El elevado grado de estabilidad interior experimentado por el reino de Castilla una vez sofocada la revuelta de las Comunidades en 1521 y hasta la llegada al trono de los Borbones en 1700 contrasta con las turbulencias experimentadas en la mayor parte de Europa durante el mismo periodo y constituye la prueba más elocuente del amplio respaldo social y de la compleja red de intereses asociados a la política imperial de los Habsburgo. Un respaldo que en Andalucía alcanzó su máxima expresión y que se puso de manifiesto desde un principio, como acredita la lealtad de las principales ciudades andaluzas a la causa real y la decidida apuesta de la alta nobleza en defensa de la preservación del orden durante el levantamiento de las Comunidades. El marcado proceso de oligarquización urbana y las amplias atribuciones militares y jurisdiccionales alcanzadas por la aristocracia hablan a las claras de los masivos beneficios que para las elites andaluzas se desprendían de su abierta fidelidad hacia la corona. Es cierto que hubo momentos de tensión derivados de los inevitables choques entre los distintos poderes que operaban en el territorio andaluz. Los altercados desatados entre el duque de Medina Sidonia, la ciudad de Sevilla y el Consejo de Hacienda por cuestiones fiscales o del mismo duque con las instituciones involucradas en el comercio ultramarino como el Consulado de Sevilla o la Casa de Contratación nos ilustran sobre las tiranteces derivadas de la multiplicidad de jurisdicciones. La propia Monarquía tuvo que actuar con firmeza para reprimir episodios como el intento protagonizado por los duques de Medina Sidonia de recuperar por la fuerza la plaza de Gibraltar a la muerte de Felipe el Hermoso o el famoso complot de 1641 que entrañó la enajenación del puerto de Sanlúcar, sede de la corte ducal y uno de los principales enclaves en el comercio con las Indias.

Se trataba, no obstante, de choques puntuales que, como ha puesto de relieve Luis Salas, no enturbiaron el clima general de entendimiento gracias al cual la corona delegó gran parte del coste del dispositivo defensivo en la Baja Andalucía en manos del duque de Medina Sidonia en calidad de Capitán General del Mar Océano y Costas de Andalucía; cargo cuyo ámbito de actuación, a diferencia de lo que ocurría con los Mendoza en el reino de Granada, se correspondía con la base territorial de sus señoríos, lo que le permitía un mayor margen de maniobra y una mayor autonomía. Los Medina Sidonia movilizaron sus recursos para financiar expediciones militares de conquista y castigo en el norte de África o para garantizar el control naval de la zona mediante la creación de la Escuadra de la Guarda del Estrecho que, a pesar de quedar parcialmente destruida por la flota holandesa en 1607, forzó al enemigo a recurrir a costosos y poco flexibles sistemas de convoyes para poder acceder a los mercados mediterráneos. El duque se encargó igualmente de coordinar la acción de los efectivos militares enviados desde distintos puntos de Andalucía para defender el reino de los ataques anglo-holandeses, como el perpetrado con éxito contra Cádiz en 1596 y por el que fue acusado de pasividad e incompetencia, y tuvo una notable presencia en la protección de la frontera portuguesa, tanto en 1580 como a partir de 1640, o mediante el envío de fuerzas para sofocar levantamientos populares como el acaecido en Évora en 1637.

La nobleza andaluza no sólo ejercía con eficacia funciones militares de defensa y control del orden, sino que disponía asimismo de una nutrida presencia en algunos de los principales cargos administrativos y diplomáticos de la Monarquía Hispánica. No es necesario recordar que tanto el conde duque de Olivares como Don Luis de Haro, que controlaron las riendas del poder durante el reinado de Felipe IV, procedían de Andalucía donde, durante su valimiento, lograron extender de manera imponente sus dominios señoriales en Sevilla y en Córdoba y desde donde atrajeron a la corte a un buen número de colaboradores. Oriundos de Andalucía fueron también algunos de los principales militares de la Monarquía, como Don Álvaro de Bazán o el almirante Lope de Hoces, que fallecería en el desastre de Las Dunas en 1639, así como figuras tan destacadas como el tercer duque de Alcalá que, además de cubrir sucesivamente los virreinatos de Cataluña y Nápoles actuó como embajador en Roma y ante el Emperador durante la primera mitad del siglo XVII. Prebendas, títulos y mercedes que estaban estrechamente ligados al mantenimiento de la integridad de los dominios de los Austrias, por lo que toda disminución de los compromisos en el exterior se habría traducido en una consistente limitación del patronazgo regio y de nuevas vías de promoción y acumulación de cargos.

La activa política exterior de la corona supuso un disparatado aumento del dispositivo bélico, situación que propició una recuperación por parte de la aristocracia de sus funciones militares y una creciente delegación en manos de los particulares de la administración de tales efectivos al ser los únicos capacitados, mediante el oneroso sistema de los asientos, para proveer los fondos, las galeras o los pertrechos necesarios a la hora de asegurar la defensa. La corona procedió a poner en venta determinados oficios de guerra y de administración militar por lo que, como ha puesto de manifiesto Antonio Jiménez para el caso del reino de Granada, muchos de los cargos se convirtieron en bienes patrimoniales en manos de auténticas dinastías de oficiales y funcionarios militares.

Las reformas llevadas a cabo a finales del siglo XVI  para poner en pie un eficaz sistema de milicias locales que evitasen episodios como el del saqueo de Cádiz permitieron a la monarquía contar con unos efectivos que, ante la perentoria necesidad de soldados en los frentes europeos y peninsulares, en especial tras el estallido de las revueltas catalana y portuguesa en 1640, acabaron por cumplir funciones que iban más allá de la defensa del orden y del control de la seguridad de las fronteras andaluzas para el que habían sido ideadas. El aumento de las levas y las presiones ejercidas desde Madrid para obligar a los municipios a hacerse cargo del reclutamiento provocaron fuertes críticas, pero actuaron también como una válvula de escape que permitía enviar al frente a los miembros más díscolos de la comunidad. Por su parte la nobleza mostró su reticencia ante las medidas aplicadas por Olivares para, en conformidad con sus obligaciones estamentales, obligarla a incorporarse al ejército al considerar que se trataba de un mecanismo indirecto para forzarla a costear parte de los crecientes gastos militares de la corona. A pesar de las numerosas quejas existían múltiples vías para evitar cumplir con las órdenes de incorporación al ejército de los hidalgos, los caballeros de las Órdenes Militares o los familiares de la Inquisición mediante, por ejemplo, la compra de sustitutos o el pago de multas que permitían engrosar los fondos de la Hacienda real. Además, la elaboración de listas de hidalgos a partir de 1638 servía de modo indirecto para reforzar la posición privilegiada de los allí inscritos ante el resto de la comunidad.

Las crecientes necesidades derivadas de la multiplicación de los frentes militares en los que se encontraba involucrada la corona convirtieron a las ricas ciudades andaluzas, caracterizadas por su consabida reputación de obediencia hacia la causa real, en una de las más seguras proveedoras de hombres y de recursos para el mantenimiento de la integridad del sistema imperial hispánico. Los agudos versos de Quevedo se hacían eco de esta situación cuando, al denunciar la escasa contribución del resto de los territorios de la Monarquía, afirmaba tajante: “En Navarra y Aragón no hay quién tribute un real; Cataluña y Portugal son de la misma opinión; Sólo Castilla y León y el noble reino andaluz llevan a cuestas la cruz”. No cabe duda de que eran precisamente las elites de estos últimos territorios las que más pingües beneficios extraían de un estado de guerra permanente que, a pesar del constante aumento de la presión fiscal y de la puesta en marcha de una batería de medidas excepcionales que trababan el desarrollo económico, les permitía reforzar su posición privilegiada y ampliar incluso su base territorial y su ascendiente social. Lo que no obsta para que, como ha apuntado Juan Eloy Gelabert, la nobleza andaluza recurriese con energía a medidas de fuerza para evitar la puesta en marcha de iniciativas financieras que pudiesen erosionar su inmunidad fiscal, como se desprende de las vivas protestas desatadas en Tarifa, Córdoba y Sevilla contra el donativo solicitado en 1641 para hacer frente a la guerra de Cataluña.

La oligarquía urbana andaluza mostró igualmente su desaprobación ante la continuada presión real sobre las haciendas locales y se quejó amargamente por los negativos efectos derivados de las sucesivas manipulaciones monetarias o por medidas tan drásticas como el descuento de los juros por el que determinadas rentas quedaron rebajadas a la mitad. Fue este poderoso patriciado el que con más energía rechazó cualquier intento por establecer un Medio General que, como el propuesto en 1650 por el Consejo de Hacienda sobre la harina, pudiese sustituir al sistema de sisas utilizado para recaudar el gravoso servicio de millones que, como se llegó a apuntar en una de las reuniones de Cortes: “los pagan los miserables y los que tienen poder y autoridad en las repúblicas no sólo no los pagan sino que entran muchos en los mantenimientos, teniendo particular granjería en esta usurpación”. La reforma fue finalmente desestimada no sólo porque atacase determinadas exenciones sino porque, en una coyuntura de carestía de los precios del trigo y ante los graves problemas de abasto, habría podido desatar reacciones aún más violentas que las experimentadas entre 1648 y 1652, cuando se extendió una cadena generalizada de alborotos y motines en las principales ciudades andaluzas protagonizadas por los sectores más desfavorecidos de la comunidad que eran los que, de manera más virulenta, sufrían las consecuencias de un estado de guerra permanente.

Las dificultades de la corona para reformar el sistema fiscal la obligaron a recurrir a una serie de expedientes extraordinarios destinados a financiar el incremento de los gastos militares que, a su vez, permitieron impulsar el ascendiente social de los sectores privilegiados. Desde finales del siglo XVI las ventas y composiciones de baldíos, la venalidad de cargos municipales y judiciales, que alcanzaron precios mucho más elevados que en el resto de Castilla, así como la masiva venta de lugares y de alcabalas aportaron a la Hacienda unos cuantiosos ingresos y dotaron de renovadas energías al modelo social aristocrático-señorial preponderante en Andalucía gracias a la inclusión de nuevos y acaudalados miembros procedentes del mundo de las finanzas, de los negocios y de la burocracia. Al igual que ocurría en Italia con los reinos de Nápoles y Sicilia, Andalucía se convirtió en la península ibérica en la principal reserva feudal de la Monarquía y en el escenario más propicio para facilitar la integración de aquellos particulares que acudían con sus préstamos y sus recursos navales a las acuciantes necesidades de la corona.

Al respecto cabe señalar el papel protagonista jugado en este proceso por las grandes familias genovesas que, gracias al control sobre el flujo internacional de capitales, a su función como asentistas de galeras y a su extensa y bien coordinada red de socios y parientes, impulsaron la vinculación de Andalucía con los principales circuitos financieros y actuaron como uno de los más importantes mecanismos de conexión de los reinos andaluces con el resto de los territorios de la Monarquía. El caso de la familia Centurión, estudiada por Idelfonso Pulido Bueno y Carmen Sanz Ayán, es un ejemplo paradigmático de este proceso de asimilación. Con negocios en Andalucía desde finales de la Edad Media, los Centurión no tardaron en convertirse en unos de los principales proveedores de fondos para la Corona por lo que, ante los negativos efectos de la bancarrota de 1557, Felipe II optó por compensarles con la venta, dos años después, de la encomienda santiaguista de Estepa por una suma superior al medio millón de ducados. Como se desprende de la pormenorizada genealogía elaborada a finales del siglo XVII por Juan Baños de Velasco, los Centurión además de servir al Emperador en ocasiones como las de Túnez o Argel, habían puesto sus galeras al servicio de los Austrias y, una vez convertidos en 1543 en marqueses de Laula, Vivola y Monte de Vay en Lombardía, lograron obtener asimismo el título de marqueses de Estepa en 1564, fundando un mayorazgo y entroncando con miembros de la aristocracia tradicional como los Mendoza o los Fernández de Córdoba. Por su parte, la rama menor en torno a Octavio Centurión -nieto del primer marqués de Estepa- sería recompensada en 1632 con el marquesado de Monesterio, gracias a su notable actividad como financiero de la corona, proveedor de los presidios del reino y consejero de Guerra. Los Centurión, aunque lejos de lograr el ascendiente político y social alcanzado en la corte por los Spínola y a pesar de sonoros fracasos como la frustrada expedición contra Argel de 1601, participaron de manera activa en la defensa de la costa andaluza en calidad de asentistas particulares no sólo de la escuadra de galeras de Génova sino también, a partir de 1608, de la de España. Los marqueses de Estepa se distinguieron igualmente por el envío de hombres y efectivos militares durante los ataques de 1596 y 1625 contra Cádiz o, a partir de 1640, en la protección de la frontera portuguesa y en el frente de Aragón además de actuar como garantes del orden interno mediante el control de levantamientos locales como el acaecido en la villa malagueña de Ardales en 1647, que fue sofocado con inusitada dureza por temor a que la insurrección se extendiese a sus dominios señoriales. Las necesidades derivadas de la guerra estaban, por lo tanto, en el origen de su imponente escalada social.

Los Austrias se podían sentir ampliamente respaldados por la elite andaluza para continuar con firmeza una espiral militar que estaba en la base del propio funcionamiento del sistema pero que, a su vez, empezaba a actuar como un factor de erosión del mismo al provocar desequilibrios que acentuaron el proceso de recesión económica y no fueron corregidos mediante un programa de reformas semejante al que habían experimentado, tras agudos conflictos internos, los principales rivales de la Monarquía.

 

Autor: Manuel Herrero Sánchez


Bibliografía

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JIMENEZ ESTRELLA, Antonio y ANDÚJAR CASTILLO, Francisco (eds.), Los nervios de la Guerra. Estudios sociales sobre el Ejército de la Monarquía Hispánica (s. XVI-XVIII): Nuevas perspectivas, Granada, Comares, 2007.

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SALAS ALMELA, Luis, Medina Sidonia: el poder de la aristocracia, 1580-1670, Madrid, Marcial Pons Historia, 2008.

SANZ AYÁN, Carmen, Un banquero en el Siglo de Oro. Octavio Centurión, el financiero de los Austrias, Madrid, La Esfera de los Libros, 2015.

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