En la Edad Moderna, la danza era una disciplina elemental en la educación de las élites, puesto que se practicaba en las reuniones sociales recreativas, que en España se llamaron saraos. Cantar, bailar y tocar un instrumento eran prácticas habituales de la vida privada, pues además de ser un entretenimiento personal e íntimo, formaba parte de las reuniones domésticas y era una habilidad estimada en los hombres y especialmente en las mujeres. Los manuales de cortesanos hacían hincapié en su importancia, y todos aquellos con aspiraciones de ascenso social procuraron a sus hijos una formación en esta materia. En las mismas escuelas de danza coincidían nobles, mercaderes, escribanos y artesanos porque, al igual que en las escuelas de esgrima, no sólo se adquirían nociones de danza sino un refinamiento físico general. De hecho, del maestro de danza se esperaba hábitos y presencia ejemplares.

Se trataba de una fórmula moralmente aprobada para el acercamiento de los sexos, e incluso servía para simbolizar aproximaciones políticas y diplomáticas en las embajadas y cortes. Para ceñirse al canon de lo moralmente inocuo, debía guardarse el decoro en todo momento. La danza de sarao se diferenciaba de los bailes que practicaba el pueblo en que aquella no contemplaba el concurso de los brazos, sino que concentraba la atención en complejos juegos de pies manteniendo los brazos pendiendo junto al cuerpo o sosteniendo instrumentos musicales, en el mejor de los casos. Algunos bailes despertaron el escándalo de los moralistas en el siglo XVI, pero con el tiempo se adocenaron y acabaron incorporándose al repertorio académico en el siglo XVII bajo la forma de danzas, como fue el caso de la zarabanda o la chacona. Con todo, un excesivo entusiasmo por esta disciplina también podía despertar los recelos de los moralistas, como fue el caso del rey Felipe III.

En las cortes, el maestro de danzar interno enseñaba tanto a los miembros de la familia real o nobiliaria como a los pajes. En las ciudades, los maestros de danzar mantenían escuelas abiertas al público y se ejercitaban al ritmo de la vihuela o la guitarra que ellos mismos tocaban. En Europa ya tocaban el violín en el siglo XVII, pero en España no se adoptó hasta finales de la centuria. Las escuelas de danza mantenían reglas similares a las de las escuelas de esgrima, y el honor entre bailarines era muy observado en la pista, tanto es así que se celebraban duelos o retos de danza con complejos rituales. Estaban abiertas a ambos sexos, aunque segregados. Las mujeres tendían con mayor frecuencia a recibir al maestro en casa y no faltaban intrusos en este oficio con objetivos espurios, con el peligro que ello implicaba para el honor de las discípulas, como revelan las fuentes literarias y judiciales. Para iniciar los estudios de danza, el maestro y el responsable legal de los jóvenes aspirantes (idealmente, adolescentes) a veces firmaban un contrato ante notario en el que el maestro se comprometía a enseñarles “todas las mudanzas y piezas de curiosidad que el día de hoy se usan (…) y a bailar con castañetas e sin ellas todos los bailes que se bailan”, como decía cierto contrato sevillano de 1618. No sólo les enseñaría a tocar simultáneamente las castañuelas, sino también la guitarra. En el plazo de dos años, estaba obligado a completar su formación, porque de lo contrario pagaría a otro maestro que acabara su trabajo.  

Las danzas de sociedad en la Edad Moderna tendieron a ser de pareja mixta, en contraposición con las danzas medievales que se bailaban en corro. En los saraos, la costumbre era la sucesión de dos danzas de distinta naturaleza: la primera más cadenciosa y en ritmo binario y la segunda más ágil y en ritmo ternario. El primer tipo, denominado baja danza, requería que los danzantes se deslizaran con gravedad y calma, sin que sus pies abandonaran el suelo. El segundo tipo comprendía saltos, brincos y giros. Las bajas danzas más conocidas pueden ser la pavana, el turdión o la alemanda; las danzas altas más populares son la gallarda, el saltarelo, el corrente. El repertorio de las danzas de sociedad estaba en constante cambio. Del extranjero vinieron a España la alta y la baja danza, la pavana y la gallarda, el saltarelo, la alemana y el corrente, el pie de gibao, el torneo, la morisca, el furioso, la españoleta, el contrapás, el canario, el bran de Inglaterra, las folías portuguesas y tantas otras. En cambio, eran de origen español el caballero, la dama, la hacha, la zambra, el villano. En el siglo XVIII triunfó la hegemonía francesa, de modo que se extendieron por Europa y llegaron a Andalucía el minué y la contradanza. Nótese que en la centuria dieciochesca se popularizaron nuevas fórmulas y espacios de sociabilidad y que el baile como evento público empezó a celebrarse en los teatros abiertos al público, rebasando por tanto el ámbito privado de las élites sociales.

La danza del Antiguo Régimen contemplaba desplazamientos verticales (cabriolas) y horizontales (mudanzas), dibujando figuras en el suelo con los pies. Por el contrario, el tren superior tendía a permanecer pasivo, con los brazos pendiendo junto al cuerpo; alzar los brazos o contonear el cuerpo sólo se contemplaba en bailes sospechosos desde el punto de vista moral. Era importante mantener el cuello, la columna y la pelvis erectos y rígidos. En los momentos de reposo musical se regresaba siempre a una postura de inicio llamada planta (natural y de cuadrado). Los principales pasos de que se componían las coreografías eran la reverencia, el sencillo, el doble, la represa y la continencia. Las fuentes también mencionan los quebraditos, las patadillas, las floretas, los pasos, los saltos, las cabriolas, las sacudidas, los sostenidos, las vueltas y los combinados (cuatropeados, encajes, cruzados y campanelas). El estilo español de danza del Siglo de Oro era más rígido y severo que el de otros países, pero los manuales y las fuentes iconográficas dejan entrever que enriquecer el esquema básico de la coreografía con adornos era tarea de cada bailarín, y dependía del contexto, de la etiqueta y de su  propia creatividad.

Las danzas de sociedad no sólo se bailaban en los salones. También inspiraron a las danzas sagradas o litúrgicas que se ofrecían a la divinidad en las fiestas religiosas, y fueron un elemento consustancial al teatro en todas sus formas, del cortesano al de los corrales de comedias.

La danza comenzó a ser una disciplina reglada a partir del Renacimiento. En el siglo XV, de la mano de la imprenta y las artes cortesanas, aparecieron los primeros manuales y maestros en Italia; en el siglo XVI Francia se situó en la vanguardia, creando incluso ballets cortesanos. Del siglo XVII datan los tres únicos manuales de danza que se conservan en España, los cuales revelan un fenómeno mucho más extendido: el impreso Discursos sobre el arte del danzado de Juan de Esquivel Navarro, publicado en Sevilla en 1642, el manuscrito de Baltasar de Rojas Pantoja y un tercer manuscrito anónimo conservado en la Biblioteca Nacional. Sus instrucciones son bastante imprecisas, constituyendo meras plantillas para los pasos.

 

Autora: Clara Bejarano Pellicer


Fuentes

ESQUIVEL NAVARRO, Juan, Discursos sobre el arte del dançado y sus excelencias y primer origen, reprobando las acciones deshonestas, Sevilla, 1642. En Biblioteca Nacional de España, R/34899

JAQUE, Juan Antonio, Libro de danzar de D. Baltasar de Rojas Pantoja. En Biblioteca Nacional de España, MSS/18580/5.

Bibliografía

BARCLAY, T. B., “Dos maestros de danzar”, en KOSSOF, David y AMOR Y VÁZQUEZ, José (eds.), Estudios sobre el teatro antiguo hispánico y otros ensayos. Homenaje a William L. Fichter, Madrid, Castalia, 1971, pp. 71-80.

BROOKS, Lynn Matluck, The art of dancing in seventeenth-century Spain: Juan de Esquivel Navarro and his world, Lewisburg, Burcknell University Press, London Associated University Presses, 2003.

BROOKS, Lynn Matluck, The dances of the processions of Seville in Spain’s Golden Age, Kassel, Reichenberger, 1988.

FLÓREZ ASENSIO, María Asunción, Música teatral en el Madrid de los Austrias durante el Siglo de Oro, Madrid, ICCMU, Colección Música Hispana Textos, 2006.

HORST, Louis, Interpretación de las danzas del Renacimiento y el Barroco, Madrid, Intervalic, 2005.

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