Durante la Edad Media y la Edad Moderna, el señorío fue un dominio territorial cuyo titular disponía de patrimonio, rentas y jurisdicción merced a la concesión regia, pues era la Corona quien cedía o traspasaba a un particular las funciones jurisdiccionales (justicia y gobierno) sobre un territorio determinado y sus habitantes. El señorío como institución permaneció prácticamente inalterable durante los tres siglos de modernidad y de ella disfrutaron fundamentalmente la nobleza y el clero. Por lo que respecta a la propiedad territorial y de jurisdicción, los señoríos pudieron ser de varias clases: señoríos territoriales, que implicaban que el señor fuese propietario de la tierra; señoríos jurisdiccionales, donde el señor ejerció los derechos que le habían sido concedidos para administrar justicia, nombrar cargos y cobrar impuestos, pero no gozaba de la propiedad de la tierra; y señoríos mixtos, en los que el señor gozaba de la propiedad y jurisdicción sobre un territorio. En cuanto a la titularidad de los señoríos, esta pudo ser individual o colectiva, laica o eclesiástica. En este sentido, existieron diferentes tipos de señoríos como los infantazgos, los señoríos de las Órdenes Militares, los señoríos abadengos o eclesiásticos, de behetría, o los señoríos nobiliarios o solariegos.

Sin duda, hablar de señorío, implica hablar también de realengo, definido como aquel territorio o lugar que jurisdiccionalmente depende directamente del rey. Sin embargo, como han apuntado algunos autores, como Enrique Soria Mesa, no podemos entender señorío y realengo como dos realidades opuestas, sino como dos formas de gobernar y controlar el territorio de la Monarquía, pues el señorío fue otra forma más de administrar los dominios de la Corona. En este sentido, se debe tener en cuenta que los señores poseen la jurisdicción que el soberano les ha delegado, como proyección suya, por lo que no puede entenderse a los señores como un poder rival o equiparable, sino como una extensión del poder del rey.

El señorío nació siempre de la merced regia, de la voluntad del monarca, siendo diversas las formas de conceder dicha merced, pues pudieron otorgarse como donaciones, ventas, trueques o como condonación a una deuda. La naturaleza de los señores fue igualmente diversa pues, como se ha señalado, estuvieron en manos de eclesiásticos, pero también de importantes Casas nobiliarias, de sectores medios y bajos de la nobleza, y de oligarcas locales ávidos de distinción. Sin duda, el señorío entrañó diversidad de relaciones con el poder central e impulsó numerosas estrategias familiares y matrimoniales para consolidar la posición social de quienes gozaban de estas mercedes, o bien, de quienes aspiraban a ellas.

El modelo de señorío granadino procede del señorío castellano bajomedieval y guarda similitudes en su configuración poblacional con los señoríos de otros territorios de la Monarquía, especialmente, con el Reino de Valencia, al menos, hasta principios del siglo XVII. En el contexto del reino de Granada, estas concesiones se iniciaron tras su conquista por los Reyes Católicos, a fin de implantar las estructuras castellanas sobre la población musulmana. En consecuencia, determinados lugares fueron entregados por los monarcas en régimen de señorío en recompensa a diferentes servicios realizados por quienes conformaban un grupo dominante. La primera concesión tuvo lugar en 1490 al cardenal don Pedro González de Mendoza, que recibió el estado del Cenete, sin embargo, la mayoría de las concesiones se realizaron entre 1492 -coincidiendo con el fin de la Guerra de Granada- y 1494, y se prolongarían hasta finales de siglo, quedando así configurado prácticamente el mapa de señoríos en este territorio.

La concesión de señoríos sirvió entonces para recompensar servicios militares, políticos y económicos prestados durante la contienda por miembros de la más alta nobleza quienes, en buena parte de los casos, gozaban ya de riqueza y posesiones señoriales en tierras castellanas o aragonesas. Obtener ahora una de estas mercedes en el reino de Granada suponía reforzar su estatus y poder. Algunos de los agraciados en esta coyuntura fueron, entre otros, los Ponce de León, los Guzmán o los Fernández de Córdoba. Junto a ellos, también recibieron estas mercedes individuos próximos al monarca de rango inferior, que ocupaban puestos cortesanos o de gobierno de la Monarquía. Algunos de los señoríos concedidos sirvieron también para compensar las pérdidas experimentadas por ciertas Casas nobiliarias a manos de la Corona, que aprovechó para recuperar lugares estratégicos como las plazas de Cádiz, Gibraltar o Cartagena. A cambio de estos lugares se concederían nuevos señoríos. Es el caso de los Fajardo, Adelantados Mayores del reino de Murcia, quienes, a cambio de Cartagena, recibieron las villas de Vélez Blanco, Vélez Rubio, Portilla y Las Cuevas al norte de la actual provincia de Almería.

Por lo que respecta a la distribución del señorío en el territorio, todo apunta a que no se siguieron unas directrices muy marcadas, pues mientras a los señores fronterizos se les concedieron lugares próximos a sus estados (caso del estado de los Vélez o de las cesiones realizadas a los Fernández de Córdoba en Málaga), para el resto de nobles castellanos no se estableció un criterio fijo. En el caso de las zonas centrales del reino, estas se reservarían a las ciudades para procurar la existencia de alfoces amplios.   

En los territorios entregados, los señores encontraron una población mudéjar –más tarde morisca– altamente rentable, que heredaba los derechos impositivos de los sultanes nazaríes, cargas que, amén de su complejidad, eran muy lucrativas. A fin de incrementar sus rentas y de contrarrestar el desequilibrio numérico con la comunidad vencida, algunos señores buscaron también el modo de atraer nueva población castellana, reconocida como cristiano-vieja. Los levantamientos y sublevaciones de los musulmanes frente a las fuerzas cristianas evidenciaron desde fechas tempranas la difícil convivencia. Estos hechos, permitieron incumplir las benignas capitulaciones firmadas en un primer momento ante los Reyes Católicos, y dieron paso a las primeras expulsiones de mudéjares, la privación de sus bienes, el inicio de las repoblaciones con cristianos viejos y la conversión general de 1502, que terminó con el estatus mudéjar. Estos cambios también repercutieron en el poder que desplegaron los señores sobre sus tierras, pues mientras que en época mudéjar estaban limitados por la necesidad de cumplir con lo acordado en las capitulaciones, ahora, tras desaparecer estas restricciones, contaban con mayor libertad para gobernar sobre sus vasallos moriscos. Este margen de libertad posibilitó el establecimiento de un gravoso sistema de impuestos que sería asumido a cambio de la permisividad y protección que ofrecían los señores a sus vasallos, pues se les permitieron prácticas prohibidas por la Corona y la Iglesia, como portar armas o continuar con sus manifestaciones culturales y religiosas.

Con motivo de la guerra de las Alpujarras (1568-1570) y la expulsión de los moriscos, las consecuencias para los territorios de señorío del Reino de Granada fueron acusadas, provocando un vacío demográfico que costó décadas cubrir. La expulsión comportó además repercusiones negativas para los señores a nivel económico, quienes perdieron vasallos altamente rentables, no sólo por su capacidad de trabajo, sino también por los costosos impuestos que soportaban. En consecuencia, si algo afectó al devenir de los señoríos granadinos fue sin duda la expulsión de los moriscos y la Repoblación, hecho de gran trascendencia para el régimen señorial granadino que alteró por completo el equilibrio local del poder. A partir de 1570 la conformación social de estos lugares experimentó una importante transformación, pues la despoblación no se equilibró íntegramente con la llegada de repobladores, produciéndose así un fuerte descenso de las rentas señoriales. Además, los nuevos vasallos no estuvieron dispuestos a ser sobornados y sufrir los abusos económicos experimentados por sus antecesores, por tanto, el poder señorial se vio mermado. Los nuevos pobladores, estructurados en torno al concejo, resistieron con más fuerza a las presiones de la autoridad señorial, amparados en última instancia por la Corona, quien les concedió numerosas facultades a las autoridades locales y representantes vecinales, fortaleciendo así su influencia frente al poder señorial.

Sorprendentemente, pese a la pérdida de población en estos lugares y las condiciones desfavorables del siglo XVII, provocadas por epidemias y catástrofes naturales, durante esta centuria y la siguiente fue produciéndose una paulatina recuperación poblacional que llegó a duplicar los efectivos humanos. Las sucesivas repoblaciones -sobre todo a partir de la segunda-, permitieron que, amén del progresivo aumento de la población, fuera surgiendo una nueva sociedad de medianos labradores donde pronto comenzaron a existir diferencias de riqueza que se fueron consolidando con planificadas estrategias familiares y matrimoniales que posibilitaron la acumulación de tierras. El incremento de riqueza de estas familias derivó en la conformación de oligarquías locales poderosas, dispuestas a hacer frente a los señores y a conquistar los honores y privilegios que hasta el momento habían estado reservados a la nobleza. Esta ambición de ascenso social se vio favorecida además por una coyuntura de incremento de la enajenación de honores y otras gracias que se intensificó desde el primer tercio del siglo XVII y continuó, al menos, hasta mediados del siglo XVIII. El poder e influencia de estas oligarquías generó una importante lucha antiseñorial que se fue incrementando a lo largo del siglo XVIII y que llegaría incluso a cuestionar la propia existencia del señorío.

Por lo que respecta a la evolución cuantitativa de los señoríos granadinos, en los primeros años del siglo XVI apenas hubo alteraciones en el mapa señorial trazado con anterioridad. Sin embargo, conforme avanzó el siglo, las concesiones comenzaron a multiplicarse con motivo de la recompensa de servicios, la liquidación de deudas y compromisos, y la venta de señoríos para satisfacer las necesidades económicas de la Monarquía. Fue a comienzos del reinado de Felipe II cuando esta última vía de obtención comenzó a tomar fuerza, siendo el reino de Granada uno de los territorios donde más enajenaciones de señoríos se contabilizan. Desde 1558, las ventas fueron un importante canal de ingresos para una Monarquía que atravesaba apuros financieros. No obstante, antes de esta fecha ya había existido una demanda significativa por parte de regidores y otros miembros de las elites locales, quienes habían propuesto a la Corona la compra de determinados lugares. El perfil de los adquirientes de señoríos respondió mayormente a oligarcas urbanos, altos burócratas, comerciantes o hacendados, que veían en estas ventas una oportunidad inigualable de ascenso social. Bajo el reinado de Felipe II, las ventas afectaron principalmente a las ciudades de Granada, Málaga y Ronda, produciéndose también alguna venta en el actual territorio almeriense de las villas de Urrácal y Olula del Río, en 1564. Con el inicio del nuevo siglo, las ventas prosiguieron con Felipe III, siendo entonces los regidores los compradores mayoritarios que, como parte de las oligarquías locales, buscaban escalar socialmente mediante la obtención de honores y mercedes. No obstante, el mayor volumen de ventas se produjo con Felipe IV, periodo en que se acometieron casi la mitad del total de enajenaciones de señoríos llevadas a cabo en la Edad Moderna, en el reino de Granada. Esta dinámica de ventas comenzó a reducirse con Carlos II y prácticamente desapareció con la llegada de la nueva dinastía borbónica y la creación de la Junta de Incorporación (1707), que buscó recuperar los señoríos obtenidos de forma ilegítima.  

Pese a las transformaciones que experimentó el mapa de los señoríos del reino de Granada a lo largo de la Edad Moderna, lo cierto es que estas no fueron excesivamente significativas. Sí hubo pequeñas modificaciones que implicaron que tierras de realengo se convirtieran en señoríos, y viceversa. Estos cambios, que se explican por el paso de las propiedades de unas manos a otras, a partir de fórmulas como las ventas, herencias, dotes o matrimonios, no cesaron de estar latentes hasta las primeras décadas del siglo XIX, cuando los señoríos fueron abolidos por la Cortes de Cádiz en 1811. La escasa movilidad de los señoríos se entiende también por su vinculación al mayorazgo, una institución que permitió acumular patrimonio, preservarlo y protegerlo para evitar su dispersión, posibilitando la unión de estados o señoríos, principalmente, mediante estrategias matrimoniales.

 

Autora: María del Mar Felices de la Fuente


Bibliografía

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