Los cargadores a Indias y grandes comerciantes al por mayor representaron un segmento social muy destacado en las principales ciudades portuarias de la Andalucía atlántica vinculadas al tráfico comercial americano, como Sevilla, Cádiz, Sanlúcar de Barrameda y El Puerto de Santa María. Las riquezas que acumularon como fruto de su lucrativa actividad mercantil les permitió a no pocos de ellos protagonizar un rápido proceso de ascensión social e, incluso, promocionar al estamento nobiliario, alcanzando de este modo un elevado estatus. Mimetizaron así los usos sociales de este distinguido sector social, construyendo soberbias casas-palacios, ingresando en las órdenes militares, fundando vínculos y mayorazgos, comprando señoríos y títulos y, en definitiva, adquiriendo un capital material y simbólico que los distinguía socialmente como clase primero mercantil y luego nobiliaria.
La exhibición de riquezas contribuía a engrosar el imaginario y a alimentar el prestigio de los linajes fundados por los cargadores. Para una familia de mercaderes y navegantes a Indias ello implicaba la posesión de grandes casas y otras propiedades inmobiliarias, de esclavos, de joyas, de muebles y piezas exóticas que actuaban como representaciones visibles de su posición y, al mismo tiempo, como objetos culturales que los significaban como intermediarios entre mundos diversos y lejanos. Los comerciantes de las ciudades atlánticas andaluzas construyeron también por medio de tales elementos materiales una identidad diferenciada que impregnó una cultura urbana distintiva.
Las grandes casas de los cargadores a Indias unían a su utilidad como viviendas, almacenes y oficinas la función de hacer visible la riqueza y el prestigio social de sus propietarios y moradores. Por ello se construían con varias alturas y sus fachadas se adornaban con ostentosas portadas, balcones y escudos nobiliarios, utilizando en su construcción costosos materiales, como los mármoles italianos empleados en la portada de la Casa del Almirante, propiedad de la familia Barrios, en Cádiz. En el interior, las plantas utilizadas como residencia se solían adornar también ricamente con muebles y otros elementos que hacían patentes tanto la riqueza como el concepto del lujo de sus propietarios.
Los cargadores a Indias aparecen frecuentemente como propietarios de esclavos, que mantenían a su servicio en el ámbito doméstico y personal, aportándoles en este último caso un toque de distinción en la escenificación pública de su estatus. A veces entablaban con sus esclavos y esclavas una relación próxima y acostumbraron a premiar su asistencia con la libertad, a veces sujeta a ciertas cláusulas y condiciones.
La posesión de joyas no era solo un medio de ostentación. Representaba también un modo de inversión del capital y un mecanismo de tesaurización que fácilmente se podía reconvertir en dinero líquido, mediante su venta en momentos de dificultades. Aunque no en exclusiva, fueron sobre todo las mujeres las propietarias de joyas. Estas se transmitían de madres a hijas, o de tías a sobrinas, y formaron también parte de sus bienes dotales. La continua relación con América propició que los miembros de los patriciados mercantiles andaluces adquiriesen costosas joyas de oro, perlas, diamantes, esmeraldas y otras piedras preciosas. Así, por ejemplo, Agustín Ramírez Ortuño, marqués de Villarreal y Purullena y destacado comerciante, poseía en 1760, junto a su esposa, joyas por un valor total de casi 100.000 reales de vellón, más otros 133.757 en plata labrada, cantidades importantes pero que representaban poco más de 7% de su inventario valorado de bienes.
Y, junto a las joyas, el mobiliario y el menaje de la casa principal, a la altura de la calidad de sus moradores y un catálogo visible, también, de su proyección mercantil en una escala cuasi planetaria. Clara Sopranis Estopiñán, marquesa de Montecorto, descendiente de una importante familia de comerciantes, tenía en su casa gaditana, entre otros objetos,
…un bufete todo guarnecido de carey de tres cuartas de largo y dos tercias de ancho con cantoneras de bronce doradas; otro baulito todo cubierto de carey por dentro y fuera con cantoneras, bisagras, aldabones y bolas por pies de plata, de dos tercias de largo; un baulito de teca con cerradura y bisagras de acero doradas de una tercia y dos dedos de largo, y una colgadura de catre de damasquillo de China a flores, ya usado, que son seis cortinas, cielo y rodapiés. Y, juntamente la ropa blanca y de su vestir en un baúl y una caja grande y algunos juguetes de estrado.
El ajuar doméstico de los comerciantes solía incluir cuberterías de plata y distintos objetos del mismo material: cucharones, saleros, platos, azafates, candeleros y salvillas, entre otros. Usaban, además, vajillas de loza y piezas de cristal. Solían tener platos, tazas y pocillos de China y de loza de Holanda, vasos y copas de cristal. Entre los muebles no faltaban espejos, cornucopias, cenefas, biombos, estrados, sillas, bancos, velones, camas, poltronas, mesas, rinconeras, escritorios, papeleras, estantes, camas, guardarropas, baúles, cajas, cómodas y relojes ingleses de mesa, pie o pared. Las casas se revestían con ricos cortinajes y los suelos con alfombras y esteras. Los inventarios de bienes nos permiten incluso conocer su ropa y objetos de adorno. Entre la ropa blanca aparecen camisolas, calzones, calcetas, medias de seda e hilo, pañuelos y gorros o birretes de lienzo e hilo. Entre la ropa de color, vestidos de terciopelo, seda, chamelote o paño, fracs, casacas, chupas, gabanes, chalecos, corbatines y sombreros. Solían usar también alfileres y broches de plata para los corbatines, hebillas de oro o plata, espadines con guarnición de plata, bastones con puños también de plata y relojes de bolsillo de oro y plata.
En las casas urbanas y las haciendas de campo de los grandes comerciantes se hacían presentes también su religiosidad y sus devociones. Algunas de ellas contaban con oratorios y en muchas había imágenes, pinturas y estampas de temática religiosa. Así, por ejemplo, en la casa del naviero Francisco Solivera había un cuadro grande con la imagen de la Inmaculada Concepción. El comerciante, industrial, naviero y hacendado Francisco Guerra de la Vega, ferviente devoto de San Juan de Dios, dispuso en su testamento que la efigie de este santo que tenía en propiedad se conservara perpetuamente en la casa de los herederos del mayorazgo por él fundado.
No era tampoco infrecuente que los grandes comerciantes con América adquiriesen obras de arte, a veces de importantes artistas, con las que decoraban los interiores de sus espacios domésticos. Manuel López Pintado, almirante de la flota de Indias y comerciante, reunió en su palacio sevillano de la calle Santiago una rica pinacoteca en la que se contaban numerosas obras de Murillo y otras de Velázquez, Valdés Leal, Tiziano, Van Dick, Herrera el Viejo, Zurbarán y Lucas Jordán. El cargador a Indias y exportador de vinos Sebastián Martínez reunió una galería con unos trescientos cincuenta cuadros, entre ellos de autores como Leonardo da Vinci, Tiziano, Velázquez, Murillo, Ribera, Rubens, Mengs y Goya. Se trata, sin duda, de casos excepcionales, pero de cualquier forma significativos.
Aunque de manera excepcional, algunos cargadores dispusieron también de grandes bibliotecas y gabinetes de antigüedades. La de Guillermo Tirry, marqués de la Cañada, sobresale de manera especial. Según el viajero ilustrado Antonio Ponz, que la visitó, “era mucho lo que allí había de libros raros y estimables hasta siete mil volúmenes, y lo mismo de pinturas, estampas, medallas, dibujos y otros monumentos de la antigüedad”. Sebastián Martínez contaba también con una nutrida biblioteca de más de mil volúmenes, algo infrecuente para la época, entre los cuales obras de literatura, filosofía, historia, medicina, matemáticas, química y economía. Poseía también una colección de varios miles de estampas, dibujos, esculturas, instrumentos musicales y máquinas de precisión.
La cultura mercantil de estos grandes comerciantes se hacía presente a través de los libros de contabilidad, imprescindibles instrumentos técnicos de control de sus economías privadas y empresas, cuya presencia es una constante en sus testamentos e inventarios de bienes. Así, por ejemplo, Jácome Sopranis se remitía a su libro contable para la aclaración de las cuentas pendientes, asegurando que los apuntes que contenía “son ciertos y verdaderos, y en ellos se hallará la claricia (sic, por claridad) de mi hacienda”.
Autor: Juan José Iglesias Rodríguez
Bibliografía
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