Durante los Tiempos Modernos los casamientos se arreglaban entre los padres sin tener en cuenta la vida afectiva y sexual de los futuros esposos. En lo que a matrimonios se refiere, toda estructura familiar encaminaba sus estrategias a mantener sus posiciones de influencia, consolidar redes de parentesco, renovar lazos establecidos entre las familias o concentrar y vincular patrimonios. El “negocio” del matrimonio, en consecuencia, no podía ser un asunto baladí; “matrimoniar” resultaba ser algo que era preciso mantener a salvo de toda veleidad personal y alejado de las disfunciones que se pudieran ocasionar. Contraer matrimonio exigía establecer las condiciones para que los intereses del grupo familiar no se viesen perturbados por inoportunas decisiones individuales.

Ante esta situación, nadie mejor que la Iglesia para reorientar armoniosamente las tendencias contrapuestas que pudieran surgir en materia matrimonial. En aquella sociedad cristiana, al menos desde los principios doctrinales, el sujeto era lo más importante; éste tenía alma y entidad propia desde el momento en que entraba por el bautismo en el plan de salvación. No obstante, la pastoral indicaba que dicha salvación era más factible si a los méritos personales se añadían los del conjunto de la sociedad, sobre todo los del grupo en el que vivía el sujeto. En otras palabras, aunque la norma tridentina (Decreto Tametsi) primó el derecho que asistía a los contrayentes para elegir libremente a su cónyuge, limitando con ello el interés de los grupos de parentesco, las propias autoridades eclesiásticas consiguieron regular, a la conveniencia del grupo, la funcionalidad de sus propias normas.

No obstante, el ser humano ha demostrado siempre tener una enorme capacidad de maniobra frente a las imposiciones institucionales y las formas de autorregulación diseñadas por la comunidad. En ocasiones los individuos se movieron en direcciones imprevistas, propiciando la aparición de cambios en los modelos vigentes de relaciones sociales. Debilidades en el sistema institucional y tolerancias comunitarias habrían servido de acicate a la hora de optar por la resistencia e iniciar andaduras por terrenos conflictivos. Y aquí es donde entran en acción nuestras mujeres. En el origen del conflicto: la existencia de distintas opciones, su limitación por agentes externos –familiares-, y el peso de las siempre presentes restricciones sociales e institucionales. Obligadas a debatirse entre sus propias inclinaciones y el cumplimiento de los requisitos morales de la época que les tocó vivir, nuestras mujeres optaron por la primera de las opciones, dando prioridad a sus afectos y deseos individuales.

Bien es sabido el interés que las familias pusieron durante los Tiempos Modernos en criar en el recogimiento y la virtud a las jóvenes para asegurar la pureza de sus almas y el honor de la familia. Estas en modo alguno habían de ser callejeras, sueltas y libres. Lo más deseable era que permanecieran “guardadas” en el hogar, sin apartarse en momento alguno del lado de sus madres y la vigilancia de sus padres, para lograr así que ignorasen, en la medida de lo posible, cuanto el mundo pudiera ofrecerles. Cualquier contacto con el exterior podía suponer la perdición de cualquier doncella, su alejamiento de las directrices paternas y, en consecuencia, la ruina de los proyectos e intereses familiares.

Las causas más frecuentes de este tipo de desviaciones no serían otras que el “amor”, las pasiones, las emociones y pulsiones carnales de nuestras protagonistas. Y es que ninguna mujer, pese al defendido encierro doméstico, estuvo libre de convertirse en objeto de cortejo masculino; cortejo durante el cual la actitud de la mujer no necesariamente implicaba negatividad y pasividad, sino que con frecuencia contaba con el consentimiento mutuo, y que, en ocasiones, llegaba a culminar en promesas de matrimonio entre las partes. Unas promesas en las que poco tuvieron que ver las opiniones de deudos y parientes. La posición de los jóvenes en estos supuestos queda clara: en un acto que podríamos considerar de rebeldía, quieren proceder según sus deseos y sortear las imposiciones de sus familias.

Esta confrontación entre “amor” e “interés” lo encontramos bien reflejado en los litigios seguidos ante la justicia eclesiástica por cuestiones matrimoniales, especialmente en los pleitos por incumplimiento de palabra de casamiento. Más concretamente, en aquellos incoados de mutuo acuerdo por los contrayentes para hacer frente a las imposiciones familiares que tratan de impedir la celebración del enlace deseado por ambos. La actitud adoptada por los protagonistas de este tipo de situaciones demuestra el valor que dan a sus sentimientos e inclinaciones particulares a la hora de elegir consorte, así como la identificación que hacen del origen del conflicto: la oposición de sus deudos más allegados al deseado enlace.

Son bastante comunes los contenciosos en los que las demandas llegan al tribunal eclesiástico por la suspensión del estado de libre elección de la mujer por parte de sus padres o parientes. Con frecuencia los progenitores se muestran disconformes con las decisiones tomadas por sus hijas en materia matrimonial e intervienen al efecto presionando para hacerlas desistir de sus intenciones y ofrecerles alternativas matrimoniales consideradas por ellos más deseables. La intervención familiar a fin de evitar un matrimonio tenido por no conveniente podía responder a causas como la diferencia de edad o de “calidad” entre los novios, la existencia de vínculos de afinidad o consanguinidad entre ellos, o el origen incierto del contrayente. Supuesto aparte lo constituía el de las muchachas cuyos padres, llegado el momento, carecían de medios suficientes para dotarlas en compromisos que tenían por parejos y acordes a su condición social. En estos casos los padres decidían que ingresara en un convento, opción menos gravosa para la familia.

Para sorpresa de algunos progenitores, el mayor obstáculo encontrado para llevar a término sus intenciones no será otro que la propia negativa de sus hijas, quienes, lejos de rendirse ante la autoridad del cabeza de familia, toman la iniciativa de denunciarlos ante los tribunales de la Iglesia. No fueron pocas las mujeres que, lejos de resignarse, se enfrentaron a sus padres luchando por hacer respetar la promesa matrimonial que un día hicieron sin contar con su consentimiento. Es más, llegado el momento, en sede judicial, ellas negarán tener intención de contraer nupcias con la persona elegida por sus parientes o seguir los derroteros que para ellas habían sido trazados por los hombres de sus familias. Mujeres valientes, rebeldes si se prefiere, que buscaron en la justicia eclesiástica el amparo que precisaban para proseguir el proyecto de matrimonio que un día iniciaron y ahora veían truncado por la intromisión de sus deudos.

Menos numerosas, se encuentran también demandas por incumplimiento de palabra de casamiento realizadas por la parte masculina de la pareja. Realmente se trata de denuncias diseñadas por ambos componentes de la misma, que suelen darse, principalmente, cuando la familia de la mujer promueve para ella un enlace con otro hombre. No es algo que responda a los deseos de las jóvenes. De hecho, las mujeres denunciadas suelen mostrarse dispuestas a acceder a las peticiones de los demandantes. Insistimos, ellas mismas han planeado la denuncia junto a sus compañeros, y es a ellos a quienes concedieron esa palabra de libre voluntad, y no a los otros, a quienes, si lo hicieron, fue sólo en atención a las presiones de sus deudos. Presiones y amenazas que les habrían impedido actuar con total libertad y declarar sin miedo a sufrir nefastas consecuencias. A sabiendas de esta limitación, una vez iniciado el proceso judicial, suelen ser depositadas por mandato del juez eclesiástico en alguna casa de confianza. El fin de esta disposición: garantizar su seguridad y la obtención de una declaración en condiciones de plena libertad. En ocasiones, incluso, serán las propias doncellas las que, sin mediar intervención judicial, escapen impacientes procurando refugio lejos del domicilio familiar que las oprime. Por regla general, las declaraciones de estas mujeres, en un entorno alejado de su hogar, manifiestan la voluntad de cumplir la promesa de casamiento realizada contra los intereses familiares. Alejadas de la coacción familiar, al sentirse libres, expresan abiertamente sus auténticas aspiraciones.

Las causas en las que se denuncia es el abandono de la palabra por la intromisión de familiares y amenazas de parientes, con independencia de si fueron incoadas por el hombre o la mujer que realizó la promesa, suelen obtener sentencias positivas. De ello se concluye que, si bien la Iglesia valoraba positivamente la obediencia a los dirigentes familiares y la adecuación a los intereses grupales, en sede judicial actuó por regla general en defensa de la libre voluntad de los contrayentes.

Para concluir, el análisis de los pleitos por incumplimiento de palabra de casamiento revela las circunstancias que motivaron, en determinadas circunstancias, la rebelión frente al orden establecido por la patria potestad. Si bien es cierto que, por lo general, padres e hijos aceptaron que el matrimonio debía ser una relación de acuerdo con las condiciones socialmente establecidas, hubo excepciones entre las gentes de aquella sociedad. Sin llegar a señalar la intransigencia de los padres como única causa del conflicto, verdad es que el “amor” y el afecto sólo fueron respetados cuando respondían a las expectativas de todos. Los pleitos seguidos ante la justicia eclesiástica son, en los casos que hemos tratado, expresiones de una debilidad: muestran los enfrentamientos surgidos de este conflicto de intereses, así como las argucias empleadas para obtener beneficios de un sistema matrimonial más interesado en beneficiar al grupo, que en procurar la felicidad individual.

La existencia de unas relaciones de poder poco equitativas a favor del varón y con el respaldo de las instituciones y de la costumbre no impidió que algunas mujeres buscasen satisfacer su afectividad y lucharan por sus derechos. El hecho de que muchos moralistas de la época dedicasen cuantiosas líneas a recordar a la mujer su posición en la familia y la sociedad da a entender la existencia de “otra” realidad no acorde con los postulados teóricos. Por mucho que los hombres, como representantes del patriarcado, avasallasen a sus mujeres –a sus hijas en el caso que ahora nos ocupa-, ellas supieron encontrar el arma con la que hacerles frente. El estudio de la documentación de la época nos permite comprobar cómo algunas mujeres consiguieron abrir brechas en una estructura de la sociedad patriarcal y monolítica, a través de las cuales se adentraron en nuevas sendas que, poco a poco, las fueron alejando de la prisión en que se desarrollaba su existencia.

Los actos de rebeldía a los que hemos hecho referencia revelan una lucha por el poder en la que las mujeres partían en clara desventaja, precisamente por ser mujeres en una sociedad donde estaba arraigada la idea del poder ligado al sexo. Sin embargo, algunas de ellas supieron encontrar fisuras en el sistema y obtener pequeñas cuotas de autoridad. Pese a las escasas licencias de los hombres –de sus padres-, ellas no se arredrarán, utilizando sus armas para hacer valer sus derechos. Si bien la valoración que de la mujer harán los hombres depende de sus responsabilidades en el espacio doméstico y en desempeño de sus funciones como hija, madre y esposa, no por ello las mujeres se darán por conformes y dejarán de combatir para conseguir aquello que es objeto de su interés.

Resta preguntarse si realmente nuestras mujeres pretendieron cuestionar formalmente la autoridad de sus padres y el deber de obediencia y sumisión femenina. Pensamos que no. Si bien llevaron a cabo comportamientos contestatarios en lo que a normas se refiere, no pretendieron un cuestionamiento –al menos consciente- de la asignación de roles impuestos desde la legislación y la doctrina. Habrían sido tan sólo maneras “rebeldes” de proceder que no parecen haber tenido otro propósito que encontrar una válvula de escape a la presión causada por la situación familiar vivida por cada una de ellas.

 

Autora: Marta Ruiz Sastre


Bibliografía

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