Manifestar con alegrías las victorias de las armas cristianas fue costumbre habitual en los reinos peninsulares durante la Edad Media. El regreso del infante don Fernando después de la toma de Antequera (1410) fue celebrado en Sevilla con una procesión en la que desfilaron los moros cautivos, con sus banderas mochas y los pendones de la cruzada. La llegada de la noticia se recompensaba con albricias al mensajero registradas a lo largo del siglo XV como también están documentadas las misas de acción de gracias que tuvieron lugar en el sitio de Zamora (1476) o en la toma de Almería (1490). Junto a la función religiosa, la práctica de correr toros se prodigó en tiempos de los Reyes Católicos y del Emperador. Para la conquista de Granada, según los datos de Antonio Romero, se lidiaron siete toros, y no faltaron las reses en la plaza de San Francisco con motivo de la toma de Trípoli (1510) y la victoria de Pavía (1525).
Durante el reinado de Felipe II se mantuvo el patrón festivo militar que involucraba a ambos cabildos: el eclesiástico se ocupaba de la procesión de acción de gracias, el civil de los regocijos; las luminarias y máscara ecuestre se sucedían en la víspera; la fiesta de cañas y toros el día principal. El aparato que rodeaba estos actos, sin embargo, aumentó en ornato y riqueza, particularmente por lo que sabemos del paseo ecuestre que realizaban los regidores durante la noche portando antorchas en las manos que esculpían irisaciones en sus flamantes libreas. En septiembre de 1582, las estrenaron para celebrar la victoria del marqués de Santa Cruz en la isla de la Terceira y por ellas el sedero Martín Sánchez cobró 176.000 mrs. La máscara de la nobleza fue acompañada de ministriles que montaron 14 cabalgaduras y en la cera de las 98 hachas se gastaron 62.000 mrs. Cuando se confirmó la hegemonía de España sobre las Azores, en julio de 1583, volvieron a celebrarse fiestas, colocándose tribunas para los caballeros del cabildo. La ropa de los justadores que lucieron sayos y marlotas de sedas, damasco y tafetán supusieron un coste de 587.000 mrs.
Nada comparable, sin embargo, con el ciclo festivo que había tenido lugar una década antes, durante los meses de enero y febrero de 1572, para celebrar la victoria naval de Lepanto acaecida el 7 de octubre del año anterior. Al éxito de la Liga Santa se sumará, el 4 de diciembre, la buena nueva del alumbramiento del príncipe don Fernando, el heredero al trono que garantizaba la continuidad de la casa de Austria. Ambos acontecimientos quedaron estrechamente vinculados en los discursos escritos y en los programas iconográficos que se desarrollaron en los principales territorios del imperio, desde Italia a Nueva España. Tiziano sintetizó la idea del destino providencial de esta monarquía inmarcesible en su famoso lienzo Felipe II ofreciendo al cielo al infante don Fernando, al tiempo que circulaban decenas de relaciones de la famosa batalla, en varias lenguas.
Las celebraciones de Sevilla sobresalieron en suntuosidad y riqueza que son los dos epítetos escogidos para la Relación de fiestas que imprimió Hernando Díaz bajo patrocinio de la ciudad de Sevilla. Los regidores sevillanos, en sesión extraordinaria de 13 de febrero de 1572, acordaron conceder 12.000 maravedíes para la estampación del libro que había presentado Pedro de Oviedo, escribano del cabildo, dedicado al asistente don Pedro López de Mesa. En él se recogen las danzas, máscaras jocosas, carros de triunfo, cabalgadas y juegos ecuestres que las corporaciones y los gremios de la ciudad realizaron ininterrumpidamente durante dos semanas, desde la víspera de Reyes hasta el domingo siguiente a su octava. Un total de 15 espectáculos diferentes que culminaron, el 17 de febrero, con la máscara del consulado de cargadores y mercaderes de Indias.
Esta última, rica y galana, representaba a las armadas turca y cristiana que se enfrentaron en la batalla de Lepanto. El cortejo del bajá Alí tenía un tono burlesco. El capitán de los turcos, caracterizado de forma grotesca y fiera, iba subido a una horrorosa sierpe y llevaba en su regazo al bufón Cazoleta que apuntaba con sus flechas a la gente “que estaua a las ventanas”. En contraste, la cuadrilla de don Juan de Austria y los generales de la Liga Santa encarnaba el valor y la dignidad. Trompetas italianas abrían el desfile del vencedor que iba acompañado por los generales cristianos con máscaras diferenciadas y lacayos, seguidos de la cuadrillas de los prisioneros, igualmente con caretas “con tanto artificio hechas que representaban tristeza”. La disimilitud estética entre ambos cortejos transmitía, conforme a las reglas de la fisiognómica, un contrapunto moral, quedando retratada la nobilitas del caballero cristiano frente a la tiranía del turco.
La tercera cuadrilla que entró en la plaza de San Francisco, epicentro festivo de la ciudad, representaba los reinos de la monarquía y concluía, al cabo, con los personajes de Roma, España y Venecia, los socios de la Liga. Roma portaba un estandarte con los retratos de Pío V, Felipe II y el Dogo veneciano, junto a las armas de su Santidad. La insignia está recreada en uno de los grabados de la Relación donde figuran los dos príncipes orando al pie del santo Padre, imitando -según Pedro de Oviedo- “a lo que Hur y Aarón hacían a Moysén, quando oraua en la batalla contra los amalequitas”. La evocación del pasaje bíblico legitima la nueva alianza entre las potencias católicas y convierte a don Juan de Austria en un nuevo David que levanta la cabeza del Goliat sarraceno en la segunda xilografía que también reproducimos.
Juan Gutiérrez Tello, alférez mayor de Sevilla y juez tesorero de su Majestad, fue la persona clave en la organización de este fabuloso espectáculo que financiaron los miembros del consulado. La máscara salió de su casa y en la última cuadrilla figuraban los cónsules Alonso Cazalla de León y Francisco Martínez Baeza, junto al prior Diego Díaz Becerril cuya trayectoria personal es significativa de toda una generación de grandes mercaderes que habían amasado extraordinarias fortunas en el comercio con Tierra Firme y el Perú.
Los grandes gremios de Sevilla, vinculados al trato y el comercio, tuvieron igualmente un destacado protagonismo en estas fiestas. El viernes 11 de enero los sastres, calceteros y jubeteros sacaron la invención del Decreto providencial del nombre del heredero. Iban cuarenta oficiales a caballo, encabezados por cuatro clarines y un heraldo armado con el pendón de la ciudad. En el carro, una plataforma móvil semejante a las que se usaban en el Corpus, se dramatizó una breve pieza para la circunstancia: dos pastores, el Placer y el Regocijo, dialogaban entre sí, recordando al público la victoria de Lepanto, la llegada de la reina doña Ana de Austria a España, su preñez y “cómo de ella se esperaba felice sucesso y buena fortuna en estos Reynos”. Concluido el prólogo de los rústicos, entró el Contento que traía el mensaje del nacimiento del príncipe y los tres, de consuno, acudieron a reconocerle por Señor. El niño estaba en brazos de su ama de crianza y los reyes se inclinaron para pedir a Dios les revelase el nombre del heredero. La Fe, la Esperanza y la Caridad, personajes alegorizados, cantaron el salmo Laudate dominum omnes gentes, instante en el que se abrió una nube de la que descendió un ángel que declaró “Del alto cielo viene decretado / que el príncipe Fernando sea llamado”. La representación concluyó cuando todos los personajes alzaron al heredero mientras cantaban el Te Deum y tocaban los ministriles.
Piezas dramáticas semejantes, en las que se combinan la loa con función prologal, una breve dramatización de carácter áulico que remite a la tradición del fasto cortesano y un broche final en forma de villancico o himno litúrgico, fueron ejecutadas por los oficiales de los distintos gremios participantes en las fiestas, convertidos en actores amateurs. Los doradores, por ejemplo, representaron “la coronación del príncipe nuestro señor”. Una figura de la Fe presidía este carro de invención, flanqueado en las esquinas por las cuatro virtudes clásicas ataviadas al romano. El Deseo, vestido a la villanesca, pedía albricias a la ciudad por el feliz nacimiento y las Virtudes acudían a dar el parabién a la reina. De un globo del mundo salió un hermoso infante que abrazado por la Fe le impuso su propia corona. Ministriles y vihuelas de arco iban en el secreto del carro tañendo sus instrumentos al tiempo que esparcían billetes con la letra: “Philipe y Fernando son / los de mi escudo y blasón”.
El gremio de la madera de gran pujanza en una ciudad portuaria como Sevilla se llevó el premio del concurso de invenciones del cabildo por la espectacularidad de su puesta en escena. Representaron el carro de la gentilidad que presidía el dios Febo. Una figura alegórica de la Fama, montada sobre un dromedario vivo, lo anunciaba, siguiéndole los tres Gentiles, ensillados sobre tres camellos. Los grandes animales del desierto ya se habían utilizado en las fiestas cortesanas de Valladolid donde el propio príncipe don Felipe acompañó al duque de Alba en el torneo de 1544. Pero en Sevilla resultaron de gran exotismo y así lo realza el cronista. También resultaba novedoso la incorporación de una escena paródica: el pequeño carro del moro Jarife que debió hacer las delicias del público simulando repetidas reverencias a un león enjaulado “haciéndole dar bramidos”. Detrás iba el trono de Febo, padre universal de toda generación, tirado por un elefante artificial. Se ejecutó la danza de las tres gracias y los tres zagales que fue interrumpida por Mercurio, el mensajero de los dioses, que en un largo parlamento declaraba la invención del carro: “que aquellas fieras y el moro Xarife que las domesticaua se venían a rendir en nombre de todos los reyes del África”.
Estos tres ejemplos señalan una encrucijada de gran interés en la maduración del fasto público ciudadano. El lenguaje clásico, la tradición de la práctica escénica de los gremios y el imaginario militar del Mediterráneo convergen en unas fiestas en las que la riqueza compitió con la curiosidad y el ingenio.
Autor: José Jaime García Bernal
Bibliografía
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MÍNGUEZ, Víctor, “Iconografía de Lepanto. Arte, propaganda y representación simbólica de una monarquía universal y católica”, en Obradoiro de Historia Moderna, 20, pp. 251-280.
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ROMERO ABAO, Antonio del Rocío, Las fiestas de Sevilla en el siglo XV, Madrid, Deimos, 1991.