La sociedad moderna era una sociedad de tipo patriarcal. La superioridad de los varones sobre las mujeres era una idea asumida que se sustentaba en la vieja filosofía aristotélica y en las interpretaciones que sobre ella había llevado a cabo la escolástica medieval. La sumisión femenina, como escribe Javier Sánchez-Cid, era el sustento patriarcal sobre el que descansaba la construcción ideológica de aquella sociedad.
En el ámbito familiar, el control patriarcal se manifestaba no sólo en la sumisión de la mujer al marido, justificada por la Iglesia y reforzada por la ley, sino también en la obediencia debida al padre por los hijos, incluso a la hora de decidir con quién habían de casarse, en la prolongación de la minoría de edad hasta los veinticinco años y en la subordinación de los empleados y sirvientes a la autoridad del patrón. El patriarcado llegó a ser de esta forma uno de los pilares fundamentales de la organización del edificio social.
El pater familias personalizaba el principio y la imagen de la autoridad doméstica, al tiempo que era el principal garante de la defensa de la moralidad y el honor familiar, función en la que colaboraban el resto de los varones adultos de la familia o el linaje. El marido estaba legitimado para corregir, incluso con castigos físicos moderados, a la esposa insumisa, los hijos díscolos o los criados desobedientes. También se consideraba justificada -e incluso obligada- la reacción contra cualquier ofensa a la honra de la mujer o las hijas, aunque el poder consiguió reconducir progresivamente los actos de reparación privada hacia el efectivo ejercicio del monopolio de la justicia.
Frente a la autoridad del marido y del padre, sin embargo, se activaron resistencias. Los expedientes de separación y divorcio de los tribunales eclesiásticos están llenos de denuncias de mujeres contra la violencia de trato de sus maridos. Tampoco faltan ejemplos de reafirmación y rebeldía de mujeres frente a sus cónyuges. Así, por ejemplo, en 1763 don Joseph García de la Banda, vecino y veinticuatro de Sevilla, denunciaba a su mujer, doña Ana Ramírez, porque ésta, a los pocos meses de casarse,
empezó a usar un genio tan incorregible y temerario en su conducta, tan tenaz en sus dictámenes, tan pagado de amor propio y tan enteramente insufrible como que en todo se manifestó contraria a conservar aquella paz y unión correspondiente a los consortes…
Doña Ana manifestaba abierta aversión a su marido, le hablaba con aspereza y lo injuriaba ante propios y extraños, se fugó de su casa tan sólo ocho meses después del matrimonio, “dando grandísima nota en la vecindad”, y -lo que era peor- salía a la calle sola, sin la anuencia del esposo, vestida de forma indecente, “como que iba con mantilla”, profiriendo que era su ánimo separarse de su sufrido cónyuge. Toda una indomable personalidad.
Este tipo de resistencias no sólo se ejercieron dentro de las relaciones bendecidas por la institución del matrimonio, sino también en las relaciones amorosas libres (y, por tanto, pecaminosas). Veamos el siguiente curioso caso, en el que los protagonistas son un clérigo y su amante. En 1636 se promovió ante la justicia eclesiástica sevillana un pleito contra el presbítero Jerónimo de Ávila por estar amancebado y en pecado público desde hacía más de diez años con doña María de Vargas, residente en Sevilla, pero natural de la villa de Utrera. La testigo Catalina de San José, viuda vecina de la Magdalena, declaró bajo juramento que
un dia bino la susodicha [María de Vargas] a berle [al clérigo] y a llevarselo de la dicha casa desta testigo como lo hizo y asi como la dicha Maria de Bargas bido al dicho Jeronimo de Avila embistio a el y le dijo que era mal clerigo porque sabiendo las obligaciones que la tenia lo hacia tan mal y que tratase de vestirse que no se avia de quedar en aquella casa y esto dandole muchas patadas asiendole las barbas hasta que se lo llevo y quando le daba la dicha Maria las patadas le decia [él] que lo dexase que era mui puta y [ella] le respondio que jamas lo avia sido si no era de él dando mucho escandalo y murmuración no solo en la casa donde vivia sino en toda la calle y oy actualmente esta haciendo vida maridable y tienen dos hijos que el uno se llama Jeronimo y el otro Cristoval…
Una violenta escena y una borrascosa relación, como se ha visto, que acabó sin embargo felizmente, incluso con convivencia marital y descendencia por partida doble, a pesar de la condición de clérigo del tal Jerónimo de Ávila.
Otra vertiente de las resistencias frente al patriarcado la rastremos en las relaciones entre padres e hijos. La autoridad paterna llegaba al extremo de poder determinar el matrimonio de los hijos -y, sobre todo, el de las hijas- y, por tanto, de prohibir las relaciones con los pretendientes que no se consideraban adecuados. La Iglesia, aunque sostenía la libertad para contraer matrimonio, prescribía también el respeto y la obediencia a los padres y consideraba pecado mortal no aceptar por mujer o marido al cónyuge elegido por el padre. Las resistencias frente a esta faceta del orden patriarcal podían acarrear trágicas consecuencias. Como ejemplo, véase este novelesco episodio, propio de Romeo y Julieta, acaecido en Marchena en 1523. El 28 de noviembre de aquel año, Juan de Escobar, hijo del regidor Pedro Álvarez de Becerril,
con poco temor de Dios e de la justiçia, con escalas e aparexo que para ello llevó, escaló el muro e fortaleza del castillo del lugar de Paradas (…) e por fuerza o con palabras, o temores, o ynduzimientos sacó del dicho castillo a Catalina de Escobar, donzella onesta, hixa de Bartolome Escobar, alcayde del dicho castillo (…) e la llevó donde bien le estuvo (…) usando con ella a su voluntad, siendo como es su prima hermana…
Los jóvenes, que hacía algún tiempo “se concertaban e contrataban de amores”, es decir, que estaban enamorados, huyeron juntos, manteniendo cohabitación y trato carnal en la casa de una cómplice de su fuga que vivía en la Puebla de Cazalla. Acumularon así a los delitos de rapto y estupro el de incesto, a causa de su cercano parentesco. Perseguidos en primera instancia por un hermano de ella y luego por la justicia, fueron encontrados, apresados y juzgados. Juan de Escobar, aunque según derecho le correspondía la pena de muerte, fue condenado a que le fuese cortado un pie y a sufrir destierro vitalicio. Catalina de Escobar fue condenada, por su parte, a perder la mitad de sus bienes y a ser encerrada en un monasterio de monjas. Pagaron, pues, un alto precio por su amor y por desafiar el orden patriarcal establecido, aunque en el momento de procederse a cumplir la sentencia contra el joven se produjeron resistencias populares que impidieron que aquélla se consumara: no compareció cirujano, el barbero del pueblo llamado para sustituirle se negó a cortarle el pie al chico y los muchos concurrentes se opusieron también a la ejecución de la cruel sentencia.
Una vez casada, la mujer debía permanecer de por vida bajo el dominio del marido. Pasaba así sin solución de continuidad de la autoridad del padre a la del esposo. La posibilidad de separarse para rehacer su vida con otro hombre era nula, aun en el caso de que la Iglesia, bajo cuya jurisdicción estaba la institución del matrimonio, concediera el divorcio. La única posibilidad de resistir a este designio era la fuga del domicilio conyugal, perseguida por la justicia y penada como un grave delito.
Este fue el caso de Catalina Suárez, casada con un administrador del impuesto de Millones, quien en 1664 huyó con su amante, Rodrigo Narváez, criado de su marido, a quien robaron toda su ropa de vestir y quinientos cincuenta reales de vellón que guardaba en una caja que descerrajaron. Con la ayuda de un cómplice que les proporcionó unos caballos, se fueron a Jerez de la Frontera, y de allí a Sanlúcar de Barrameda, para después pasar a Almonte y finalmente ir a Sevilla. Tras ser denunciados por el marido, se hicieron diligencias de búsqueda en dos ventorrillos de Valencina por donde habían pasado y, finalmente, la mujer fue prendida en Sevilla. Alegó a su favor que había sido raptada violentamente por Narváez y que había sufrido amenazas de muerte por parte de este. Remitida a la cárcel pública de Puerto Real, finalmente su marido pidió que se la entregaran y se apartó de la querella, prometiendo que respetaría su vida y que no le infligiría daño alguno.
Las mujeres casadas protagonizaron también actitudes de resistencia ante las amenazas y coacciones de sus maridos para disponer a su antojo de ellas y de sus bienes. En 1571, Francisca Suárez huyó de su casa en Sevilla y se refugió en un emparedamiento de mujeres porque su marido le infligía “muy malos tratamientos y me tratábades muy ásperamente y me quisisteis matar y de miedo que no me matásedes me salí de vuestra casa…”. En 1751, Florentina Montanaro, esposa de un rico comerciante portuense, Agustín Ramírez Ortuño, se resolvió a protestar un poder que otorgó para que éste dispusiera de la mitad de los bienes gananciales que a ella le correspondían, y que firmó “violentada a instancias y persuasiones del enunciado (…) su marido, al que no puede resistir por (…) su genio violento y dominante”.
En ocasiones, el destino elegido por los padres para sus hijas no fue el matrimonio, sino el claustro. Esta decisión no siempre fue recibida con agrado por las afectadas, algunas de las cuales llegaron a protagonizar actitudes de resistencia. Es el caso, por ejemplo, de doña María de Eraso. Destinada a un convento de Écija, en 1640 ganó una demanda de nulidad de votos. Sin embargo, su familia no le permitía que abandonara el claustro, donde pasaba angustias y penalidades. Cuando finalmente logró salir, su hermano y otros caballeros juraron que “como hay cielo, ha de volver al convento”.
Autor: Juan José Iglesias Rodríguez
Bibliografía
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