A través de las cartas notariales de perdón o apartamientos de querella podemos estudiar la violencia y los conflictos interpersonales en sus diversas manifestaciones. Agresiones contra la integridad física, contra el honor y la honra o contra la propiedad podían resolverse de forma privada al margen de los tribunales de justicia. Así, muertes, heridas, maltratos de obra y de palabra, injurias, forzamientos, estupros, adulterios, hurtos, robos y otras ofensas se arreglaban ante el notario público. Este redactaba el instrumento y legitimaba el acuerdo alcanzado entre las partes, que normalmente consistía en compensar económicamente a la víctima o en el establecimiento por parte de esta de una serie de “calidades o condiciones” que la parte querellada debía cumplir. También existieron razones religiosas o más personas que expresaron los otorgantes para justificar el perdón, lo que convierte cada documento en un caso particular. En cambio, al agresor se le eximía de cualquier culpabilidad que se le hubiese incriminado. De modo que el perdón notarial era un instrumento jurídico de resolución de conflictos muy extendido en la Edad Moderna con el que podemos estudiar no solo la violencia en la medida que aparecen los delitos condonados, sino también otros mecanismos de resolución de conflictos alternativos al sistema judicial, como la infrajusticia o la extrajusticia.

Las agresiones físicas contra la mujer es una de las modalidades de violencia que se han abordado mediante el empleo de las cartas de perdón. Baste con citar el trabajo realizado por Francisco J. Sánchez Cid, La violencia contra la mujer en la Sevilla del siglo de oro (1569-1626), publicado en 2011, en el que el autor estudia todas las formas de violencia interpersonal que han padecido las mujeres a través del análisis de 248 escrituras procedentes del Archivo Histórico Provincial de Sevilla. En esta ocasión, mostraremos brevemente el uso del perdón para solucionar los conflictos matrimoniales derivados en violencia conyugal. Las querellas que interponían las mujeres maltratadas por sus maridos incoadas en los tribunales civiles o eclesiásticos eran paralizadas mediante la concesión del perdón notarial. El maltrato no era una razón suficiente para tramitar un pleito, por lo que las féminas debían complementar la causa con otras acusaciones como el abandono del hogar, el adulterio o el incumplimiento de los deberes maritales. Además, los pleitos de nulidades o separaciones matrimoniales no eran asequibles a todos, ni la legislación civil o canónica otorgaba el mismo tratamiento a hombres y mujeres, ni tampoco la sociedad se basaba en la igualdad de sexos ya que el modelo patriarcal era el imperante en aquellos tiempos. Por tanto, a las mujeres se las relegó a una posición de inferioridad con respecto al hombre, quedando subordinadas a la figura masculina.

El camino para muchas mujeres maltratadas y abusadas por sus maridos fue la reconciliación. Una reconciliación pacífica, pactada y ratificada en escritura pública, en la que la esposa exoneraba al marido de toda culpabilidad y hasta justificaba su acción cuando no podía seguir una querella. Es el caso del perdón de heridas que otorgó María del Castillo a favor de su marido Antonio Jurado, en 1667: “y conociendo que en haberme dado las dichas heridas el dicho mi marido no tiene culpa ni voluntad de hacerlo, porque se ha entendido y tiene por cierto que el susodicho estaba con algún maleficio”; o el perdón por malos tratos otorgado por Ana de Castro: “en consideración de que yo le provoqué para que me hiciere los dichos malos tratamientos”. En otros casos la restauración del matrimonio no fue posible. La esposa vejada determinaba una serie de condiciones que imposibilitaba la convivencia, como las que fijó doña Francisca de Ayllón a su marido Juan Silvestre: “que el susodicho no venga a inquietarme a este convento, ni entre en su puerta adentro, ni que otra persona en su nombre me ponga demanda sobre que salga a hacer vida maridable con él, porque si lo intentare va a seguir la dicha causa”.

El acercamiento tenía lugar gracias a la intervención de mediadores a los que las escritura comúnmente alude de forma genérica -“por ruego de buenas personas”, “por intercesión de personas honradas que en ello han intervenido”-. Estos pacificadores solían ser párrocos o personas de prestigio dentro de la comunidad, pero también familiares o amistades de los cónyuges podían intermediar y relajar la situación. Algunos, incluso, se comprometían a través de una carta de obligación que se adjuntaba al perdón a que el ofensor no volvería a agredir a la víctima, incurriendo el obligado a fuertes penas en caso de no cumplirlo.

Otras mujeres corrieron con peor suerte y fueron asesinadas por manos de sus maridos. En estos casos, el perdón de muerte condonaba el uxoricidio cometido por el marido. Normalmente eran los padres o hermanos de la víctima los que perdonaban el homicidio, pero también se dieron casos en los que los propios hijos del matrimonio remitían la querella y perdonaban a su padre. Esto se dio en casos extremos de necesidad y urgencia, puesto que el castigo del delito, en caso de dictarse sentencia, sería de graves consecuencias para los agraviados ya que los menores quedarían huérfanos de padre y madre. Así, el curador de los menores de 10 y 7 años perdonó al uxoricida y padre de los niños con la finalidad de paralizar el proceso judicial porque iba a ser condenado a pena de muerte, quedándose los dichos menores “huérfanos y descarriados y sin amparo ni persona que los alimente, siendo así que el dicho su padre los ha alimentado hasta ahora y los alimenta y quiere alimentar de aquí en adelante, con que a los dichos menores se les sigue notoria utilidad de perdonar al dicho su padre”.

Por último, también encontramos perdones en los que los malos tratos se producen antes de consumarse el matrimonio, como el caso de María Bautista, que otorga perdón a su marido declarando que, antes de casarse con él, se querelló criminalmente por haberle dado bofetadas y hacerle malos tratamientos.

Para concluir podemos decir que el perdón notarial fue un instrumento ampliamente usado para resolver los problemas derivados del matrimonio postridentino. Además de reparar la violencia física y verbal padecida por la fémina, también se dieron situaciones conflictivas en las que el afectado era el varón. El adulterio cometido por la mujer, según los parámetros ideólogos de la época, era el peor de los crímenes puesto que atentaba gravemente contra el honor masculino, por lo que el perdón de “cuernos” otorgado por el marido engañado evitaba la venganza de sangre que este podía ejecutar contra los adúlteros. También documentamos casos en los que la mujer asesinaba a sus hijos y era el marido quien le perdonaba el filicidio para evitar que recayera sobre ella la pena capital. Pero, sin duda alguna, la mujer fue la que sufrió los peores embates de una sociedad gobernada por hombres bajo la concepción de inferioridad y sumisión.

 

Autora: Antuanett Garibeh Louze


Bibliografía

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