El Tesoro de la lengua castellana o española (1611) define el concepto oligarchía como “el gouierno de República, reduzido a pocas cabeças”. En el siglo XVIII, el Diccionario de Autoridades (1726-1739) sintetizaba la voz como el “Gobierno de pocos”. En efecto, en el Antiguo Régimen, el dominio político, social, económico y cultural recaía en un limitado número de individuos que extendían su poder e influencia al resto de la población.

A lo largo de la Edad Moderna, en Sevilla, al igual que en otras grandes urbes de la monarquía, -como por ejemplo el caso de Córdoba- existía un poderoso grupo que manejaba la política local, copaba los resortes del poder y velaba por el desarrollo de sus intereses. La oligarquía sevillana se nutría, a comienzos de la época moderna y por herencia bajomedieval, por buena parte de las familias que se habían destacado en la guerra fronteriza con el reino nazarí; los Guzmán, los Ponce de León, los Enríquez de Ribera, los Zúñiga, los Portocarrero, los Tello o los Saavedra, entre otros linajes, prestaron sus servicios a la Corona en estas lides y recibieron a cambio concesiones de gracias y mercedes, títulos nobiliarios y señoríos que consolidaron su posición en el ámbito local sevillano, fortalecieron su presencia a nivel regional y, en algunos casos, les permitieron estrechar vínculos con la corte. Sin embargo, el aparente hermetismo de esta élite de poder no evitó que ya en los primeros tiempos modernos y, sobre todo durante el siglo XVII, la oligarquía sevillana viese ampliada su base social a partir de los cambios y transformaciones acaecidos al abrigo de la Carrera de Indias. De esta forma, integrantes de la “burguesía de negocios”, cargadores, agentes financieros u hombres de capital enriquecidos con el tráfico mercantil, muchos de origen extranjero, con aspiraciones ennoblecedoras y, en algunos casos, pertenecientes también a pudientes estirpes conversas, lograron integrarse en las más altas instancias de poder sevillano. Así, apellidos como Alcázar, Caballero, Federighi, Jácome de Linden, Bucareli, Neve, Vicentelo o Mañara, a partir de un proceso de entronque endogámico y de asimilación con la antigua nobleza y aristocracia, lograron inscribirse entre las élites que sostendrán en sus manos, también durante la centuria ilustrada, el dominio local.

El control que esta oligarquía ejercía se manifestaba en su hegemonía sobre las principales instituciones políticas y órganos administrativos y económicos de la ciudad. Un buen ejemplo de ello es el concejo, un órgano que la historiografía ha definido como “totalmente aristocratizado”. Sus principales cargos y oficios, como el de asistente, las alcaldías, alguacilazgos, veinticuatrías o juradurías, a pesar de ser algunos de ellos de nombramiento regio o de elección vecinal en origen, terminaron recayendo en manos de esta élite en un proceso tendente a la patrimonialización que estuvo vinculado, por un lado, con la exigencia de ser hijodalgo y limpio de sangre -en virtud del “Estatuto” vigente desde 1566-, con el abuso del sistema de la renunciación de oficios y, por otro lado, con las enajenaciones de cargos que emprendió la Corona en momentos de necesidad económica. Asimismo, el poder e influencia de esta oligarquía también se dejó notar en el desempeño de las principales dignidades del cabildo eclesiástico y en otros órganos como el Consulado de Cargadores, la Casa de la Contratación, e, incluso, en la Real Audiencia, cuya nómina de Regentes está salpicada de títulos nobiliarios.

El universo aristocrático que caracterizaba a la élite sevillana queda patente en los ideales y principios que presidieron la fundación en 1670 de una institución clave en el ordenamiento social de la ciudad: la Real Maestranza de Caballería. Sus caballeros fundadores representan el ideario de una antigua nobleza que, a pesar de haberse visto renovada por elementos nuevos, pretendió reafirmar sus valores tradicionales para que, aparentemente, todo el sistema se mantuviese en una eterna quietud; un fenómeno que Enrique Soria Mesa ha definido como el “cambio inmóvil”. Preocupados por la Genealogía y la limpieza de sangre, formar parte del tribunal inquisitorial de Sevilla y, sobre todo, lucir sobre el pecho alguna de las insignias de las Órdenes Militares se tornó también en uno de los principales objetivos de esta oligarquía, ya que estas distinciones dotaban al pretendiente y a su estirpe de un elemento básico: el honor.

El prestigio, influencia y la notoriedad pública que concedía a las élites sociales de Sevilla su presencia en las principales instituciones y organismos locales estaba, asimismo, vinculado a la supremacía económica que este grupo detentaba. Los patrimonios de estas élites se conformaban, principalmente, por amplios conjuntos de tierras distribuidos especialmente entre la Campiña y el Aljarafe sevillano que, además de nutrir con rentas sus economías también se conformaron, con frecuencia, en sus núcleos de poder señorial. Las cargas y gravámenes señoriales, junto con las rentas derivadas de las haciendas, cortijos, dehesas, molinos o inmuebles urbanos, componían gran parte del peso económico de la oligarquía de Sevilla. A estas fuentes de ingreso habría que sumar, además, los gajes y salarios que obtenían por el desempeño de cargos y oficios públicos, dádivas y mercedes regias, así como también los beneficios que producía el trato mercantil; una actividad desarrollada por gran parte de esta élite sin desdeño de su distinguida condición. El empleo de instrumentos de crédito e inversión como censos, tributos, préstamos y juros también ocupó un destacado lugar entre sus finanzas, lo que, en conexión con una elevada política de gasto se tradujo en una fuerte tendencia al endeudamiento. En cualquier caso, este poderío económico tuvo como pieza fundamental la institución del mayorazgo, con la que las familias más destacadas mantuvieron protegidos sus patrimonios y trataron de garantizar el mantenimiento de su estatus social y la perpetuación familiar.

En una sociedad caracterizada por el poder de la imagen, la oligarquía sevillana también se esforzó por demostrar su privilegiada condición. Cabe resaltar su participación en fiestas y celebraciones públicas, como juegos de cañas y toros, triunfos reales o ceremonias de exaltación dedicadas a la Inmaculada o al Corpus. También se podría aludir a la posesión de extraordinarias casas-palacio en la ciudad, con fachadas adornadas de escudos y con estancias aderezadas con suntuoso mobiliario, tapices, bibliotecas o lienzos de artistas como el sevillano Murillo. Joyas, vestidos, coches y una pléyade de criados contribuían, asimismo, a definir públicamente al “oligarca” en el contexto local. La prodigalidad de estas élites, su afán por exteriorizar el poder y la aspiración de perpetuidad también propiciaron la dedicación de recursos a obras pías y la erección de capillas y enterramientos familiares. Incluso, algunos miembros de este distinguido colectivo también encabezaron proyectos de mecenazgo y patronazgo tan notorios como la Iglesia y Hospital de la Santa Caridad, promovido por el venerable Miguel de Mañara.

 

Autor: Francisco Javier García Domínguez


Bibliografía

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MÁRQUEZ REDONDO, Ana Gloria, El Ayuntamiento de Sevilla en el siglo XVIII, Sevilla, Ayuntamiento de Sevilla, ICAS, Cajasol, 2010.

MORALES PADRÓN, Francisco (dir.), Historia de Sevilla. La ciudad del Quinientos; La Sevilla del siglo XVII; Siglo XVIII, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1986-1989.

PIKE, Ruth, Aristócratas y comerciantes. La sociedad sevillana en el siglo XVI, Barcelona, Ariel, 1978.

SORIA MESA, Enrique, El cambio inmóvil. Transformaciones y permanencias en una élite de poder (Córdoba, ss. XVI-XIX), Córdoba, Ediciones de La Posada, 2000.

SORIA MESA, Enrique, La nobleza en la España moderna: cambio y continuidad, Madrid, Marcial Pons, 2007.

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