importante sangría económica. Macé calculaba en unos tres millones de fanegas de trigo las producidas en 1782, un año agrícola bueno, en el Reino de Sevilla. Sin embargo, la cantidad necesaria para alimentar a una población de 754.000 almas ascendía a un millón de fanegas más, por lo que la producción era netamente deficitaria. Entre 1772 y 1783, el déficit por las compras de cereal en otras provincias españolas y en el extranjero -insuficientes en todo caso para cubrir la demanda- habría alcanzado un valor de 56 millones de pesos, “en sólo pan, además de haber padecido hambre”.

Al escaso aprovechamiento del potencial agrícola de la región se unía el deficiente método de cultivo de la tierra. El barbecho dominaba en gran medida el paisaje agrario andaluz. Macé estimaba que este sistema provocaba un auténtico manantial de miseria que el gobierno debía remediar aplicando las medidas necesarias.

Cierto era que la región registraba una producción excedentaria de aceite y de vino. Ésta representaba la cara más halagüeña de la agricultura andaluza. Macé calculaba que la producción anual de aceite del reino de Sevilla ascendía a 1,5 millones de arrobas, de las cuales consumía 900 mil y exportaba el resto. Por su parte, la producción de vino, además de abastecer la demanda interna, permitía embarcar 60 mil arrobas para las Indias y exportar 220 mil arrobas a países extranjeros, entre los que Inglaterra compraba la mayor parte. También se exportaban al extranjero cuatro mil cajas anuales de limones y naranjas producidos en las huertas y arboledas frutales de la provincia.

El estado de la ganadería no era tampoco floreciente. Macé señalaba en su informe que el ganado lanar era de mediocre calidad, y todo riberiego y churro, por lo que su lana apenas se exportaba y sólo servía como materia prima para las fábricas locales de paños, estameñas y jergas. El ganado cabrío y de cerda lo consideraba escaso e insuficiente. De modo, que el único ramo de ganadería destacado era la cría caballar, con más de 48 mil cabezas, que permitía la venta al rey y a otras provincias de unos cuatro mil caballos al año. En cambio, era necesario importar mulas y machos para las faenas agrícolas. Asimismo, era necesario traer carnes frescas de África y saladas de Inglaterra, Francia y otras provincias de España para abastecer un mercado descompensado.

La balanza de pagos del sector agrario era claramente deficitaria en Andalucía occidental. El valor de las exportaciones de aceite, vino, aguardiente, agrios y caballos era ampliamente superado por el de las importaciones de trigo y otros productos alimenticios básicos de los que era deficitaria la región. Macé calculaba el balance desfavorable en 37,2 millones de reales anuales.

Enormes extensiones de tierras fértiles que permanecían incultas y baldías, deficientes métodos de cultivo, agricultura deficitaria. A esos problemas estructurales se unía otro fundamental, al que Macé, sin embargo, no alude sino muy indirectamente. Se trataba de la concentración de la tierra en pocas manos, en una clase de grandes propietarios sin preocupación por el bienestar colectivo, sólo atentos a su particular provecho:

¿Son otra cosa que un puñado de hacendados que hacen granjería de sus grandes labores sufriendo indispensablemente unos desperdicios hacia sí y hacia el Estado que, tratados de intento, pasmarían? ¿Cómo han de pensar estos hombres en aquellos aprovechamientos tan recomendables que forman la subsistencia y aumento de los otros, continuamente atentos a cuidar personalmente de lo suyo?

El resultado de los déficits estructurales del campo andaluz era el problema jornalero. Macé, con datos del censo de 1787, cifraba el número de jornaleros de la provincia o reino de Sevilla en 119.534, que, unidos a sus familias, elevarían la población dependiente de los jornales del campo a unas 400 mil personas, más de la mitad de la población total de la provincia. La miseria de las condiciones de vida de esta población campesina asalariada es vívidamente puesta de manifiesto por Macé. Según su informe, los jornaleros

casi todo el año comen sólo pan, aceite, vinagre, ajos, pimientos y sal, cuyo manjar, si es frío, llaman gazpacho, y si caliente, ajo, que son las únicas diferencias de su mísero alimento. Tal vez en algunas faenas de poca duración comen oveja, y muy pocos tocino, y los días festivos un potaje de judías de Holanda que es la señal de estar en casa la cabeza de ella. El bacalao es ya un regalo para ellos cuando le prueban.

Macé denuncia que el carácter temporal del trabajo jornalero arrastraba a millares de temporeros a la mendicidad cuando no encontraban en qué trabajar. Su visión ilustrada le hacía temer que de mendigos degeneraran en holgazanes, contrabandistas o ladrones, incrementando el problema social del campo andaluz. La solución, a su modo de ver, era clara: distribuir la tierra inculta y repartir mejor la que se labraba. En definitiva, poner en práctica una reforma agraria que apuntara a corregir los desequilibrios estructurales de la propiedad agraria, repartiendo tierra a los que carecían de ella.

Crítico con la realidad agraria de Andalucía, Macé también lo es con el estado de su industria. En pasajes de su informe que muestran la clara influencia del pensamiento de Campomanes sobre la industria popular, Macé parte de la distinción entre industria útil e industria nociva. Para él, la industria útil es aquélla “que tiene por objeto cubrir las necesidades y alivios honestos de la vida”. La nociva, por el contrario, es la que incita al lujo y pervierte las costumbres. Útil será, como defendía Campomanes, la industria en la que se ocupen los campesinos, aprovechando las posibilidades derivadas de su actividad y el potencial de las materias primas propias, como el lino, la lana, el cuero o la seda criada en el país. Para Macé, el labrador que así procede es “un enemigo del extranjero, un poblador benéfico de la tierra que se multiplica fácilmente, y con su contribución sirve de antemural al Estado de que es vasallo”. La supresión de los ruinosos millones y alcabalas proporcionaría en un contexto de ese tenor, la oportunidad de establecer fábricas nacionales que abastecerían al país e incluso podrían exportar sus excedentes, con beneficio del comercio nacional.

Sin embargo, la realidad era muy otra. Macé denunciaba una tendencia al lujo y un gusto por lo extranjero que dañaban gravemente a la industria nacional y desequilibraba aún más una balanza de pagos ya deficitaria a causa de la insuficiencia de la agricultura para abastecer la demanda de la población. El consumo de productos de la industria nacional entre la población andaluza se limitaba a los paños de Grazalema y Ubrique, utilizados por los sectores sociales más humildes, a los paños de la Real Fábrica de San Fernando, al lienzo gallego y a alguna seda valenciana. Por el contrario, predominaba el capricho por los productos extranjeros y la vana emulación, que alcanzaba no sólo a los pudientes, sino a todos los estratos sociales. Una realidad visible, sobre todo, en las ciudades más vinculadas al mundo marítimo y mercantil, como Cádiz, la Isla, Puerto Real, El Puerto, Sanlúcar y Sevilla, con una población conjunta de entre 220 mil y 230 mil habitantes, y donde “no puede menos de hallarse lo ridículo junto a lo lastimoso”. En estos expresivos términos se lamentaba Macé:

Aquí se ve un mayorazgo rodando un coche inglés, francés o alemán como para avergonzar a nuestro gusto nacional (…); allá un comerciante dándonos en su mesa la idea del primor y la delicadeza; en la calle un zapatero con un ajuar sobre sí que quizás no haya costeado con tres o cuatro mil reales y será su único caudal; en la otra acera una mujer, que tendrá para comer lo que deba su marido, gastar para trapillo una mantilla de bayeta (…); y, sirviendo en los ministerios más humildes de una casa, a una mozuela que, sin tener camisa, sólo se sujeta y afana por una mantilla y basquiña de seda, pañuelo de gasa y zapato a la moda. ¡Qué horror! ¿Habrá verdadero patriota que pueda ver esto sin congoja?.

Consciente de los males derivados de esta realidad, el gobierno había realizado esfuerzos por ocupar a los pobres y por impedir la compra de manufacturas extranjeras, protegiendo algunas fábricas en la provincia de Sevilla, pero Macé consideraba que tales intentos habían sido a la postre improductivos, pues se habían dirigido a promover la fabricación de productos vanos que no servían sino para despertar aún más la fantasía y el gusto por lo foráneo, además de que en gran medida se trataba de una industria que precisaba a su vez de materias primas extranjeras:

¿Qué sustancia es la que saca el Estado de que, verbi gratia, en Sevilla se entretengan tres o cuatrocientas o más mujeres en hacer la redecilla, la borla, el cordón, la cadenilla de reloj (…) si todo esto se compone ordinariamente de la cinta, el gusanillo, la lentejuela extranjera, y venimos a parar en que por tres reales, poco más o menos, que gana cada una de esas mujeres (…) hacen gastar a menudo cuatro, seis, doce y más pesos en un despreciable montón de cintajos y relumbrones, en que se aniquilan las familias y halla una mina el extranjero?.

La solución, según Macé, radicaba en promover la industria popular, en llenar el país de telares rurales ejercitados con materias primas del propio suelo. También en alentar y sostener determinados tipos de fábricas que, aunque utilizaban materias primas extranjeras, no se dedicaban a producir géneros de lujo y proporcionaban mucha ocupación en los lugares en los que estaban establecidas, como sucedía con los tejidos de lienzos y seda. Para Macé, un buen ejemplo de ello lo constituía el tejido industrial de El Puerto de Santa María, la ciudad en la que ejercía su gobernación, donde funcionaban diversas fábricas de tejidos de seda y de lienzos pintados que ocupaban a centenares de obreros y donde, además, existían diversas fábricas de curtidos necesitadas de particular protección porque empleaban como materia prima importantes cantidades de pieles traídas de las colonias americanas. Macé disponía así de todo un campo de experiencia directa para su laboratorio de ideas sobre la industria y el fomento industrial, que se nutrió no sólo de la obra de Campomanes y del ideario ilustrado de las Sociedades Económicas, a las que estuvo personalmente vinculado, sino también de la realidad viva del entorno en que vivió y gobernó.

De esta forma, pudo comprobar que el fomento de la industria precisaba también de la adopción de medidas fiscales que la favorecieran y de un régimen aduanero distinto del general. Exponía así las dificultades que se derivaban del gravamen del trece o más por ciento de alcabalas sobre los lienzos, y similares conclusiones extraía para otras materias primas como la seda, el hilo o las pieles de castor utilizadas para la elaboración de sombreros. La rebaja de impuestos aparecía así como el mecanismo que permitiría un mayor adelanto de los establecimientos industriales existentes. A ello debía unirse una política tendente a que las nuevas fábricas se estableciesen en lugares donde la mano de obra fuese barata y en los que el potencial agrícola fuese limitado en relación con las posibilidades industriales y comerciales.

Imbuido de ideas mercantilistas y proteccionistas, Macé pensaba que el principal mal de la economía andaluza estaba en el desequilibrio de la balanza comercial, provocado por la situación deficitaria de la agricultura y la industria. Un déficit que sólo se veía reequilibrado en parte gracias a la plata de América y a los productos coloniales, y que no era ajeno a la quiebra de muchos comerciantes y casas de comercio.

Dos eran, según Macé, las razones para que el comercio andaluz fuese poco provechoso para la economía nacional: su control por parte de extranjeros y la primacía de los intereses hacendísticos del Estado en la política comercial. El comercio orientado al mercado interno de la provincia estaba dominado por mercaderes extranjeros. El de Indias, aunque ejercido por españoles, quedaba en pura apariencia, “pues del que sonaba y suena que hace, apenas la quedaba en otro tiempo una octava parte del beneficio, y en el día, si no perjudica, no produce”.

En cuanto a los impuestos que gravaban el tráfico mercantil, Macé comienza advirtiendo del valor económico del comercio y avisando sobre lo desacertado de ver en él principalmente una fuente de ingresos hacendísticos:

El comercio en general es oro, y la piedra en que se tocan los quilates de su valor es la agricultura y la industria del país, no las rentas generales del Soberano, según se cree: así puede dañar como aprovechar el aumento de ellas al Estado y al mismo Erario.

Favorecer la importación para gravarla con impuestos era lucrativo para la Hacienda, pero pernicioso para la economía del país. En el reino de Sevilla la importación de productos extranjeros predominaba sobre la exportación de productos nacionales. El crecimiento de los valores recaudados en las aduanas era paralelo al estancamiento económico visible desde mediados de siglo, ya que obedecía al aumento de los derechos y a la introducción de frutos y géneros extranjeros. Macé defendía una bajada de los derechos de los comestibles y de la lencería basta del país en los reinos de Sevilla, Córdoba y Jaén, así como por sobrecargar de impuestos la lencería fina, los paños y las sedas extranjeras. Recetas fiscales, por tanto, en la más pura línea del intervencionismo proteccionista propio del mercantilismo. Asimismo, abogaba por refrenar el lujo restaurando las viejas pragmáticas que lo limitaban, aunque adaptándolas a los nuevos tiempos. Era partidario también de suprimir las alcabalas y cientos y de reformar el impuesto de millones.

La disminución de la recaudación resultante no debía preocupar al Erario, porque suponía una inversión productiva a largo plazo. Una economía menos gravada de impuestos estaba en mejores condiciones de progresar y, por tanto, de generar mayor riqueza, requisito imprescindible para la prosperidad del Estado al incrementar la base imponible. La solución no estaba, por tanto, en recargar de impuestos a los súbditos para recaudar más a corto plazo, lo que suponía una política fiscal corta de miras, sino en sembrar de cara al futuro:

…aun cuando los derechos no igualasen a los de ahora, ¿qué mal podría seguirse al Erario de que por ciento o doscientos mil pesos que dejase de tomar embolsase dos millones la Provincia? ¿Dejaría de ser ésta una siembra cuya feliz cosecha llegaría con el tiempo? ¿No vendría por ese medio, como uno de los que se deban adoptar, el de que se hallasen en estado de pagar cuátriple aquella gracia? ¿Hay quien dude que el vasallo menos fatigado es el que puede ser más contribuyente?

Por otra parte, la verdadera fuente de riqueza comercial de Andalucía, para Macé, no radicaba sino en el comercio con América, que resultaba sin embargo improductivo para la región por la falta de método y por el desarreglo que presentaba. La clave estaba en abastecer al mercado americano con frutos y efectos nacionales, reteniendo así los beneficios del comercio colonial, que en su mayor parte iban a parar a manos extranjeras.

En la línea de las ideas y de los programas ilustrados, Macé concede también una gran importancia a la navegación. Ésta no es otra cosa para él que “un mixto de industria y de comercio” en que las potencias marítimas están muy interesadas no sólo por los beneficios económicos que de ella derivan sino también por la gente de mar que movilizaba, que resultaba necesaria para la defensa de las costas de las metrópolis y de los establecimientos coloniales.

Macé distingue en la industria marítima dos aspectos fundamentales: la construcción naval y la pesca. En el primero de ellos constataba progresos evidentes, derivados principalmente de los programas de fomento de la marina real, que habían promovido la existencia de una numerosa maestranza. El comercio libre había estimulado también la construcción de barcos, aunque Macé pensaba que éste era el único beneficio que había inducido, puesto que en lo demás había provocado muchos males. Deja ver así de nuevo su pensamiento mercantilista frente al librecambismo que se iba abriendo paso decididamente en su época.

Por lo que respecta a la pesca, Macé transmite también una visión crítica y negativa. “El arte de pescar casi se ha olvidado”, afirma con desoladora contundencia. La causa de la decadencia de la actividad pesquera en el litoral andaluz la situaba en la introducción del sistema de arrastre, practicado por parejas de bous explotadas por compañías de pescadores valencianos. Este sistema había arruinado la pesca tradicional del país, otrora floreciente, provocando además como consecuencia negativa la disminución del contingente de hombres de mar que se podían emplear en el comercio marítimo y en las armadas de guerra.

Claudio Macé no desperdició la oportunidad que le brindó la redacción de su informe para denunciar otros males del país, además de los económicos. De nuevo aparece aquí reflejada su genuina visión ilustrada. La falta de educación civil y cristiana figura en primer lugar de este característico catálogo crítico. Las corridas de toros, como no podía ser menos, iban inmediatamente detrás, respondiendo al antitaurinismo presente en buena parte de los ilustrados españoles. En tercer lugar, Macé apuntaba contra un pernicioso prejuicio social. Consistía en el gran número de hijos de nobles y de comerciantes que se apartaban de la agricultura y la industria para dedicarse a la milicia, a las profesiones universitarias y a la carrera eclesiástica, como resultado del desprecio aristocrático del trabajo manual. Un país que se debatía entre los extremos del hambre y del lujo daba sus espaldas a las actividades productivas sobre las que podría fundar su prosperidad:

Los campos en lo general están vírgenes, las manos paradas y las cabezas ocupadas en lo peor o llenas de niñerías. Hambre y lujo nos consumen, éste a la cuarta parte y aquélla al resto de los habitantes de la Provincia.

Las soluciones que aporta Macé a los problemas económicos y sociales del país representan un auténtico recetario ilustrado:

Vigílese sobre la educación política cristiana; procúrese con el mayor vigor su extensión y esmero; rómpanse las tierras incultas; repártanse ellas y las ya rotas con discreción; aprovéchense las ventajas de este bello ciclo y suelo para regadíos, nuevas cosechas, aumento de las que hay y formación no de más pueblos grandes, sino de apreciables lugares o feligresías; protéjase con afán y aun con dinero la industria útil; desdéñese la fantástica; arréglense las rentas y el comercio, y persígase la vanidad y el lujo, todo con aquellas ordenanzas, pragmáticas y providencias eficacísimas que semejantes atenciones exigen y pueden darse sin tropiezo ni dificultad, aunque a los ojos parece todo una cordillera de montañas.

Educación cristiana, reforma agraria ilustrada, modificación de la estructura de la población y la propiedad, fomento de la industria útil, reestructuración del comercio y del sistema fiscal, austeridad y proscripción del lujo, y todo ello desde la acción reformadora del Estado. He aquí la fórmula que proponía Macé, a la que habría que unir un intento de especialización local de la economía regional: Cádiz en el comercio colonial; Sevilla y El Puerto en el comercio regional; Sanlúcar en la producción y comercialización de vinos y aguardientes; Jerez en la agricultura y la industria popular; Málaga, por su situación, en la actividad mercantil.

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


Bibliografía

HERR, Richard, España y la revolución del siglo XVIII, Madrid, Aguilar, 1988.

IGLESIAS RODRÍGUEZ, Juan José, “En los orígenes del subdesarrollo económico andaluz: la visión ilustrada de Claudio Macé de la Gravelais”, en JIMÉNEZ ESTRELLA, Antonio, LOZANO NAVARRO, Julián J., SÁNCHEZ-MONTES, Francisco y BIRRIEL SALCEDO, Margarita (eds.), Construyendo historia. Estudios en torno a Juan Luis Castellano, Granada, Universidad de Granada, 2013, pp. 359-368.

MERCHÁN ÁLVAREZ, Antonio, La reforma agraria en Andalucía: el primer proyecto legislativo (Pablo de Olavide, Sevilla, 1768), Sevilla, Universidad de Sevilla, 1997.

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