Como ocurre con la violencia familiar, también reviste dificultades el estudio de las violencias sexuales durante el Antiguo Régimen, debido a que muchos casos no llegarían a los tribunales, entre otras razones por temor de las víctimas a la difamación. Los casos más frecuentemente representados en la documentación se refieren a violaciones, seducciones, raptos y estupros. Estos últimos consistían en la relación carnal con soltera núbil, logrado generalmente con engaño. Igualmente se consideraba estupro la relación de este género con viudas honestas y con religiosas. La frontera entre la violación y el estupro era a menudo difusa. No era infrecuente que el acusado se defendiera afirmando que la relación había sido consentida, mientras que su víctima alegaba que había conseguido sus propósitos con utilización de la fuerza.

El Manual alfabético de delitos y penas de Echebarría (1791) distingue en su glosario de transgresores de la ley la figura del desflorador y la del forzador de mujeres, correspondientes respectivamente al estuprador y al violador. Define al desflorador como “el que estupra doncella honesta”, señalando que

quien cometa este delito, aunque se diga que fue de mútuo consentimiento, y no con violencia, si es hombre de alguna distinción pierde todos sus bienes (…), no siéndolo incurre en la pena de azotes y destierro, y si es criado ó huesped de la casa donde se halla la doncella, debia morir quemado, entendiéndose lo mismo por lo respectivo á las Monjas y viudas honradas.

El propio Echebarría señalaba la notoria diferencia entre esta disposición legal, contenidas en las leyes de Partidas, y la práctica penal, especialmente por lo que se refería a doncellas y viudas no religiosas, pues lo normal era que tales penas no fuesen aplicadas, sino que alternativamente se obligara al estuprador a contraer matrimonio con la ofendida o a dotarla para que casase con otro hombre. En caso de resistirse al matrimonio, el estuprador podía ser enviado a cumplir pena a presidio.

La ley castigaba también duramente el forzamiento de mujeres. A diferencia del estupro, la violación venía definida no sólo por la falta de consentimiento de la mujer, sino también por la existencia del asalto violento. Las Partidas condenaban con la muerte la violación de doncellas, casadas o viudas honestas, pero en la práctica esta pena se conmutaba frecuentemente por la de galeras, minas o presidio a proporción de la fuerza, tiempo, lugar y circunstancia de la ejecución del delito. Hay excepciones, lógicamente. En 1586 ahorcaron y descuartizaron en Sevilla a un negro llamado Domingo porque forzó en el campo a tres mujeres, en diferentes partes y tiempos.

Las relaciones conflictivas entre hombres y mujeres, la violencia de género y las transgresiones de la moral sexual tienen una fuente de primera magnitud en la documentación judicial, tanto civil como eclesiástica, así como en las cartas notariales de perdón. Estas fuentes ilustran numerosos casos de violencia sexual. Así, por ejemplo, en 1614, estando Ginesa Martínez, ama del cura Manuel Sutil, en su casa, situada en el castillo del duque de Medina Sidonia, en la villa de Chipiona, entró Luis de Soto, “y por fuerça quiso tener cópula con la susodicha”. En 1654 se presentó ante la justicia de Niebla una vecina del lugar de Calañas, llamada Ana Ramírez, y se querelló criminalmente contra un tal Juan Gallego porque un año antes éste la había solicitado y estuprado, dándole palabra de matrimonio, que luego incumplió. El testimonio en primera persona de Ana Ramírez resulta muy elocuente acerca de las formas habituales de la violencia sexual en el ámbito rural y del aprovechamiento por parte de los agresores de las relaciones de vecindad y de las diferencias económicas y sociales con sus víctimas, que dejaba a éstas en una situación de inferioridad. Según relataba Ana en su denuncia, Juan Gallego,

con ánimo de delinquir y afrentarme abrá un año poco más o menos (…) estando yo en las casas de mi morada, sola y sin compañía ninguna, siendo como soy mossa honrada, onesta y recogida, me solisitó de amores, persuadiéndome una y muchas besses a que se quería cassar conmigo y que de ello me da[ba] palabra, con que me dejase gossar del susodicho, y aunque muchas beses me resistí, disiendole que yo era muger pobre y él hombre rico y no se abía de cassar conmigo, que escussase sus pretençiones, todavía me ynstó y dio palabra de casamiento disiéndome que no abría de ser otra su muger si no era yo y que en ello podía estar muy sierta, y debaxo desta palabra y en fee de que abía de ser mi marido me rendí y entregué al susodicho, el cual me gozó, estrupó y ronpió mi birginidad en uno de los días de las Carnestolendas passadas de sinquenta y tres en la noche, y dende en adelante el dicho Juan Gallego prosiguió en gozarme cada bes que quería, entrando y saliendo en mi cassa de día y a deshoras de la noche por los corrales de las cassas de la morada del dicho su padre…

El resultado de estas equívocas relaciones fue el nacimiento de una hija, la negativa de Gallego a casarse con Ana y la pretensión del estuprador de contraer matrimonio con otra mujer, dejando a la desdichada madre “deshonrada y afrentada”. Ana Ramírez pensaba que nadie querría casarse con ella después de lo sucedido, “aunque tuviese dos mil ducados” (como dote). El precio de la composición de la afrenta quedaba así insinuado. Y es que en este tipo de casos la reparación exigida llegaba bien por la vía del matrimonio, bien por la de la compensación económica pactada o a la que el difamador se avenía.

Mucho tiempo después del anterior caso, en 1712, Isabel Rodríguez, ermitaña de la ermita de San Benito, en Puerto Real, declaró que Manuel Montero, individuo que tenía amistad y familiaridad de trato con ella y con su marido, llegó a dicha ermita y, aprovechando que se quedaron solos,

… la empezó a enamorar haciéndole muchas ynstancias para que condeszendiera a lograr su gusto, a que la susodicha se escussó, reprehendiéndole y diciéndole se dejase de semejante intento, pues no parecía bien que siendo tan amigo de su marido quisiese executar una infamia como la que pretendía, procurando la que declara aquietarlo con estas y otras razones asta que el dicho Manuel Montero, viendo su resistencia, violentamente, con poco temor de Dios, la entró en la dicha hermita donde la tendió en el suelo pretendiendo y ynsistiendo gozarla, a lo que la que declara procuró defenderse para que no lograse dejarla burlada, arañándole la cara y mordiendo, en cuia brega auían estado gran rato, y aunque la que declara procuraua dar gritos para que la fauoreciese alguna persona si pasaua por allí, el dicho Montero la tapaua la boca para que no se oyese el eco y tubiese lugar ejecutar lo que intentaua, y a gran rato, como pudo se zafó del referido y salió al canpo, donde continuó sus gritos, a los que les llegaron Juan Trigueros, que venía del molino, Juan Trujillo, Diego Trujillo y otro onbre que llaman Alonso (…), quienes estauan trauajando en las huertas inmediatas y estos le preguntaron que qué tenía y les respondió aquel pícaro perro auía querido violentarla y gozarla en la ermita, lo cual los referidos se lo reprehendieron seueramente…

Poco se sabe acerca de la pederastia y de los abusos sexuales a menores. Algunos casos, sin embargo, han dejado huella en la documentación. En 1586, Miguel Sánchez fue quemado en Sevilla, “porque lo hallaron que estaba haciéndole fuerza a un niño de cuatro años”. Impactante es el caso narrado y analizado por Tomás Mantecón, sucedido en Madrid en 1641. Dicho año, la Sala de Alcaldes de Casa y Corte sentenció a un adolescente llamado Esteban Cerón a pena de muerte y al pago de una indemnización por estuprar a su vecina María de Torres, de tan sólo cinco años de edad, a quien atrajo con regalos y forzó en una covacha de su casa mientras le tapaba la boca con un pañuelo para que no gritase, provocándole desgarros vaginales y una abundante hemorragia. El estuprador, hijo de un escribano de Madrid, salvó la vida, primero huyendo de la justicia y luego mediante un acuerdo de apartamiento de querella y compensación económica negociado entre su madre y la madre de la niña.

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


Bibliografía

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