En parte, Sevilla conservó la traza urbana heredada de los siglos anteriores. De la época musulmana procedía el dédalo de enmarañadas callejuelas característico del sector más antiguo de la ciudad. Sobre ella, el Renacimiento aportó algunas novedades. La principal de ellas fue que los edificios se abrieron al exterior, con soberbias portadas y numerosos cierros y balcones, modificando así la disposición hacia el interior propia del antiguo estilo de vida musulmán. A mediados del siglo XVI, Pedro Mexía testimoniaba cómo en los últimos tiempos todas las casas se habían empezado a edificar mirando hacia la calle y que se habían hecho multitud de rejas y ventanas. En 1570, Juan de Mal Lara hablaba de una ciudad transformada, muy distinta ya a la que décadas atrás había descrito Andrea Navagero. Esa disposición típica del caserío sevillano surgida en el siglo XVI se mantendría hasta el XVIII. Por otra parte, la explosión urbana que la ciudad experimentó en el Quinientos determinó que aparecieran nuevos arrabales extramuros, que siguieron desarrollándose, aunque con un ritmo pausado de crecimiento, en el Setecientos. Como contrapunto, el descenso de la población derivado de la crisis del XVII y el hecho de que la mayor parte del caserío perteneciese a vínculos y mayorazgos, cuyos titulares invertían poco en la conservación de sus propiedades, provocó que un buen número de casas de la ciudad se arruinasen y quedasen reducidas a solares inhabitados. A la ruina parcial del caserío sevillano contribuyó también el fuerte seísmo del 1 de noviembre de 1755, el conocido como terremoto de Lisboa, cuyos negativos efectos se hicieron sentir con intensidad en Sevilla.

El eje principal y a un mismo tiempo la razón de ser histórica de la ciudad era el río Guadalquivir, que separaba a Sevilla del arrabal de Triana. El río había sido siempre la causa de la prosperidad de la ciudad, pero también lo fue de su infortunio. Sus periódicas crecidas eran motivo de preocupación y, en algunos momentos, el origen de auténticas catástrofes. En 1784 una fuerte avenida rompió el puente de barcas y el agua subió en algunos lugares hasta cerca de tres metros de altura, inundando por completo el monasterio de la Cartuja y anegando una parte importante de la ciudad. A raíz de ella se construyeron a orillas del río dos robustos malecones de contención desde el llamado Almacén del Rey hasta la Torre del Oro. Ello conllevó la ordenación y la urbanización de la ribera, organizada desde entonces en tres niveles aptos para el paseo y para la circulación de coches y carruajes. A orillas del río, el Arenal fue un lugar que registró una intensa actividad portuaria. A él se asomaban las viejas atarazanas medievales, que desempeñaron diversas funciones durante los siglos modernos.

Enfrente, Triana constituía el arrabal más populoso. Situado en la margen derecha del Guadalquivir, se levantaba entre la orilla del río y el cinturón de huertas que se extendía por su fachada occidental, la que miraba al Aljarafe. Desde el siglo XII, estaba comunicado con Sevilla por un puente de barcas, sobre las que corría un piso de fuertes maderos. El puente estaba asegurado al lecho del río y a sus orillas con anclas, cabos y gruesas cadenas de hierro para resistir el flujo y el reflujo de las mareas. Sus compuertas trataban de evitar que las barcas que lo sustentaban fuesen arrastradas río abajo por las crecidas, lo que ocurrió en diversas ocasiones. El puente se extendía desde las inmediaciones de la puerta de Triana, en la margen izquierda del río, hasta las del castillo de San Jorge, que durante mucho tiempo fue sede del tribunal de la Inquisición, hasta su traslado en 1778 al antiguo colegio jesuita de las Becas, en la banda opuesta.

Sevilla conservaba el viejo recinto de murallas almohade, que circundaba su casco antiguo. La longitud de la muralla fue apreciada por Rodrigo Caro en 8 750 varas castellanas, es decir, más de siete kilómetros, lo que suponía que la superficie de la ciudad era muy dilatada, mucho más si se tiene en cuenta la que ocupaban los arrabales extramuros. Perdida ya hacía tiempo su función original, la muralla servía para defender a la ciudad de las crecidas del Guadalquivir y estaba flanqueada por numerosas torres. A lo largo de ella, un total de quince puertas y postigos facilitaban el acceso a la ciudad. En el interior de esta, la trama urbana era densa y dejaba escasos espacios públicos abiertos. La plaza mayor era la de San Francisco, a cuyos costados se levantaban los edificios del Ayuntamiento y la Audiencia, ambos construidos en el siglo XVI. En uno de sus ángulos, en la esquina de la calle de la Sierpe, se asomaba la cárcel real. A comienzos del XVIII, esta plaza, escenario de celebraciones y festejos públicos, se empedró y fue embellecida con una fuente rematada por una figura fundida en bronce dorado.

La catedral, construida sobre la antigua mezquita, era otro de los principales referentes de la vida sevillana. A mediados del siglo XVI se construyó sobre el antiguo alminar el cuerpo de campanas, rematado por la Giralda. En el siglo XVIII, el magno templo hispalense fue objeto de diversas reformas. Sin embargo, desde el punto de vista urbanístico, lo más trascendente fue el derribo de las edificaciones del corral de los Olmos, abriendo una espaciosa plaza entre la catedral y el palacio arzobispal que contribuyó decisivamente a la configuración del entorno tal y como hoy lo conocemos.

Junto a la catedral, el complejo edilicio integrado por el Real Alcázar, la Lonja de Mercaderes, la Real Casa de la Moneda y la Aduana conformaba el núcleo urbano más señero de la ciudad, verdadero testigo de su esplendor. El Alcázar acogió entre sus muros la Casa de la Contratación. El imponente conjunto de palacios, jardines y edificios que lo integraban estaba gobernado por un alcaide, importante puesto vinculado a los condes de Olivares y después a la Casa de Alba. El soberbio edificio de la Lonja, erigido en la segunda mitad del siglo XVI, acusó los efectos del casi abandono que sufrió desde 1717, hasta que fue destinado a ser la sede del Archivo de Indias. La Casa de la Moneda experimentó algunas transformaciones en el XVIII, entre las cuales la construcción de la monumental portada obra del ingeniero militar Sebastián van der Borcht.

Además de la de San Francisco y la catedral, Sevilla contaba con otras plazas, que tuvieron diversos usos, constituyendo habitualmente lugares de mercado de frutas, verduras y hortalizas (el Salvador), pan (plaza del Pan), pescado (plaza de la Costanilla) o aves (plaza de la Alfalfa). Al igual que en la plaza de San Francisco, en la de la Encarnación se instaló también en este siglo una fuente pública. Otro de los grandes espacios abiertos en el interior de Sevilla, la Alameda de Hércules, creada por orden del conde de Barajas durante el reinado de Felipe II, fue reformada durante el de Carlos III, época en la que se le añadieron varias fuentes, nuevos asientos y árboles, así como las dos columnas rematadas de leones coronados que subsisten en el extremo del paseo que mira hacia el río.

La Alameda era uno de los más frecuentados paseos públicos de Sevilla. Otro era el de las Delicias, que iba desde la Barqueta hasta los Humeros. Cerca de la Barqueta, según Arana de Varflora, se celebraban reuniones lúdicas y saraos en las noches de verano. Este mismo autor ponderaba las cualidades que otorgaban nombre a este paraje: “desde todo el paseo se da una vista deliciosa en la opuesta orilla hermoseada con frondosa alameda y alegres llanuras que terminan en los alcores de Camas, cerro de Santa Brígida y cercanías de Sevilla la Vieja (Itálica)”. Otros paseos sevillanos eran el ya referido del Malecón y el conocido como el de la Bella Flor, que comenzaba en la desembocadura del arroyo Tagarete y llegaba hasta la del Tamarguillo, prolongándose desde aquí a través de una calle plantada de álamos que se extendía hasta la venta de Eritaña. Además de estos paseos propiamente dichos, Sevilla contaba con unos amenos alrededores. El cinturón de huertas periurbanas, especialmente abundantes en el norte de la ciudad entre la puerta de la Macarena y San Lázaro, los alrededores de la muralla desde Capuchinos a la puerta del Osario o el arrecife que discurría desde la puerta de Carmona hasta el humilladero de la Cruz del Campo eran parajes placenteros para la vista y agradables para el paseo. Por las inmediaciones de este último camino corrían los llamados caños de Carmona, el acueducto que desde antiguo abastecía de agua potable a la ciudad.

Fuera de los muros de esta se localizaban los arrabales sevillanos. Ya hemos hablado del más importante y famoso de entre ellos, el de Triana, pero había otros. El de los Humeros, antiguo barrio de pescadores, se situaba junto a la Puerta Real, en la collación de San Vicente. El de San Roque, también conocido como barrio de la Calzada, comenzaba en las inmediaciones de la puerta de Carmona y se extendía hacia la Cruz del Campo, junto al prado de Santa Justa. En el arrabal de San Bernardo, junto a la Puerta de la Carne, estaban el matadero y la fábrica de artillería. Fuera también de las murallas, en las inmediaciones del Arenal, crecieron los arrabales de la Carretería, el Baratillo y la Cestería.

El espacio extramuros de la ciudad asistió en el siglo XVIII a la construcción de tres grandes edificios señeros: el palacio de San Telmo, la Real Fábrica de Tabacos y la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería, convertidos desde entonces en emblemas arquitectónicos de la ciudad. El palacio de San Telmo, destinado a Universidad de pilotos y mareantes, comenzó en realidad a construirse a fines de la anterior centuria, pero las obras quedaron interrumpidas y se remataron en el XVIII. En estas obras, prolongadas hasta 1787, intervinieron arquitectos de la talla de Leonardo y Matías de Figuerosa o Lucas Cintora.

La nueva e imponente Real Fábrica de Tabacos se erigió en las proximidades de la puerta de Jerez, en terrenos colindantes con el convento de San Diego. Las obras dieron comienzo en 1728 bajo las trazas del ingeniero Ignacio de Sala, fueron impulsadas a comienzos de los años cincuenta de la centuria bajo la dirección de Sebastián Van der Borcht y concluyeron en 1757, aunque las definitivas no finalizaron hasta 1771, año en el que se acabó de construir la cárcel de la Real Fábrica.

Por último, la plaza de toros, que terminó por convertirse en un edificio emblemático de la ciudad, fue diseñada por Vicente Martín y construida a impulsos de la Real Maestranza de Caballería, no rematándose el edificio definitivamente hasta el siglo XIX.

La Ilustración trajo consigo un afán de control y racionalización del espacio urbano. A tal aspiración respondió, por ejemplo, el levantamiento del plano de la ciudad encargado por Pablo de Olavide en 1771, siguiendo el modelo del plano de Madrid de Antonio Espinosa de los Monteros. También, la división de la ciudad en cuarteles, barrios y manzanas, y el nombramiento de alcaldes de barrio encargados de la limpieza y la policía urbana. Y, por último, la transformación impulsada por el mismo Olavide de la antigua mancebía, en el compás de la Laguna, convertido en un nuevo barrio en los años setenta del siglo bajo la dirección del arquitecto Manuel Prudencio de Molviedro, que supuso el saneamiento de una zona urbana que se hallaba bastante degradada.

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


Bibliografía

AGUILAR PIÑAL, Historia de Sevilla. El siglo XVIII. Sevilla, Universidad de Sevilla, 1989.

IGLESIAS RODRÍGUEZ, Juan José, Ciudades-Mundo. Sevilla y Cádiz en la construcción del mundo modernos, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2021.

MORALES PADRÓN, Francisco, Historia de Sevilla. La ciudad del Quinientos, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1989.

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