El tribunal de la Inquisición sevillana fue el primero que se introdujo en Castilla, habiendo obtenido los Reyes Católicos la bula para su fundación del papa Sixto IV en 1478, aunque los inquisidores no llegaron a la ciudad hasta diciembre de 1480, comenzando su actuación en febrero de 1481 (Ollero Pina, 2009, 555). Nació para controlar la ortodoxia de muchos cristianos de origen judío que en ocasiones continuaban practicando el judaísmo. Aunque en un principio se instaló en el convento dominico de San Pablo (del que actualmente solo sobrevive la iglesia de La Magdalena), se trasladó al castillo de San Jorge, que dependía de la corona y se situaba en el barrio de Triana, junto al río Guadalquivir y el puente de barcas. Las avenidas frecuentes, y especialmente las de los inviernos de 1626-1627 y 1784-1785 obligaron a trasladar su sede al palacio de los Tello Tavera hasta 1640 y desde 1785 los inquisidores y su personal se instalarían definitivamente en el colegio de las Becas, que habían poseído los jesuitas, hasta la extinción del tribunal. Ni estas ni las instalaciones del castillo fueron suficientes para su actividad, y hemos de considerar que el castillo contaba con salas de audiencias, la sala “de secreto”, archivo, cámara de tormento, la pequeña iglesia de San Jorge y otras dependencias, además de 26 prisiones, cuyas condiciones dejaban mucho que desear.

El tribunal sevillano dependía del Consejo de la Suprema Inquisición, formado en 1488, y cuyo presidente era el Inquisidor General de Castilla. Se efectuaba cada cierto tiempo una “Visita General” para controlar el buen funcionamiento del tribunal y el celo y comportamiento de sus integrantes.

Los inquisidores fueron en un primer momento esencialmente teólogos, pero con el tiempo su perfil incluyó una mayor formación en leyes, que desde 1608 se hizo obligatoria para acceder al cargo. El personal del tribunal era numeroso. A mediados del siglo XVII contaba con entre tres (el número señalado desde la Suprema) y siete inquisidores, un fiscal, seis notarios del secreto, otro de secuestros, un receptor y un juez de bienes confiscados. A estos oficios se sumaban dos jueces ordinarios, uno del obispado de Cádiz y otro del arzobispado de Sevilla. Además hay que considerar el personal subalterno como el alcaide, su ayudante, nuncio, portero, capellanes, proveedor, procurador del fisco, médicos, cirujano, abogado de presos, abogado del fisco y sacristán. A esta nómina hemos de añadir la de los familiares del Santo Oficio, que en el tribunal de Sevilla fueron muy numerosos, y se encontraban repartidos por toda la geografía de su distrito (que incluía con algunas excepciones las actuales provincias de Cádiz, Huelva y Sevilla), y constituían una red que recogía información sensible que enviaba al tribunal. Sus integrantes gozaban de diversos privilegios, hecho que hacía atractivo pertenecer a este cuerpo, y al hacerlo sus miembros demostraban tener limpieza de sangre, aunque no siempre fuese así, pues como decía el mercader D. Francisco Morovelli de la Puebla al Consejo de Órdenes en el siglo XVII:

El Consejo sabe muy bien que crédito se puede dar a pruebas de familiares de Sevilla, porque sabe de hábitos que tiene detenidos allá de familiares aquí, donde todo lo hace el dinero… Son aquí familiares y calificadores los confesos más notorios, y há de pocos años a esta parte, y los mismos inquisidores le han dicho muchas veces que están llenos de judíos y moros… (Domínguez Ortiz, 1983, 155).

Socialmente fue un cargo muy demandado, aunque es cierto que los familiares al tener la responsabilidad de informar al tribunal podían incurrir en la inquina de sus vecinos. Por encima de éstos se encontraban los comisarios, que residían en los puertos de mar y en cada cabeza del arciprestazgo. Ni familiares ni comisarios tenían asignado un sueldo, como tampoco los calificadores, miembros de diversas órdenes religiosas que aconsejaban a los inquisidores en materias de herejía.

La vida económica del tribunal pasó por muchas dificultades, pues las distintas vías de ingreso destinadas a su mantenimiento y el producto de las confiscaciones de bienes de los condenados no permitía en muchos casos la percepción regular de los salarios. Como las confiscaciones de bienes alimentaban el fisco del tribunal, el objetivo de sus desvelos pasaba muchas veces por prestar más atención a aquellos sospechosos de herejía que gozaban de una buena posición económica. De esta manera en 1655 un denunciante anónimo decía,

En el tribunal de Sevilla, de mucho tiempo a esta parte, no corre el despacho de causas de fe y sólo se adelantan y trabajan las de los portugueses ricos y que tienen valedores y negociadores, que en esta ciudad los hay por todos los caminos (Caldas, 2008, 125-126).

Además de esta situación de abuso, en el siglo XVII se han documentado comportamientos poco edificantes para los ministros del tribunal, que, se amparaban en los privilegios que les confería el fuero eclesiástico y la pertenencia a la institución, de manera que tanto inquisidores como agentes subalternos (alcaide, carceleros, verdugo) utilizaron el castillo y dichos privilegios para ejercer el contrabando de mercancías, obtenerlas a precios moderados y venderlas más caras. En ocasiones rompían el secreto de los procesos difundiendo la información en ellos contenida, de manera que los acusados podían conocer quiénes y de qué les acusaban, preparando sus defensas y desmontando sus causas, o aceptar sobornos y dádivas de sus familiares para atenuar las condenas o rebajar la presión sobre los presos; este negocio se extendía a la venta de información genealógica a los temibles “linajudos”, que extorsionaban a aquellos que pretendían mostrar limpieza de sangre para obtener hábitos de caballero u ostentar consideración y prestigio social, cuando no eran los notarios del tribunal u otros de sus miembros quienes modificaban estas pruebas a petición de los interesados. Además, estos ministros también pasaban noticias a los reos y sus familias, llegando incluso a suministrar opio en algunos casos para que los encausados soportasen el tormento, entre otros asuntos. A ello se sumaba la vida disoluta de algunos de sus integrantes, que en el siglo XVII alcanzó cotas realmente bajas, lo que incluía amancebamientos y una moral sexual casi inexistente.

El procedimiento del tribunal no difería del de otros homólogos. Además de la vigilancia de la ciudad y el distrito del tribunal, y la atención a la confesión de herejías y delitos por parte espontánea de los interesados, los inquisidores emitían cuando había sospechas de herejía un Edicto de Gracia, que daba un plazo para confesarlas y para que aquellos que supieran de dichas prácticas las pusieran en conocimiento de los inquisidores. Los interrogatorios podían incluir, si había sospechas suficientes sobre su culpabilidad y el acusado no confesaba, el tormento del mismo para obtener dicha confesión. En el tribunal de Sevilla el delito de judaísmo fue el que más se votó a tormento entre 1635 y 1699 (un 38,3% del total frente a otros delitos).

Cuando se tenía un número importante de condenados que debían abjurar públicamente de sus errores y/o ser relajados, esto es, entregados a la justicia secular para su ejecución, se organizaba un Auto de General de Fe. Éste tenía un claro carácter ejemplarizante basado en la que se ha denominado “pedagogía del miedo”. En él se daban cita las principales autoridades civiles y eclesiásticas, y se mostraba con especial fuerza el poder del Santo Oficio, siendo actos cargados de gran simbolismo, protocolo y boato. Los autos generales fueron frecuentes en el siglo XVI y tenían lugar en espacios urbanos principales, como la plaza de San Francisco. Su celebración decayó en el siglo XVII, con sólo cuatro, y fueron sustituidos por los “autos particulares”, que se venían celebrando también desde el siglo XVI y que eran mucho más pequeños y menos importantes en lo que a fasto y circunstancias se refiere; estos autos tenían lugar en otros espacios como la iglesia de Santa Ana, la de San Marcos, la del convento de San Francisco o la del de San Pablo. Eran precedidos por una procesión encabezada por la Cruz Verde, como en el auto de fe general de 1624 que

salió del castillo cubierta de velo negro, llevada en andas y bajo palio, acompañada por todos los ministros, familiares y calificadores del Santo Oficio, la música de la Catedral y muchos caballeros y clerecía. Al salir la cruz del castillo hicieron salvas los buques surtos en el río y repicaron las campanas. El 30 por la mañana acudieron a Triana los dos cabildos, secular y eclesiástico, y salió el cortejo, formado por la cruz y clero de Santa Ana, seis estatuas de reos difuntos o ausentes y 44 penitenciados con velas amarillas. Por último, el estandarte de la Fe, y los inquisidores sobre mulas con sus grandes sombreros. Llegados todos a la plaza se dijo misa, y se tomó al pueblo juramento de defender la fe y el Santo Oficio. Predicó un padre dominico y en seguida empezó la lectura de las sentencias, que duró muchas horas (Domínguez Ortiz, 1981, 79).

La quema de los condenados quedaba reservada sólo a los encontrados culpables de herejía o sodomía, y se hacía en persona o en “efigie” (al estar huido el condenado), o de los huesos de aquellos que no habían podido ser procesados y se había demostrado que habían sido herejes, se producía cuando después del auto de fe, el condenado a muerte era entregado a la justicia secular que procedía a su ejecución en el “Quemadero”, un espacio habilitado al efecto en el prado de San Sebastián, extramuros de la ciudad. Aquellos que se convertían en el camino exhortados por frailes de diversas órdenes eran entonces estrangulados antes de ser quemados.

Fases de persecución de los delitos

Una parte importante de la documentación del tribunal se ha perdido, de manera que si bien conservamos la correspondencia con el consejo, documentos contables y de organización del tribunal y bastantes relaciones de causas, muchos procesos ya no existen, como tampoco los libros de genealogías del tribunal y otros documentos comprometedores. Por ello si sólo se toman las relaciones de causas conservadas se encuentran 1.962 procesos para el periodo de 1540-1700, un número muy bajo que además de no considerar la altísima actividad del tribunal en sus primeros cincuenta años, puede matizarse con el cruce con otros documentos, de manera que sólo para 1635-1699 contamos con 1.390 procesados, y para 1700-1740 con 537, por encima de tribunales como Granada y Toledo (1.225 y 356 procesados y 1.339 y 263 procesados respectivamente para ambos periodos) (Caldas, 2000, 117-120). Por ello el tribunal no sólo actuó con gran rigor, sino que además funcionó con intensidad durante toda su existencia, abarcando un gran número de delitos.

La actividad del tribunal entre 1481 y 1530 tuvo como eje fundamental la eliminación de los judaizantes. Su actuación fue tremendamente rigurosa y alcanzó a muchas personas de toda condición, laicos y eclesiásticos, ricos y pobres, generando un verdadero terremoto social y político. Muchos en verdad practicaban el judaísmo de manera encubierta, como declarase en 1484 el sedero Fernando, quien señaló a los inquisidores que

yo ayunava en este dicho tiempo los ayunos judaicos, conviene a saber, el ayuno del Çinquipur y el ayuno de la reina Ester y dos otros ayunos de cuando se perdió la Casa Santa y otros ayunos de lunes y jueves; y cuando los judíos ayunaban y yo lo sabía, todos los ayunaba… yo comía en este dicho tiempo carne caxer de los judíos, la cual hacía matar y la vendía en sus casas a ciertos conversos vecinos de la dicha ciudad de Écija… yo … hacía en mi casa degollar carne caxer por mano de judíos… comía de la dicha carne en viernes y en días de Cuaresma y en otros días vedados… quebrantaba muchos domingos y días de fiesta de la iglesia, haciendo en ellos labor y hacienda… digo que yo tenía un libro de oraciones judaicas escrito en romance, en el cual hacía las dichas oraciones cada día según la regla del dicho libro… (Gil, I, 2000, 157).

Si entre 1481 y 1530 la mayoría de los delitos se relacionó con los judaizantes, a mediados del Quinientos y hasta al menos 1565 fueron mayoría los protestantes españoles y otras herejías asociadas, para dar paso después de aquella fecha a un menor número de encausados por protestantismo que en su mayoría eran extranjeros (marineros y comerciantes), que no estaban ligados a los círculos luteranos de la ciudad. Estos últimos estaban formados por miembros de la rica oligarquía mercantil cuyos miembros se encontraban en muchas ocasiones al frente de cargos concejiles, siendo caballeros veinticuatro, jurados… que en algunos casos también tenían un pasado converso. Así en el auto celebrado en 1559 se quemó a 21 personas, entre las que se contaban

Don Juan Ponce de León, hermano del conde de Bailén que ahora es, y a Juan González, clérigo teólogo, y a dos hermanas suyas, y a Medel de Espinosa, bordador, y a Luis de Abrego, escritor de libros, y a María Bohórquez, hija bastarda de Pedro García de Jerez, y a otra mujer que estaba casada con Francisco de Zafra en estatua, beneficiado de San Vicente de Sevilla, y al padre de dicho beneficiado, y a dos beatas que se decían las Cornejas, y al dicho beneficiado Francisco de Zafra en estatua… (Gil, I, 2000, p. 338).

En la difusión de ideas filoluteranas destacó especialmente en el siglo XVI la predicación de Juan Gil el “doctor Egidio” por su impacto en las élites y también en gentes del común, y su seguidor, el predicador Constantino de la Fuente, así como el doctor Juan Pérez de Pineda. En el auto de fe que tuvo lugar en 1560 en la plaza de San Francisco fueron quemados los huesos de los dos primeros y la estatua de Pineda. Además de ser perseguidos y castigados junto a sus seguidores entre los que se contaban miembros de destacadas familias de mercaderes y aún de la nobleza, se contaban entre los objetivos de los inquisidores varios frailes del convento de San Isidoro del Campo, como Casiodoro de Reina o Antonio del Corro, quienes huyeron a la Europa protestante (Ginebra, Londres, el Imperio) donde compondrían obras importantes para su credo, entre ellas la traducción castellana de la Biblia, conocida como “Biblia del Oso”.

Además del protestantismo, desde 1570 y hasta 1610 se dio de manera intensa la persecución de los moriscos que islamizaban y de las huidas al Norte de África. La de los moriscos fue una minoría artificialmente aumentada con las deportaciones efectuadas desde el Reino de Granada tras la guerra de las Alpujarras, y fue muy perseguida y presionada por el Santo Oficio sevillano. En el siglo XVII, otras agrupaciones relacionadas con movimientos heterodoxos, como la congregación de la Granada o el movimiento de los alumbrados también estuvieron en el punto de mira del tribunal. Y especialmente de 1643 en adelante, con la caída del conde-duque de Olivares, se siguieron gran cantidad de causas contra mercaderes portugueses que practicaban el judaísmo, en un movimiento represivo que dañó fuertemente sus estructuras familiares y comerciales, y que no terminó hasta 1725. Esta represión provocó la huida de muchos de ellos (y de sus capitales) y fue en consonancia con la ejercida en otros tribunales como los de Toledo, México y Lima. En la persecución de estas personas hubo momentos dramáticos, con separación de familias, imposición de multas, confiscación de bienes, salida en autos con las consiguientes abjuraciones, ejecuciones y huidas de sus protagonistas, y otras situaciones en las cuales las causas no se sustanciaban al no encontrarse un motivo sólido de herejía. Si es innegable la acción destructiva a todos los niveles del tribunal, con la mancha para la honra pública, la violencia de los tormentos y la generación de un ambiente delatorio que llevaba a muchos a denunciar falsamente o por problemas personales a sus vecinos, también hay que señalar que quienes tenían mejor acomodo podían tratar de corromper a los ministros del tribunal, y ello se dio especialmente en el siglo XVII en medio de la gran ola represiva contra los judaizantes.

En el siglo XVIII el tribunal continuó actuando contra la herejía, de manera que en la primera mitad de los años 20 se desarticularon “complicidades” judaizantes condenándose a 241 personas, y a otros 33 por otros delitos. Desde 1725 en adelante aunque se continuó persiguiendo la herejía el principal objetivo de su trabajo fueron los delitos relacionados con desviaciones de la norma moral y la lucha contra las ideas ilustradas que llegaban desde Europa. En este sentido el tribunal continuaba ejerciendo la misma actividad de control de libros y de ideas prohibidas que ya venía ejerciendo desde el siglo XVI, con la fiscalización de libros de contenido herético (principalmente luterano) en los puertos del distrito y en las librerías de la ciudad, aunque existieron diversos grados de colaboración con los libreros. En la lucha por mantener la ortodoxia y la profilaxis frente a la difusión de ideas ilustradas el caso más claro es la instrumentalización del tribunal para perseguir al intendente Pablo de Olavide, que fue acusado de poseer pinturas indecentes y libros prohibidos, de tener amistad con ilustrados como Voltaire y de ostentar una actitud poco respetuosa en misa y hacia la iglesia en general, entre otros asuntos, siendo investigado ya en Sevilla por los miembros de dicho tribunal desde 1767, aunque el proceso al que se le sometió se sustanció por el tribunal de Madrid en 1778, siendo condenado a 8 años de reclusión en un monasterio. El de 1781 fue el último año en el que se pronunció una sentencia de condena a la hoguera, la de una beata ciega acusada de seguir la doctrina de Molinos. Con la llegada del ejército de Napoleón parte del tribunal huyó en 1810 a Ceuta, llevando consigo una fracción de su archivo. Pese a ser oficialmente suprimido por José Bonaparte, fue luego restaurado por Fernando VII y no sería sino a su muerte, en 1834, cuando sería definitivamente abolido.

Junto a las denominadas “herejías mayores”, a saber, judaísmo, islamismo y protestantismo, la Inquisición de Sevilla también vigiló y castigó los delitos de bigamia, la denominada “simple fornicación”, sodomía, la brujería, la práctica de artes adivinatorias y la superstición en general. Así en 1586 se condenaba a Catalina Gutiérrez quien hacía

muchas hechicerías con invocación de demonios, diciendo las palabras de consagración para saber cosas secretas y si un hombre quería bien a una mujer y hacerse querer y traer hombres que estaban ausentes a sus amigas y ligar a otros, preciándose de esto y que tenía los diablos muy propicios para todo lo que quería (Boeglin, 2003, 449).

Además de estos delitos se perseguía especialmente la blasfemia, y asociada a ella las afirmaciones de descreimiento en los sacramentos, del sacrificio de la misa, de la actividad de los curas, la puesta en duda de la resurrección de la carne, la negación de la existencia del infierno, la duda sobre la Iglesia como instrumento de salvación, la burla de las imágenes y de los ritos cristianos y la consideración del nulo efecto de estos ritos y de los sacramentos, etc., y en general las proposiciones calificadas como “heréticas”. Además la Inquisición sevillana persiguió a los curas y clérigos que cometían el delito de solicitación, esto es, de reclamación de favores sexuales a sus feligresas, y se castigaba a aquellos clérigos que se hubiesen casado antes de entrar en el estado eclesiástico. También se perseguían los comportamientos desviados de la norma de clérigos seculares y regulares, y a aquellos que se hacían pasar por miembros del estamento eclesiástico y celebraban misas y administraban sacramentos, o suplantaban a los miembros de la Inquisición. Las historias sobre la actuación del Santo Oficio sevillano nos muestran cómo la persecución de delitos como la simple fornicación, y otros similares fue decayendo, así como también la imposición de penas físicas y humillantes, dejando paso a multas y condenas de penitencia espiritual, aunque se mantuvo un mayor rigor con delitos como la blasfemia.

 

Autor: Manuel Francisco Fernández Chaves


Bibliografía

BOEGLIN, Michel, L’Inquisition espagnole au lendemain du Concile de Trente. Le tribunal du Saint-Office de Séville. 1560-1700, Montpellier, Publications de Montpellier III, 2003.

DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio, Autos de la Inquisición de Sevilla, Sevilla, Ayuntamiento de Sevilla, 1981.

DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio, “Unas probanzas controvertidas”, en Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y mentalidad en la Sevilla del Antiguo Régimen, Sevilla, Ayuntamiento de Sevilla, 1983, pp. 147-160.

GONZÁLEZ DE CALDAS MÉNDEZ, Victoria, ¿Judíos o cristianos? El proceso de fe. Sancta Inquisitio, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2000.

GONZÁLEZ DE CALDAS MÉNDEZ, Victoria, El poder y su imagen. La Inquisición real, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2008.

GIL, Juan, Los conversos y la Inquisición sevillana, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2000-2003, vols. 1 y 2.

MAILLARD ÁLVAREZ, Natalia, “Puertas de mala ventura: el control inquisitorial e la entrada de libros en los puertos el distrito sevillano durante el Quinientos”, en Isidro Dubert García et alii (eds.), El mar en los siglos modernos. X Reunión Científica de la Asociación Española de Historia Moderna, Santiago de Compostela, Xunta de Galicia, 2009, vol. 2, pp. 279-291.

OLLERO PINA, José Antonio, “Clérigos, universitarios y herejes. La Universidad de Sevilla y la formación académica del cabildo eclesiástico”, en Luis E. Rodríguez-San Pedro Bezares y Juan L. Polo Rodríguez (eds.), Universidades hispánicas. Modelos territoriales en la Edad Moderna (I), Salamanca, Universidad de Salamanca, 2007, pp. 107-195.

OLLERO PINA, José Antonio, “La Historia Parthenopea de Alfonso Fernández Benadeva, la Inquisición y otras cosas de familias”, en León Carlos Álvarez Santaló (coord.), Estudios de Historia Moderna en homenaje al profesor Antonio García-Baquero, Sevilla, 2009, Universidad de Sevilla, pp. 549-583.

TORRES PUGA, Gabriel, “Introducción. El final de la Inquisición en el mundo hispánico”, en Ayer, 108, 2017/4, pp. 13-21.

Visual Portfolio, Posts & Image Gallery para WordPress