La del Antiguo Régimen era una justicia de hierro. El sistema penal contemplaba castigos muy duros para los delitos, muchos de los cuales estaban sancionados con la pena capital. Aunque reservada para los crímenes más atroces y escandalosos, un gran número de delitos estaban penados por la ley con la muerte: el homicidio, el parricidio, el robo, el bandidismo, la falsificación de sellos y monedas, el incendio intencionado, el forzamiento de mujeres, la herejía, la sodomía, la traición al rey e, incluso, el adulterio, las asonadas, el desafío, la resistencia a la justicia y la profanación violenta de sepulturas.

La potestad para sentenciar a la pena capital residía en los jueces de la justicia real ordinaria, incluidos los de primera instancia, pero también en los tribunales pertenecientes a otras jurisdicciones exentas o específicas. En el caso de que el reo fuese religioso debía ser degradado antes de su ejecución. Los tribunales eclesiásticos, tanto ordinarios como especiales (caso de la Inquisición), no podían aplicar la pena de muerte, por lo que los sentenciados a ella debían ser relajados, es decir, entregados para su ejecución al brazo secular.

Las formas de ejecución de la pena de muerte variaban en función de las diversas jurisdicciones y tribunales. La justicia real ordinaria ajusticiaba habitualmente a los condenados en la horca, pero si el reo era noble era degollado o decapitado, dado que la muerte por soga era considerada infamante. La Santa Hermandad ejecutaba por asaetamiento, siempre fuera de las ciudades, pues su jurisdicción se limitaba a las zonas rurales. Los condenados por la Inquisición, en cambio, eran quemados vivos, pero si en el último momento abjuraban de sus creencias eran estrangulados antes de ser entregados a las llamas. En casos excepcionales, los sentenciados a la pena capital eran encubados, es decir, metidos en una cuba y arrojados al agua, donde morían por asfixia o ahogamiento. Para el parricidio, la ley preveía que los reos fuesen encubados o metidos en un saco de cuero con un gallo, una mona, un perro y una víbora, y arrojados al mar o al río más cercano, pero esta brutal práctica fue cayendo progresivamente en desuso.

Estas penas y el ritual de su ejecución estaban dotados de un fuerte significado simbólico. Servían como medio de reafirmación de la superioridad del poder, al mismo tiempo que como espectáculo público ejemplarizante. Como afirma José Luis de las Heras:

Si bien es verdad que la reparación del daño privado, causado por el delito, debía ser proporcionada en una sentencia equitativa, la ejecución pública de la pena capital no se realizaba para ofrecer el espectáculo de la mesura, sino el del desequilibrio. En la liturgia de la pena de muerte existía una afirmación enfática del poder monárquico y de su superioridad intrínseca. Superioridad que no pretendía circunscribirse al campo de lo moral, y alcanzaba su mejor reflejo en el cuerpo vencido y roto del condenado.

El ensañamiento con el cuerpo del reo formaba parte de esa macabra lógica. Michel Foucault se refiere a ello a través del ejemplo de la ejecución del regicida Robert-François Damiens, que atentó contra la vida de Luis XV de Francia. En España los tribunales también decretaron en ocasiones penas accesorias a la muerte, tales como el atenazamiento (arrancar trozos de carne o quemarla con tenazas) o la mutilación, que se practicaban durante el traslado del reo hasta el lugar de la ejecución. Después de esta, en ocasiones el cuerpo del ajusticiado era hecho cuartos o se seccionaba alguna parte de él (la mano con la que había sido cometido el crimen, por ejemplo) con la finalidad de exponerlos en lugares públicos para aviso y ejemplo de la población. Para ciertos tipos de delitos (herejía, sodomía, bestialismo) estaba previsto quemar el cuerpo del reo hasta reducirlo a cenizas, lo que constituía un evidente acto simbólico de purificación.

El traslado desde la prisión hasta el cadalso se hacía públicamente “por las calles acostumbradas”, para vergüenza pública del condenado, que era conducido a lomos de una mula, en una carreta o arrastrado en un cesto, mientras era pregonado el delito por el cual había sido sentenciado. Aunque a veces tenían lugar en el interior de la propia cárcel, las ejecuciones eran por lo general públicas, y a menudo contempladas por una gran concurrencia de gente. En Sevilla tenían lugar en diversos lugares, como Triana, la puerta de la Macarena o la plaza de San Francisco, donde también se celebraban los autos de fe del Santo Oficio, aunque los condenados a muerte por este eran posteriormente trasladados al quemadero de Tablada. Excepcionalmente, también se ejecutó a algún reo del tribunal de la Contratación en la plaza del mismo nombre.

Juristas y teólogos justificaban la pena capital. La Iglesia la admitía y colaboró activamente con vistas a lograr el arrepentimiento y la salvación de los condenados. A este fin, los miembros de determinadas órdenes religiosas masculinas acompañaban a los reos durante su permanencia en capilla y en su traslado hasta el cadalso. Determinadas cofradías piadosas participaron también en la asistencia de los condenados y se ocuparon de su posterior entierro.

Es difícil calcular cuántas personas fueron sentenciadas a la pena capital y ejecutadas en Andalucía durante los siglos modernos. El jesuita Pedro León asistió en Sevilla a más de trescientos condenados entre 1578 y 1616, años en los que, aunque con algunos paréntesis temporales, desempeñó este encargo de su orden. Las memorias del padre León constituyen un testimonio estremecedor de la realidad de la pena de muerte en la Andalucía del Siglo de Oro, y han sido utilizadas por diversos autores que se han ocupado de esta temática.

En el siglo XVIII, las nuevas ideas penalistas de la Ilustración fueron amortiguando la dureza de las sentencias, en general, y las condenas a la pena capital, en particular, a pesar de que subsistían aún las leyes que las contemplaban expresamente. Así, por ejemplo, el Manual alfabético de delitos y penas de Echebarría dice lo siguiente por lo que respecta al adulterio: “El adúltero debía morir (…), pero es bien notorio que no se halla en práctica y se suele dar el castigo de reclusión a la adúltera y presidio al adúltero, u otras penas graduando los casos y circunstancias”. Ello es el resultado de la moderna concepción del derecho penal que se extendió a partir de la obra del jurista italiano Cesare Beccaria, difundida en España, entre otros, por Manuel de Lardizábal.

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


Documentos

  • Pedro León, S. I.

“Tras de toda esta procesión iba María Ana de Sotomayor, la mujer del bañero de junto a San Juan de la Palma, para quemarla con su esclavo Jerónimo (…), a quien iban atenazando encima de un carretón. Y yo, allí con él, iba limpiando y regalando las llagas que le hacían las tenazas ardiendo; y a la misma puerta del baño le cortaron la mano derecha; y después de ahorcados los cuatro en la Plaza de San Francisco, fuimos con los dos, ama y esclavo, a la chamiza, adonde los quemaron. Todos murieron como muy buenos cristianos. Pero lo que más me espantó fue la paciencia del Jerónimo, que ni las tenazas, ni al cortar de la mano, jamás hizo el menor sentimiento del mundo, sino como si se hiciera aquello en algún palo, sino solamente: Sea por amor de Dios, más merecía yo. Y cuando le decía al verdugo que no le lastimase tanto con el fuego de las tenazas, decía el Jerónimo: Déjelo, Padre, que hace su oficio y todo esto no es nada para lo que yo merezco”.

  • Padre León, S. I.

“Año de 1611. Francisco García, y por mal nombre “Manotas”, a 7 de abril, ahorcado. Decía el pregón: por facineroso y que le cortasen la cabeza y le pusiesen en una jaula allí mismo en la Puerta de la Macarena adonde lo ahorcaron. Este era de los valentones de la Feria y llamáronle “Manotas” porque las tenía muy grandes para hacer mil insultos y travesuras. Salió toda Sevilla a verlo, que semejantes hombres mueren en paz y en paz de toda la ciudad. Murió con mucha contrición y dolor de sus pecados y mala vida”.

Bibliografía

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FOUCAULT, Michel, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Madrid, Siglo Veintiuno, 1982.

HERAS SANTOS, José Luis de las, La justicia penal de los Austrias en la Corona de Castilla, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1994.

HERRERA PUGA, Pedro, Sociedad y delincuencia en el Siglo de Oro, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1974.

LEÓN, Pedro de, Grandeza y Miseria en Andalucía. Testimonio de una encrucijada histórica (1578 a 1616), edición de Pedro Herrera Puga, Granada, Facultad de Teología, 1981.

MANTECÓN MOVELLÁN, Tomás, “Las culturas criminales portuarias en las ciudades atlánticas: Sevilla y Ámsterdam en su edad dorada”, en FORTEA, José Ignacio y GELABERT, Juan Eloy (coord.), La ciudad portuaria atlántica en la historia, siglos XVI-XIX, Santander, Universidad de Cantabria, 2006, pp. 159-194.

RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, Ángel, “La soga y el fuego. La pena de muerte en España en los siglos XVI y XVII”, en Cuadernos de Historia Moderna, 15, 1994, pp. 13-40.

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