La expresión cargadores a Indias es la opción preferida para hacer referencia a los mercaderes especializados en el comercio entre España e Hispanoamérica a través de la Carrera de Indias durante la Edad Moderna. Esta fijación terminológica, útil y funcional para abordar el tema hoy en día, no debe opacar la variedad de vocabulario que hubo en la época. En el siglo XVI estos cargadores eran designados más bien como mercaderes tratantes en Indias; después, durante el siglo XVII, se empezó a preferir la palabra cargadores, más acorde con la cultura del honor de la sociedad estamental que la de tratantes, pero durante mucho tiempo se reservó a los que cargaban manufacturas, a fin de distinguirlos de los cosecheros que registraban frutos de la tierra. Con bastante frecuencia, la documentación original se refiere a ellos sin ningún tipo de especificaciones, empleando categorías genéricas como las de mercaderes o comerciantes, debiendo deducirse del contexto cuándo se trata o no de cargadores a Indias.

Conforme la legislación comercial se definió a lo largo del XVI, se reconoció a los naturales de Castilla la exclusividad del negocio con las Indias. Al concentrarse la mayor parte del sector en Sevilla y Cádiz (incluso después de las reformas del siglo XVIII), podría pensarse que, además de genéricamente castellana, la comunidad de cargadores a Indias sería mayoritariamente andaluza. Sin embargo, no ocurrió así. Es cierto que el componente andaluz siempre fue significativo, pero siempre hubo representación de casi todas las regiones y, con el tiempo, los procedentes de la España septentrional ganaron un protagonismo innegable al menos desde el siglo XVII. Los vascos, en particular, alcanzaron un liderazgo fuerte en la Carrera, no solo por la importancia de su actividad comercial, sino también por el dominio de empresas especializadas y de oficios navales y de gobierno próximos, como las compradurías de oro y plata, los maestrajes de plata o los puestos directivos y de gestión en la Casa de la Contratación o el Consulado de Cargadores.

Este perfil castellano no impidió la existencia de una fuerte presencia extranjera en los negocios de Indias. Siempre podía haber una conexión indirecta, a través de la asociación de un foráneo con algún cargador español. No obstante, los extranjeros también contaban con vías legales para incorporarse a la Carrera de forma plena y cargar por sí mismos. Además de las licencias temporales, que ocasionalmente se adjudicaban, la opción por antonomasia consistía en la naturalización. La naturalización era un procedimiento administrativo, a través del cual se homologaba jurídicamente a los extranjeros con los castellanos; algo parecido (salvando las diferencias) a los procedimientos actuales de obtención de nacionalidad. Como es lógico, si solo los castellanos podían participar en la Carrera, entonces la solución para quienes no habían nacido en Castilla pasaba por castellanizarse legalmente. Eso se conseguía obteniendo una carta de naturaleza.

Gracias a estos mecanismos, la comunidad de cargadores (lo que en la época se denominaba la Universidad de Mercaderes) adquirió un perfil bastante cosmopolita e internacional. A los españoles, que siempre fueron mayoría, se sumaron comerciantes procedentes de Portugal, Francia, Flandes, diferentes estados italianos, el Sacro Imperio o Inglaterra, entre otros orígenes. La convivencia no siempre fue fácil. Esta confluencia generó tensiones a menudo, sobre todo por parte del Consulado, la institución representativa de los cargadores, que alzaba la voz cuando consideraba que las naturalezas se entregaban con excesiva abundancia, en perjuicio de los privilegios de exclusividad castellanos. Téngase presente que las naturalezas, que en principio debían concederse en reconocimiento a criterios de residencia en España, posesión de bienes raíces o arraigo familiar, también llegaron a venderse o entregarse como compensación a cambio de servicios financieros. Sin embargo, esta conflictividad nunca impidió que en Sevilla y Cádiz prosperara un núcleo mercantil que se caracterizó por su carácter abierto y una libertad de comercio bastante notable.

Como en la Carrera de Indias las compañías privilegiadas de comercio no se asentaron hasta el siglo XVIII, y jamás adquirieron el mismo protagonismo que en Holanda o Inglaterra, los cargadores a Indias operaron normalmente dentro de estructuras empresariales relativamente sencillas, tanto que incluso podían ser unipersonales. Hablamos de estructuras flexibles, con cierta indefinición formal, muy marcadas por el factor personal y articuladas en torno a relaciones de confianza basadas en la familia, la amistad, la vecindad, el paisanaje o, en todo caso, el prestigio profesional. Es decir, compañías de apenas dos o tres socios, tratos por consignatarios o encomiendas mercantiles, en las que la financiación y la aportación de mercancías dependían menos de grandes casas bancarias establecidas como tales que de mecanismos de crédito semiformalizados entre los cuales se ha destacado la generalización del préstamo con riesgo de mar. Dentro de esta variedad, las empresas mercantiles de la Carrera se apoyaron en gran medida en el mencionado modelo de la encomienda, cuya proyección atlántica no difirió sensiblemente de su matriz mediterránea al separar y coordinar capital y trabajo o permitir la diversificación entre diferentes financieros y factores. Una encomienda tipo se basaba en los siguientes elementos: la inversión de capital o mercancías por parte del financiero; la venta de las mercancías en América por parte del factor; el incremento drástico de las mercancías respecto a sus precios europeos; la satisfacción de numerosos costes fiscales y logísticos; y el cálculo y reparto final de beneficios, siguiendo proporciones preestablecidas que solían beneficiar al capital sobre el trabajo. Empresas tan sencillas como éstas lograron sistematizar nuevos flujos comerciales en el Atlántico Norte, conectados a su vez con otras rutas terrestres y oceánicas. En definitiva, se convirtieron en instrumentos fundamentales de la Globalización Temprana.    

Los cargadores a Indias movilizaron mercancías de todo tipo y procedencia, una heterogeneidad favorecida por el cosmopolitismo de la comunidad y la inexistencia de leyes que coartaran el libre tránsito de mercancías. De Europa a América los cargadores trasladaron productos agrarios andaluces, protegidos legalmente por el llamado tercio de frutos, pero sobre todo manufacturas. Puesto que su diversidad impide un elenco completo, destaquemos al menos la ferretería, uno de los productos más asociados a los poderosos mercaderes vascos, y el textil, que se trataba del sector de mayor peso dentro de la industria moderna. Aunque a veces se discuta sobre ello, lo cierto es que las manufacturas españolas fueron competitivas y coparon buenas cuotas de mercado durante las primeras décadas de la Carrera, hasta que la crisis del siglo XVII incidió sobre ellas y las relegó tras las manufacturas extranjeras, un retraimiento que solo pudo solventarse de manera parcial en el siglo XVIII e impulsó el protagonismo industrial y mercantil de la Europa del Norte. En sentido contrario, la Carrera importó de América los llamados frutos de Indias, entre los cuales incrementaron su relevancia los tintes útiles para la industria textil europea como el añil, el palo de Campeche o la grana cochinilla. Pero sobre todo trajo metales preciosos: oro, menos abundante, pero de mayor valor; y plata, el símbolo de la primera economía global, que engrasó la economía europea en sus intercambios internos y en sus relaciones con otros espacios como Asia.   

La evocación de estas riquezas puede sugerir la idea de un mundo de abundancia, que en realidad solo existió para unos pocos. Muchas personas participaron en la Carrera, pertenecientes a grupos sociales muy dispares. Muchas se arruinaron, muchas murieron en terribles condiciones y muchas pasaron por numerosas dificultades sin pena ni gloria. Las que realmente hicieron fortuna no fueron tantas ni mucho menos, pero resultan las más visibles en la documentación y se han convertido en el rostro exitoso del colectivo. En su caso, las riquezas del comercio transmutaban en prestigio social e influencia institucional, en reconocimientos de hidalguía, hábitos de órdenes militares o títulos nobiliarios, en el acceso a las élites municipales y eclesiásticas o incluso los cuadros oficiales de la Monarquía. Las ciudades que fueron importantes en la Carrera -Sevilla, Cádiz, El Puerto de Santa María, Sanlúcar de Barrameda- conservan un importante legado histórico-artístico financiado por estos sujetos: casas palacio, conventos, capillas propias, imaginería, lienzos, etc. Son, qué duda cabe, una pieza esencial de su historia.

 

Autor: José Manuel Díaz Blanco


Bibliografía

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