La emperatriz Isabel de Portugal entró en Sevilla, montando un caballo lujosamente ataviado, por la puerta de la Macarena. Aún no conocía a su joven esposo el rey Carlos I. Las capitulaciones matrimoniales se habían firmado el 17 de octubre de 1525 en Torres Novas una vez disuelto el previo compromiso del emperador con su prima hermana María Tudor. La dote de la princesa se fijó en la fabulosa cantidad de 900.000 doblas castellanas. La boda por poderes se celebró por dos veces en el palacio de Almeirim pues la dispensa papal por parentesco no fue suficiente. En la primera ceremonia de esponsales que tuvo lugar el día de Todos los Santos oficiada por el obispo de Lamego, el embajador y procurador Carlos Popet recibió a la infanta en nombre del emperador. Se procedió, a continuación, al besamanos y al sarao que duró hasta después de la media noche:
e dançarao nella a rainha com a emperatriz, e el rey con donna Ana de Tauora e os infantes dom Luis e dom Fernando com as damas de que mais se contentarao
Obtenida nueva dispensa de Clemente VII se repitió la boda el 20 de enero de 1526 de nuevo con festejos y posiblemente la representación de la comedia Don Duardos de Gil Vicente. El amor es el tema que articula esta pieza cortesana encarnado en tres parejas que representan otras tantas formas del noble sentimiento humano.
La infanta Isabel fue entregada en Elvás, en la raya de Portugal. Gonzalo Fernández de Oviedo dice que “iba dentro de una litera cubierta de brocado” y así fue llevada hasta el lugar de la entrega y se formó un círculo para besarle la mano, primero los portugueses y después los castellanos. Ambos séquitos, ya unidos, siguieron la antigua ruta de la plata: desde Badajoz, por Talavera la Real, hasta Almendralejo, Llerena, Guadalcanal, Cazalla, el Pedroso, Cantillana y San Jerónimo. Las cartas del marqués de Villarreal, que examinó Mónica Gómez-Salvago, permiten conocer los pormenores del itinerario. En Badajoz se levantaron arcos triunfales y hubo desafíos y justas. Y en el Pedroso, Isabel toma la iniciativa y manda que se celebre el nacimiento del primer hijo de su hermano y de la hermana del emperador. Según Villarreal, que informaba puntualmente a su rey Juan III de Portugal, no pudo haber danzas por la estrechez de la posada donde moraban pero los portugueses se las arreglaron para jugar “has laramjadas acavallo o majs comcertadamente que se podía dizer”. En Cantillana, por fin, se pudo organizar el sarao “porque están aquí os ministros e as casas sao pera yso muito boas por que sao do arçebispo de Seujha que he ysto camara sua”.
El sábado 3 de marzo de 1526 la comitiva llegó a Sevilla. Una representación de la ciudad, encabezada por el duque de Arcos, acudió a recibir a la emperatriz al hospital de San Lázaro. Fernández de Oviedo nos acerca, de nuevo, la inmediatez del solemne momento:
y le besaron la mano en la litera donde venía y a la puerta de la Macarena salió de la litera y subió a una hacanea blanca muy ricamente aderezada; y allí la tomaron debajo de un rico paño de brocado, con las armas imperiales y las suyas bordadas en medio dél.
Una semana más tarde llegaría Carlos V. Venía de Illescas donde había ratificado el Tratado de Madrid con Francisco I de Francia. Iba acompañado por el cardenal Salviati, legado a los reinos de España por Clemente VII, embajadores y grandes de los que da cuenta en su Diario Juan Negro. En el monasterio de San Jerónimo lo esperaban el regimiento al completo “vestidos de ropas rozagantes de raso carmesí y gorras de terciopelo con muy ricas medallas puestas en ellas”. En un segundo lugar, alcalde, letrados, escribanos públicos, mercaderes naturales y extranjeros “todos muy ricamente ataviados”. Y finalmente, aunque “no menos” los oficiales de los gremios “todos en cuerpo y lo más bien atauiados que podían”. El señor asistente pidió a su Majestad que jurase los privilegios de la ciudad y el alguacil mayor le entregó las llaves de la ciudad.
Las últimas citas corresponden a una detallada relación manuscrita que se conserva en la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla: Recebimientos que fueron fechos al invictíssimo césar don Carlos V. Una de las muchas que se escribieron en latín, italiano, portugués y español para dar perpetuidad al acontecimiento. El anónimo autor de este relato nos permite, además, conocer los siete arcos de triunfo que se alzaron a lo largo del recorrido que transitaron en sus entradas, primero la infanta de Portugal y luego el emperador. Formaban parte de un programa que trazaba la imagen del héroe del renacimiento, manifestadas en sus virtudes de gobierno. El de la Macarena dedicado a la Prudencia con las virtudes que la favorecen: vigilancia, consejo, razón y verdad, que iban con palmas y coronas. Junto a la iglesia de Santa Marina se alzó el triunfo de la Fortaleza imperial “que ha librado los cristianos de peligros y espantado a los infieles”. El tercer arco estaba dedicado a la Clemencia. El cuarto, a la altura de la iglesia de Santa Catalina, a la Paz. Y el quinto, ubicado en San Isidoro, a la Justicia. En los arcos laterales de cada uno de ellos se disponían emblemas alusivos a las mencionadas virtudes, basados en historias romanas y en la mitología.
Los dos últimos arcos de este ambicioso programa humanista nos conducen al plus ultra de la gloria del emperador. El sexto, situado en la plaza del Salvador, representaba las virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad, figuras que campeaban en lo alto, junto a la Alabanza y la Eternidad. Fray Prudencio de Sandoval recoge la letra que las atribuía, ennoblecidas, al nuevo César: Nulla est virtutum species, quae maxime Caesar / Non colat ingenium nobilitata tuum. El séptimo era propiamente el de la Gloria que coronaba con su mano derecha al emperador y con la izquierda a la emperatriz. Se levantó en las gradas de la Catedral e iba rematado en la cumbre por la Fama del Divus Carolus et Diva Elisabet que por todo el mundo se extendía. En uno de los arcos laterales estaba la Fortuna con la rueda que el merecimiento del emperador lograba detener con un clavo y un martillo. Frente a ella Himeneo, dios que presidía el cortejo nupcial. La dedicatoria rezaba, según la versión romance de Sandoval: “Al emperador y la emperatriz, el regimiento y pueblo de esta ciudad de Sevilla puso aquí la deuda de todo el mundo”.
Gracias a los estudios de Vicente Lleó y Mónica Gómez-Salvago pueden ponerse nombre a los ideólogos del programa del recibimiento: los canónigos Francisco de Peñalosa y Luis de la Puerta y Antolínez, y el escribano Pedro de Coronado. También a los artífices de los arcos: los carpinteros Diego Fernández, Francisco Sánchez de Aguilar, Juan Ruiz, Simancas, Cristóbal de Arcos, Esteban Rico, Pedro Hernandez de Arcos y Juan Martín. Y los pintores que intervinieron en su decoración: Alejo Fernández, Cristóbal de Morales y Cristóbal de Cárdenas.
Más incógnitas reviste el hecho de que pese a la altura de los regios esponsales no hubiese representaciones teatrales en el Alcázar. Es posible que en la moderación relativa de los festejos influyese la coincidencia con la Cuaresma y la Semana Santa, el luto por la reina de Dinamarca, hermana del emperador y la excomunión del propio Carlos V por la muerte del obispo de Zamora. Si a ello unimos, como ha sugerido Gómez-Salvago, que la corte de Carlos V no estaba tan interesada en el teatro como la portuguesa o las italianas, es posible explicar la llamativa ausencia de esta práctica escénica en Sevilla.
Por las mismas razones, la boda celebrada en los Reales Alcázares, tuvo un carácter íntimo, con escasa presencia de caballeros y embajadores. Algunos grandes, nos dice Fernández de Oviedo, acompañaron al emperador hasta entrar en su aposento. Una vez engalanado se desposó con la emperatriz por palabras de presente a manos del cardenal Salviati y los jóvenes esposos fueron velados por el arzobispo de Toledo en un altar que se montó en la cámara de Isabel (probablemente en la antigua capilla del palacio del rey don Pedro I, hoy salón del techo de Carlos V). Hasta el Domingo de Ramos la pareja de recién casados permaneció en el palacio. El emperador se retiró luego a hacer los ejercicios de la Semana Santa a San Jerónimo.
Así las cosas, las fiestas no comenzaron hasta pasada la Pascua. En la plaza de San Francisco se celebró una justa el domingo 15 de abril en la que sobresalieron, según distintos testimonios, la riqueza de los vestidos. En la del 6 de mayo, que recoge únicamente Juan Negro, participó el emperador y otros once caballeros y señores ataviados con ricas preseas.
El 14 de mayo Carlos V e Isabel de Portugal abandonaron Sevilla por el camino de Carmona destino Granada. En Córdoba descansaron cinco días que coincidieron con la firma del tratado de la liga clementina que celebraron con fiestas. Posteriormente, a través de Castro del Río y Alcalá la Real alcanzaron el reino de Granada.
Autor: José Jaime García Bernal
Bibliografía
CARRIAZO y ARROQUÍA, Juan de Mata, “La boda de un emperador. Notas para una historia de amor en el Alcázar de Sevilla”, en Archivo Hispalense, XXX, 1959, pp. 2-108.
LLEÓ CAÑAL, Vicente, Nueva Roma. Mitología y humanismo en el Renacimiento sevillano, Sevilla, Diputación Provincial, 1979.
GÓMEZ-SALVAGO SÁNCHEZ, Mónica, Fastos de una boda real en la Sevilla del Quinientos (Estudio y Documentos), Sevilla, Universidad de Sevilla, 1998.
MARÍN FIDALGO, Ana, El Alcázar de Sevilla bajo los Austrias, Sevilla, Guadalquivir, 1990.
VILAR SÁNCHEZ, Juan Antonio, 1526. Boda y luna de miel del emperador Carlos V, Granada, Universidad de Granada y Real Maestranza de Caballería, 2000.