Los estudios funcionalistas sobre la historia de la familia han incidido más en los procesos internos de diferenciación de funciones y estatus, ligados a las necesidades de gestión de los recursos dentro de la propia familia, entendida como unidad económica, que en los fenómenos de violencia familiar, que han sido analizados desde esta específica visión como una mera patología. Actualmente, las perspectivas de análisis se han dirigido también hacia el espacio familiar como un espacio cotidiano de experiencias e intereses enfrentados y, por tanto, de conflictos.

Sin embargo, los fenómenos de violencia familiar resultan desigualmente conocidos, porque las posibilidades de la documentación hacen que la atención de los investigadores se haya focalizado más hacia las relaciones conflictivas entre maridos y esposas que hacia otro tipo de violencias domésticas, por ejemplo, la ejercida contra los hijos o los criados, que pasa en mayor grado desapercibida. En general, el concepto jerárquico y patriarcal de la familia dominante y la legitimación del marido para corregir a la mujer y a los hijos hacen que gran parte de los casos de violencia familiar quedaran en el estricto ámbito privado y que no trascendieran a la esfera judicial, por lo que la violencia familiar en el Antiguo Régimen presenta un escaso grado de visibilidad.

El aspecto mejor conocido, pues, de la violencia en el ámbito familiar es el de los malos tratos infligidos por los maridos a sus mujeres, que fundamentaron la casi totalidad de las demandas de divorcio seguidas ante los tribunales eclesiásticos. La mayor parte de estos casos no acababa en la separación efectiva del matrimonio, ya que las autoridades mediaban para restablecer la convivencia de la pareja, lo que dejaba abierto el riesgo de que el marido reincidiera en los malos tratos a la mujer, situación que en ocasiones terminaba incluso con la muerte de ésta.

Veamos un ejemplo de este tipo de situaciones. En 1740, María Josefa Jiménez, mujer de Alberto Barcia, se quejó ante la justicia de que “el susodicho repetidas veces la había maltratado y ofendido de palabra y obra sin darle la menor ocasión para ello, y que ayer (…) ejecutó con la susodicha la misma ofensa arrastrándola por la casa y dándole de golpes, de que traía la referida la cara acardenalada”.

La justicia interrogó a varios testigos sobre este caso. En sus declaraciones se aprecia la activación de solidaridades femeninas vecinales con la mujer agredida. Los hombres interrogados, sin embargo, fueron más evasivos en sus testimonios. De las declaraciones de los testigos se deduce también que el consumo de alcohol era el desencadenante habitual de la agresividad del marido. Así, Teodora Espinosa refirió que éste venía del campo todos los días de fiesta y se embriagaba de vino, injuriando luego a su mujer con palabras afrentosas, dándole palos y bofetadas y amenazándola de muerte, causa por la que la citada testigo había tenido que defender a la agredida en muchas ocasiones y quedarse acompañándola hasta la madrugada. En la ocasión denunciada, el marido, “habiéndose embriagado, fue a su casa como un furioso y arrastró a la dicha su mujer”. El juez mandó prender a Barcia y embargar sus bienes. Sin embargo, María Josefa desistió posteriormente de la queja, alegando lo que había padecido su marido en prisión y que se hallaba arrepentido de los malos tratos que le había infligido, “y querer hacer vida maridable conmigo en la paz y quietud que manda nuestra Santa Madre Iglesia”. A la vista de este allanamiento, el juez mandó soltar a Barcia de la prisión y alzó el embargo sobre sus bienes,

haciéndole antes saber que en adelante cumpla con la obligación de su estado tratando bien a la dicha su mujer según corresponde y le tiene ofrecido, y viviendo con ella, sus hijos y familia en paz y en quietud, sin dar lugar a nueva queja, con apercibimiento que de lo contrario se procederá por todo rigor de derecho contra su persona y bienes a lo que hubiese lugar.

La violencia conyugal llegaba en ocasiones al uxoricidio. Ello no era sólo el resultado trágico de los malos tratos en el ámbito doméstico, sino también de la recia concepción del honor y de la honra asentada en la sociedad del Antiguo Régimen. Las afrentas contra el honor, y especialmente el adulterio, debían ser reparadas por los agraviados, cuyo buen nombre mancillado debía ser limpiado con la sangre de los ultrajadores. El honor formaba parte de un patrimonio inmaterial irrenunciable en un sistema que también reconocía el dominio del varón sobre la mujer dentro del matrimonio. Si la sociedad y la Iglesia sancionaban la corrección de las conductas inadecuadas dentro de la familia, la ley excusaba al marido que matara a la mujer sorprendida en flagrante adulterio, aunque el poder trató de limitar la venganza privada para reconducirla al ámbito de los tribunales de justicia.

Sánchez-Cid constata que las muertes violentas de la propia esposa alcanzan un porcentaje del 4% del total de las escrituras de perdón que trajeron causa de homicidios en la Sevilla de fines del XVI y comienzos del XVII. Entre estas muertes violentas de mujeres a manos de sus maridos destacan tres “crímenes de honor”, dos por “malos tratamientos”, una por apuñalamiento y una más por envenenamiento, entre otras varias por heridas, accidentales y sin causa especificada.

La autoridad del marido sobre la mujer en el seno de la familia se extendía también a la potestad del padre sobre los hijos. La violencia ejercida contra éstos, como queda dicho, pasa más desapercibida, aunque indudablemente existió como producto lógico del modelo de familia patriarcal imperante.

Los historiadores que se han ocupado de la infancia suelen coincidir en la invisibilidad de los niños del pasado. “De todos los grupos sociales que formaban las sociedades del pasado -afirma Herlihy-, los niños, a los que raramente se ve y muy pocas veces se oye en los documentos, son para los historiadores lo más evasivo, lo más oscuro”. Y Peter Laslett añade: “Estas multitudes y multitudes de niños brillan extrañamente por su ausencia en los registros escritos… Hay algo misterioso en torno al silencio de todas estas multitudes de infantes, niños que empiezan a andar y adolescentes en los juicios que los hombres emitían en esa época acerca de su propia experiencia”.

La autoridad paterna, indiscutible e indiscutida, llegaba al punto de poder encarcelar al hijo díscolo por las travesuras que hubiese cometido. En 1726, Diego Bárcenas puso preso a su hijo “por travesuras de muchacho y para corregirlo”. Esta acción le fue reprochada por un vecino, quien le exigió que lo soltase de prisión. El incidente acabó en una pendencia entre ambos hombres, de la que el padre del muchacho resultó herido de bala en el pecho.

La forma más extrema de violencia contra los niños fue el infanticidio. Éste se practicaba con los recién nacidos como medio, sobre todo, de ocultar el fruto de relaciones ilegítimas o deshonestas. Las mismas leyes que condenaban el abandono de niños favorecieron esta práctica con el fin de evitar el mal mayor del infanticidio.

Otro ámbito poco conocido de las violencias familiares es el de los malos tratos a los criados, entre los que se puede incluir también los infligidos a los esclavos. La servidumbre formaba parte del concepto de familia amplia del Antiguo Régimen, de ahí que podamos incluir este aspecto en el presente epígrafe. En éste, como en los anteriores casos, dominaba la idea de las relaciones domésticas como parte de lo privado, por lo que la opacidad de los casos de violencia contra los criados no permite conocer este fenómeno sino por indicios, a veces ni siquiera documentales, sino literarios. Muy conocido es el episodio narrado en el capítulo cuarto del Quijote, cuando el famoso hidalgo encontró al labrador Juan Haldudo azotando a un zagal que tenía a su servicio, atado a una encina.

Más trágico fue este otro suceso, esta vez real. En 1699, doña Sebastiana de los Reyes fue sometida a investigación por la muerte de una moza que estaba a su servicio, Catalina Reinoso. Un testigo afirmó que la moza “estaba en el suelo, echando espumarajos, sucia y revolcada” y se preguntaba “si por haberla castigado se le había ocasionado la muerte”, porque sabía que la citada doña Sebastiana “es de fuerte natural y condición, y muchas mozas que ha tenido se le han ido por castigarlas”. La justicia mandó exhumar el cadáver de la niña después de enterrado para someterlo a examen forense y determinar si las acusaciones eran ciertas, aunque acabó dictando sentencia absolutoria.

Estas breves notas no agotan, ni mucho menos, las posibilidades de un tema tan amplio y rico en matices como es el de la conflictividad y la violencia en el seno de la familia. Además de las citadas, muchas otras causas de conflicto se suscitaban en el ámbito doméstico. Los enfrentamientos por asuntos económicos, como herencias, dotes, legítimas o curadurías, menudeaban. También las demandas por palabras de casamiento o promesas incumplidas de matrimonio. Así, en 1712 Francisca Gutiérrez, viuda, se querellaba contra su primo hermano Sebastián Gutiérrez, mozo soltero, por incumplimiento de palabra de casamiento. Bajo esta promesa, Francisca había consentido convivir con su primo, de cuya relación nació un niño. El mozo se había comprometido a pedir la dispensa eclesiástica para contraer matrimonio, pero lo dilataba con excusas. La justicia lo puso en prisión y lo condenó a un año de destierro, en cuyo plazo debería obtener la dispensa.

La intervención de los padres o de otros familiares en el matrimonio de los hijos, contra la voluntad de éstos, también era una fuente de tensiones. En 1699, Antonio Tijerinas, un sujeto pendenciero y problemático, se presentó por la noche en la puerta de la casa de su suegro, Juan Lozano, con la pretensión de hablar con la hija de éste, cuñada de Tijerinas, al objeto de influir en su matrimonio. Advertida del impulsivo proceder de Tijerinas, la familia no quiso abrirle y le instó a que volviera por la mañana, pero aquél aporreó violentamente la puerta mientras gritaba a su suegro: “Ábreme, pícaro, cornudo, perro, que te tengo de matar”. Lozano tomó entonces una escopeta que tenía en la casa y disparó contra la puerta, hiriendo a su yerno en una mano. Este tipo de episodios de violencia familiar no sería infrecuente, pero su aparición documental es sin embargo más puntual.

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


Bibliografía

DE LA PASCUA SÁNCHEZ, María José, “Violencia y familia en la España del Antiguo Régimen”, en Estudis, 28, 2002, pp. 77-100.

IGLESIAS RODRÍGUEZ, Juan José, “Tensiones y rupturas: conflictividad, violencia y criminalidad en la Edad Moderna”, en IGLESIAS RODRÍGUEZ, Juan José (ed.), La violencia en la historia. Análisis del pasado y perspectiva sobre el mundo actual, Huelva, Universidad de Huelva, 2012, pp. 41-91.

MACÍAS DOMÍNGUEZ, Alonso Manuel, La ruptura matrimonial en la Andalucía de ‘Las Luces’, Huelva, Universidad de Huelva, 2020.

SÁNCHEZ-CID GORI, Francisco Javier, La violencia contra la mujer en la Sevilla del Siglo de Oro (1569-1626), Sevilla, Universidad de Sevilla, 2011.

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