En 1778, se produjo un importante cambio en la organización del comercio colonial español con América. Los decretos de libre comercio acabaron con el sistema de puerto único vigente desde principios del siglo XVI, que habían capitalizado sucesivamente Sevilla y Cádiz. A partir de ese momento, se habilitaba a una serie de puertos españoles para el comercio directo con América (entre ellos varios andaluces, como Sevilla, Sanlúcar de Barrameda, Málaga y Almería, además de Cádiz), mientras que la nómina de puertos americanos autorizados para el comercio con la metrópoli también se ampliaba. Se trataba de una medida de liberalización a medias, que amenazaba sobre el papel la posición que Cádiz había mantenido en el sistema colonial.

El debate sobre la libertad de comercio con las colonias se había instalado en la Europa de los años setenta del siglo XVIII. El abate Raynal, en su Histoire philosophique et politique des établissemens et du commerce des européens dans les deux Indes (París, 1770), la defendió como medio para desarrollar la industria en España. El diplomático francés Jean-François Peyron también se declaró favorable a la libertad de comercio, pero cuestionó la oportunidad del nuevo reglamento español. Alabó el cambio del tradicional sistema de flotas por el de navíos sueltos de registro que se había impuesto a partir de la Guerra de la Oreja de Jenkins, en los años cuarenta del siglo, pero argumentó que el libre comercio había contrariado los intereses de Cádiz, sin que tampoco lograra introducir ventajas significativas para otros puertos.

Según Peyron, el decreto de libre comercio dilataba y desconcentraba la demanda, produciendo desajustes en la oferta, hasta el punto de que esta podría superar la demanda del mercado americano, arrastrando a la baja a los precios y provocando la ruina de los comerciantes. Por el contrario, la concentración del comercio colonial en Cádiz propiciaba la concurrencia de comerciantes extranjeros en esta plaza, permitiendo la disminución de los precios de sus mercancías, un beneficio que ahora se perdería al repartirse dichos comerciantes por puertos ubicados en lugares diversos.

Para el inglés Joseph Townsend, el libre comercio también constituía un “rudo fracaso” para el comercio gaditano, por la anulación del monopolio. De esta medida se habían derivado, en su opinión, la saturación del mercado americano y la consecuente quiebra de casas de negocios gaditanas y de otras ciudades.

Cádiz, sin embargo, mantuvo la hegemonía en el tráfico colonial español después del decreto de libre comercio. A pesar de la idea del “rudo fracaso” transmitida por Townsend, lo cierto es que la realidad era distinta: Cádiz concentraba el capital económico y humano, las estructuras comerciales y todas las ventajas de una tradición mercantil que jugaba abiertamente a su favor. No otra que la de una ciudad cosmopolita, frecuentada por naves mercantes procedentes de todas partes y de primerísima importancia comercial, es la imagen que transmite del Cádiz de fines del siglo XVIII el barón de Bourgoing: “Pero lo que, sobre todo, da importancia a Cádiz, lo que lo iguala a las mejores poblaciones del mundo, es lo importante de su comercio”, escribió, añadiendo que en 1795 había en la ciudad más de 110 navieros y unas 170 casas comerciales, sin contar a los comerciantes al por menor y a los tenderos, ni tampoco a los comerciantes franceses que tuvieron que salir de la ciudad a causa de la orden de expulsión dictada por el gobierno de España durante la Guerra de la Convención.

A ello añadió algunos elocuentes datos estadísticos sobre la actividad marítima de Cádiz: en 1776 entraron en su puerto 949 barcos de todas las naciones, en 1791 fueron un millar. Asimismo, anotó que los 177 barcos procedentes de las colonias habían traído cerca de 26 millones de pesos en metales preciosos y se refirió a las diversas naciones extranjeras establecidas en Cádiz: irlandeses, flamencos, genoveses, alemanes, ingleses y holandeses. Respecto a los franceses, indica que, antes de la orden de expulsión, había más de 50 casas comerciales galas, además de unos 30 tenderos, otras tantas modistas y por lo menos 100 artesanos de diferentes oficios naturales de Francia. Una imagen sin duda cosmopolita, de esplendor mercantil y prosperidad, aunque sobre ella ya sobrevolaban sombras, insospechadas por el momento, de ruina y decadencia.

Pero volvamos nuevamente a la mirada crítica de los viajeros sobre la política económica española. Ya hemos constatado los juicios emitidos por Peyron y Townsend sobre el libre comercio. Ambos, y también Bourgoing, escribirían sobre los efectos del proteccionismo y sobre la extensión del contrabando. Los decretos de libre comercio fueron compatibles con otras medidas intervencionistas tendentes a fomentar las manufacturas y a proteger la producción nacional mediante prohibiciones a las exportaciones de ciertas materias primas y a las importaciones de manufacturas textiles extranjeras. Peyron señalaba que se había prohibido también exportar a las Indias manufacturas extranjeras, estando como estaba España aún lejos de poder abastecer por sí misma a sus colonias, y lamentaba que Francia, perjudicada por estas medidas, no hiciera lo suficiente por promover su comercio, atento como estaba el gobierno francés más a gravarlo con impuestos destinados a alimentar las finanzas públicas que a ordenarlo, estimularlo y protegerlo.

Townsend se mostró como un ácido detractor del proteccionismo español y como un firme partidario del liberalismo económico:

El Gobierno español -aseveraba- no ha adquirido todavía ninguna idea liberal concerniente al comercio, incluso actualmente algunos de sus mejores escritores políticos se parecen a esos perros de caza que gracias a su lentitud siguen todavía la pista cuando sus compañeros, más listos, han alcanzado ya la presa.

Censuraba que, en lugar de remover los obstáculos que entorpecían el comercio, los españoles se esforzaran en reducir las oportunidades que este ofrecía con la vana esperanza de establecer un monopolio, sin tomar en consideración la falta de capitales, de industria y de espíritu de empresa, así como la imposibilidad de impedir el contrabando. Finalmente, consideraba al gobierno despótico e ignorante, y juzgaba como errores las prohibiciones, que consideraba absurdas, los monopolios y los derechos excesivos establecidos sobre el comercio.

La consecuencia mayor de la errada política económica española, que permanecía anclada en el viejo proteccionismo mercantilista, era, según Peyron, el atraso español (“España ha quedado retrasada sobre una multitud de objetos esenciales”, afirmaba) y, sobre todo, la extensión del contrabando. Según opinaba, España había querido salir de la dependencia del comercio extranjero y no había hecho más que multiplicar el incentivo de las ganancias ilícitas: “todo son trabas, estupideces, dificultades, cuando quiere poner límites al contrabando, le abre salidas que no tenía”. Cádiz, como principal plaza mercantil de España y como puerto hegemónico en el comercio colonial, era un enclave propicio para el contrabando:

En ninguna parte se hace tanto contrabando como en el puerto de Cádiz -sostenía el barón de Bourgoing-. Es planta que se da y que arraiga siempre en los sitios donde existen múltiples prohibiciones y las ocasiones de burlarlas son frecuentes y tentadoras.

Los esfuerzos de vigilancia llevados a cabo por las autoridades para impedir el contrabando resultaban inútiles, pues las prohibiciones no eran respetadas. Townsend observó en su viaje por España que, a pesar las prohibiciones en vigor, el uso de telas de algodón de Manchester en el vestido de los hombres se encontraba generalizado, como también los velos de muselina entre las mujeres. “No hay ley que pueda impedir las operaciones de los contrabandistas”, concluía. El proteccionismo español resultaba un débil obstáculo para la expansión de los mercados de una Inglaterra inmersa de pleno en la primera revolución industrial.

Los oficiales de aduana eran a menudo colaboradores necesarios del fraude y el contrabando. Bourgoing se refiere a los empleados subalternos y a los inspectores de vista de la aduana de Cádiz como unos elementos especialmente corruptos del sistema de control aduanero. Townsend, por su parte, refiere que un gobernador militar cuyo nombre silencia, a pesar de observar una conducta severa y honrada durante la mayor parte de su mandato, se dejó finalmente corromper, permitiendo a cambio de dinero que los comerciantes defraudasen las rentas públicas y que los estafadores evitasen las acciones judiciales de sus acreedores.

El mismo Townsend dedicó un puñado importante de páginas al comercio americano y a la realidad de las colonias, abordando otra serie de cuestiones de interés, además de las ya referidas. Trazó una breve pero convincente síntesis de la evolución de la Carrera de Indias, apenas empañada por algún error puntual. Informó con amplitud acerca de las compañías privilegiadas que se ocuparon en el tráfico colonial español. Trató asuntos tan relevantes como el tráfico de esclavos, la producción de metales preciosos en la América española o el valor económico del comercio de Indias.

Sobre las compañías de comercio, Townsend centró su atención en la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas y en la Compañía de Filipinas. Fiel a sus principios librecambistas, criticó la política que había llevado a la creación de estas compañías y de las compañías privilegiadas europeas que les sirvieron de precedente y modelo. A ello añadió la idea de que limitar la actividad comercial a un pequeño número de individuos iba en detrimento de la mayoría y era “incompatible con todos los principios de equidad y de política comercial”.

Townsend ofreció una valoración del comercio colonial americano, en parte basada en estimaciones propias y en otra parte en datos apuntados por De Pradt. Lo primero que llama la atención es el notable incremento del volumen de negocio entre finales de los años setenta y finales de los años ochenta del XVIII. Para el año 1778, De Pradt valoró las exportaciones de España a América en 19 millones de libras tornesas, los retornos en 18 millones y los derechos de entrada y salida en 2 millones de la misma moneda. En 1784, las cifras respectivas aumentaron a 104 millones de libras tornesas las exportaciones, 303 millones los retornos y 17 millones los derechos de entrada y salida; es decir, estas partidas se habían multiplicado respectivamente por 5,5; 16,8 y 8,5. En 1788, utilizando nuevamente datos aportados por De Pradt, las exportaciones habían descendido a 76 millones, los retornos a 201 millones y los derechos a 15 millones de libras tornesas, aunque estas cifras seguían siendo significativamente superiores a las de 1778. Las diferencias fueron explicadas por Townsend, a pesar de las dudas que inicialmente manifestó respecto a la bondad de la medida, por los efectos del libre comercio. En 1784 los productos extranjeros seguían predominando sobre los españoles en las exportaciones a América, con un 55% del total del valor.

De los datos aportados por Townsend se deduce también con claridad la hegemonía de Cádiz en el comercio colonial español después del decreto de libre comercio. Cádiz concentraba el 83,3% de las exportaciones a América (el 73,5 de las exportaciones de productos nacionales y el 91,4% de mercancías extranjeras), frente al 4,8% de Málaga, el 3,3% de Barcelona, el 2,9% de Santander, el 2,4% de La Coruña, el 2,1% de Sevilla y otros porcentajes menores de Canarias, Gijón y Tortosa. El mismo predominio absoluto ostentaba Cádiz en relación con las importaciones de América, concentrando un 89,3% del total.

Las riquezas procedentes de la América española seguían siendo fabulosas a finales de la década de los años ochenta del siglo XVIII, después de casi tres siglos de explotación colonial. Nada hacía temer, en apariencia, la inesperada evolución posterior de las cosas. En primer lugar, el impacto negativo que sobre el comercio colonial tendrían las guerras finiseculares. El hispano-chileno Nicolás de la Cruz y Bahamonde, conde de Maule, firme partidario del régimen mercantil establecido por el decreto de libre comercio, atribuyó a este “bello método”, como lo calificó, el florecimiento del comercio gaditano. “Parecía Cádiz en este momento el Alexandría moderno”, escribió. Sin embargo, como testigo directo que fue, explicó las causas de la decadencia del comercio colonial, en primer lugar, por la saturación del mercado americano en los años de 1784 a 1786, tras las fabulosas ganancias obtenidas en el primero de dichos años, y, más tarde, por los efectos de las guerras revolucionarias, que interrumpieron las relaciones con América y permitieron que otros países europeos comerciaran directamente con las colonias.

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


Fuentes

Reglamento y aranceles reales para el comercio libre de España a Indias, Imprenta de Pedro Marín, Madrid, 1778. Disponible en línea.

Bibliografía

DE PRADT, Dominique, Les trois âges des colonies ou de leur état passé, présent et à venir, París, Chez Giguet et Cie. Imprimeurs-Libraires, 1801.

GARCÍA MERCADAL, José (ed.), Viajes de extranjeros por España y Portugal, tomo III, Madrid, Aguilar, 1962.

IGLESIAS RODRÍGUEZ, Juan José, “Los prodigios del comercio: miradas cruzadas en torno al tráfico colonial americano”, en SÁNCHEZ MANTERO, Rafael y ERAUSQUIN, Estela (coord.), España y América en el bicentenario de la Independencia. Miradas sobre lo extraño y el extranjero, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2011, pp. 49-86.

RAYNAL, Guillaume, Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des européens dans les deux Indes, Ámsterdam, 1780.

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