Se denomina “violencia contra la mujer” a la ejercida contra una o más mujeres, por algún miembro del sexo opuesto, el masculino. Ciertamente, y para el caso de la Edad Moderna, las agresiones así entendidas pueden ser encuadradas en el contexto general de una sociedad, en términos generales, con tasas de violencia interpersonal mayores que las actuales. Pero ello no obsta para que, en atención a las circunstancias propias que concurren en la primera, se permita un análisis particular y separado de su realidad. La historiografía feminista y de género ha acuñado para ella la denominación de “violencia de género”, poniendo el acento en las relaciones de poder entre sexos que, a su entender, manifiesta.

La violencia contra la mujer, múltiple en sus circunstancias y manifestaciones, encontrará una triple vía de manifestación preferente en la Modernidad: física, verbal y sexual. Todas ellas, contrarias a la integridad física y moral de la víctima, quedan referenciadas en los testimonios de la época, aunque con un tratamiento dispar. Las dos primeras tipologías –física y verbal- se limitan al ámbito matrimonial, recibiendo atención legal, moral y judicial específica, diferenciada a la del conjunto de la sociedad, al proceder del esposo y ser recibida por la mujer. En el caso de la violencia sexual, y descartada en los documentos judiciales como tal la producida entre casados, se abre un camino legal distinto que solía estar asociado al estupro, o abuso –a veces con asentimiento femenino- conseguido bajo engaño. Nosotros nos referiremos aquí, manteniendo el sentir de la propia sociedad moderna, a los dos primeros tipos.

Resulta imposible determinar con precisión, siquiera cercana, el número de mujeres víctimas de violencia física o verbal durante la Modernidad. Los episodios de menor entidad no pasarían nunca a una documentación analizable en la actualidad, y solo una parte de las de mayor peso serían dadas a conocer a terceros y, finalmente, puestas por escrito ante las autoridades, bien buscando una sentencia favorable en un proceso de divorcio, bien la defensa de la propia vida. Las fuentes sí señalan, por el contrario, un protagonismo porcentual entre ciertas categorías documentales que permite prever una extensión nada desdeñable al conjunto de la sociedad. Con frecuencia, la historiografía ha resaltado la importancia de las “cifras negras” -casos nunca descubiertos a terceros- en una realidad tan delicada como la de la violencia marital. Las fuentes disponibles para su discernimiento actual pasan por las de tipo judicial (especialmente, las eclesiásticas, entendiendo los tribunales diocesanos en los casos de divorcio), junto a otras menos trascendentes para este estudio como la literatura coetánea (moral o de ficción).

Se describen en los procesos historias desiguales, desde las realmente crueles y degradantes, con graves palizas y humillaciones incluidas, hasta otras menos severas, quizás con algún encuentro subido de tono y palabras malsonantes. Porque, también en estos asuntos, la “calidad” de la víctima situaba en niveles distintos el umbral de lo aceptable, en la percepción social, legal y de la propia víctima. He aquí algunos ejemplos. La joven portuense doña María Petronila Charril Vidarte sustentaba su demanda de divorcio (1704) en los muchos “disgustos” provocados por su esposo, el también joven don Antonio Reinoso; pero la exposición de motivos situaría el origen de las quimeras en los intentos de este por apartar casa y esposa de la suegra:

… comenzó el dicho don Antonio a faltarle a la amistad y cariño que debía, por razón de quererse separar de la dicha casa, sacando a mi parte de ella para que dejara la correspondencia que debía tener con la dicha su madre y parientes, no tratándolos sino sólo a los padres y parientes del susodicho (AGAS. Fondo Arzobispal. Sección Justicia. Legajo 14.190. Pleito de divorcio entre doña María Petronila Charril y Vidarte y don Antonio Reinoso, caballero de la orden de Santiago. El Puerto de Santa María, 1704).

Necesaria para armar jurídicamente la propuesta, la sevicia se imputará a un episodio, con amenazas y exhibición de arma blanca incluida, en el que prevalecerían las voces y el escándalo sobre supuestos ataques físicos. Estos se limitaron, al parecer, a un “empujón” a la esposa, mientras las amenazas cuchillo en mano se dirigían a la suegra y su servicio. Pese a lo endeble de las acusaciones, por cierto, el caso recibiría una sentencia favorable de divorcio, en claro contraste con otras historias, claramente más descarnadas, que terminarían con sentencia negativa o abandono judicial del caso. Así ocurriría con las aspiraciones de Nicolasa María Caro (Alcalá de Guadaira, 1757), víctima de malos tratos severos a manos de su marido, como los padecidos en una ocasión en que

… sobre las palabras injuriosas y denigrativas de su honor, con que la estaba maltratando, tomó una aguijada, instrumento con que se castigan los bueyes, y le dio con ella distintos palos, siendo tanta su sevicia que, sin embargo de los lamentos y lágrimas con que lo procuraba aplacar, diciéndole con humildad que por qué la castigaba, no contento con lo referido fue a herirla con la punta de hierro [que] dicha aguijada tiene, y lo hubiera ejecutado, a no haber estado pronta la persona que lo impidió arrojándose a él y sujetándole dicho instrumento (AGAS. Fondo Arzobispal. Sección Justicia. Legajo 13.848. Pleito de divorcio entre María Nicolasa Caro y Bartolomé Calzado. Alcalá de Guadaira, 1757).

En términos teóricos, la literatura moral moderna no justificó la “fuerza” del varón sobre la mujer. Al menos, no lo hizo de ejercerse esta de forma abierta, descarnada y desligada de otras circunstancias o, específicamente, de otros fines. Los autores de tales obras -entre los que abundan los religiosos, y rastreamos algún que otro pedagogo- refieren, al tratar los asuntos maritales y de conducta femenina, los mecanismos de defensa de la virtud, personal o conyugal, a poner en práctica. Y, entre ellos, se contará el denominado ejercicio de la “corrección”, que puede incluir castigo físico, por parte del marido. El tratamiento no repugna la fuerza, sino su exceso y, con especialidad, un posible objetivo torcido: el marido recto debe enmendar, el colérico solo golpea por ira o simple deleite. Agredir a la esposa será reprobable; recurrir al castigo cuando las circunstancias así lo recomienden, moralmente aceptable.

Defensas escritas de este tipo de violencia perviven a lo largo de toda la Modernidad, pero los matices introducidos nos hablan de modificaciones temporales subrayables. En el Quinientos, las referencias al uso de la violencia conyugal son más frecuentes y menos contemporizadoras con otras medidas correctivas o de acercamiento de posturas entre casados (¿por herencia de la literatura misógina bajomedieval?). Fray Francisco de Osuna, en su célebre Norte de los estados (1541), ofrece algunos detalles prácticos para el ejercicio del correctivo físico, alejándolo de posibles escándalos públicos que pusieran en entredicho el crédito de la familia. Antes, la Instrucción a la mujer cristiana (1523) de Juan Luis Vives, ya había colaborado en la extensión de una lectura pesimista de la excesiva autonomía femenina, y la necesidad de su sujeción. Con todo, debe indicarse que, aun en fechas tan tempranas, la atención principal de los autores, al tratar de la moral conyugal, estuvo lejos de centrarse en tales violencias. Y que, al tiempo que se arropaba moralmente la corrección marital, se condenaban los excesos y, de forma particular, las ejecuciones de esposas infieles –y de sus amantes- por los maridos engañados.

El siglo XVII será testigo de una cierta evolución discursiva. En paralelo a la denominada “guerra de los sexos” entablada en los escritorios, crecen las matizaciones a la violencia marital, delimitándola de forma más específica a casos extremos; aunque, como recogería el célebre padre Corella en su Práctica del Confesionario (1690), bajo una “causa legítima” la fuerza moderada seguía amparada moralmente. En el XVIII el cambio será ya evidente, reflejo de una sociedad incorporada, de forma progresiva, a las nuevas normas de civilidad, más refinadas y menos violentas. No desaparecerán nunca, de forma completa, las menciones al “fraterno” castigo conyugal, pero pierden terreno frente a opciones menos escabrosas como remedio de las conductas torcidas. Si las reflexiones de Francisco de Sales, el santo obispo de Ginebra, son de una radicalidad –por lo positivo- sobre las bondades del amor matrimonial difícilmente semejables a las de otros autores de su época (inicios del siglo XVII), sí encontrarán cierto reflejo entre las de la centuria siguiente. Para el caso español, sirva como ejemplo el de fray Antonio de Arbiol y su Familia regulada (1715): reconociendo la licitud de la fuerza como método coercitivo, quedará esta relegada a una posición muy secundaria en las relaciones entre esposos, primándose con decisión la racionalización y la tibieza entre ellos.

La ley civil y eclesiástica acompañará al discurso moral. La integridad física y moral de la mujer es asegurada por el legislativo, y procurada por la Justicia y los agentes del orden, en términos semejantes a los del varón. La comparación con, por ejemplo, la violencia femenina contra los maridos –también existente- demuestra una protección de la esposa superior a la masculina, asociada al mayor desamparo esperado entre ellas. No obstante, no es deducible de esta aseveración una respuesta realmente eficaz contra la violencia hacia las casadas. La denuncia, normalmente por sevicias y acompañada de la solicitud de divorcio, debía recorrer un doble camino: civil, para el castigo del agresor y el arreglo de los asuntos materiales o monetarios; y eclesiástico para la obtención del permiso judicial de separación. La historiografía ha demostrado, igualmente, una doble respuesta, similar en ambas jurisdicciones: protección inmediata a la víctima y socorro de su integridad física, con separación incluida, primero; y reintegración de la unidad conyugal, pasado el tiempo y calmados los ánimos, esperando una enmienda del agresor no siempre real, después. El padecimiento de sevicias –malos tratos graves e injustificados- daba derecho a la esposa, en efecto, a la separación de vidas. Así lo estableció el derecho canónico católico y así quedó aceptado por el civil. Pero, como se ha indicado, el espíritu inicial de la norma quedó pronto coartado por una realidad social que buscaba, antes que la seguridad definitiva de las víctimas, la prevención contra abusos y la ruptura voluntaria o fraudulenta de los matrimonios.

El acercamiento a la reacción de los testigos de la violencia conyugal e, incluso, de los discursos de las propias denunciantes, no se aleja en demasía de lo expuesto. Son frecuentes las intervenciones, como pacificadores de las quimeras entre casados, de sacerdotes, familiares, conocidos o simples testigos fortuitos de los hechos. De palabra o de forma activa, es constatable la existencia de una respuesta común que, genéricamente, expresa la impresión social sobre la violencia marital: motivo de escándalo y escarnio hacia el agresor movido por un genio altivo y freno momentáneo de la violencia; pero renuncia posterior a inmiscuirse en asuntos que, definitivamente, se consideraban de ámbito privado. Solo entre los sacerdotes y los agentes de la justicia, por las obligaciones de su cargo, se averigua un intento de apaciguamiento más o menos sostenido en el tiempo, aunque no implique necesariamente una mejoría final de la situación.

La historiografía moderna ha concedido un espacio relevante al estudio de la violencia contra la mujer en las últimas décadas; y mantiene hoy en día, pese a los cambios temáticos de los últimos años, una presencia relevante. Esta aseveración es extensible al caso andaluz, español y, más allá de nuestras fronteras, al hispanoamericano y europeo. Los resultados perfilan la imagen de un problema similar en la mayoría de tales espacios, más allá de las lógicas diferencias de detalles entre unos y otros, o entre unos momentos y otros a lo largo de la edad Moderna.

 

Autor: Alonso Manuel Macías Domínguez


Bibliografía

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