El concepto de comercio colonial durante la Edad Moderna se asocia principalmente a la Carrera de Indias, sobre todo si se indaga en el protagonismo andaluz dentro de aquellos intercambios comerciales. La Carrera de Indias existió desde finales del siglo XV hasta comienzos del XIX, sirviendo para canalizar buena parte de las relaciones económicas directas entre España y la América virreinal. A lo largo de sus tres siglos de historia (o de sus 333 años de funcionamiento, como a algunos historiadores les ha gustado redondear), la Carrera nunca dejó de transformarse. Entre las variadas pautas de cambio que podrían analizarse, seguramente las más importantes, y las de mayor peso historiográfico, son las que afectaron al modelo organizativo general y a los volúmenes de negocio conjuntos.
La Carrera de Indias tendió a estructurarse a través del denominado sistema de flotas y galeones, que comenzó a perfilarse durante la primera mitad del siglo XVI, conoció su etapa clásica en el siglo que media entre 1560 y 1660, y empezó a quedar desfasado en la segunda mitad del XVII, cuando se mantuvo su arquitectura exterior, enmascarando novedades muy relevantes que no jugaban a favor de los intereses de la Corona. El reformismo borbónico del XVIII, ante esta deriva, se propuso transformar la Carrera. Sin embargo, su actuación fue tan drástica que poco a poco alumbró un sistema nuevo, el llamado Libre Comercio, destinado a perdurar poco por las convulsiones políticas que marcaron el tránsito del XVIII al XIX y, finalmente, por las Guerras de Independencia Iberoamericanas, que destruyeron el vínculo particular que había unido a España y sus territorios de Ultramar en el marco de la Monarquía del Antiguo Régimen.
La esencia de aquel sistema era la navegación en convoy. Lo que se buscaba era que en la medida de lo posible los navíos no hiciesen solos la Carrera, sino que cruzasen el océano en conserva. Buscando ese objetivo terminaron por gestarse dos grandes flotas, cada una de las cuales se dirigía hacia uno de los dos virreinatos que existían en Hispanoamérica en los siglos XVI y XVII: la flota de Nueva España, cuyo destino era México, y la flota de Tierra Firme, que se encaminaba hacia Panamá para conectar con el virreinato del Perú. Este comercio era protegido por diversos mecanismos militares, entre los que descollaba la Armada de la Guarda de la Carrera de Indias, que realizaba las mismas rutas que las flotas comerciales para acompañarlas y proteger sus riquezas, especialmente el oro y la plata que se embarcaban para España en el trayecto de vuelta. Todos, los galeones de guerra y las naos de comercio, seguían unas rutas preestablecidas, trazadas entre puertos que se consolidaron como cabeceras y plazas principales del comercio colonial. Por la parte española, Andalucía fue la región elegida y más beneficiada. El puerto de referencia se situó en Sevilla, aunque también se abrió la participación a Sanlúcar de Barrameda y la bahía de Cádiz y, fuera de territorio peninsular, a las islas Canarias, en medio de la travesía atlántica.
A finales del siglo XVII, las disfuncionalidades que el sistema de flotas y galeones había ido acumulando eran evidentes: la pérdida de la periodicidad anual, el protagonismo de Cádiz sobre la vieja capitalidad de Sevilla y la caída del registro con la consiguiente inviabilidad de la avería tradicional (sustituida por una cuota fija y un sistema de beneficio de puestos en las armadas y flotas). El Absolutismo Ilustrado del XVIII comenzó entonces a efectuar cambios, cada vez con más profundidad. Primero, trasladó la Casa de la Contratación y el Consulado de Cargadores desde Sevilla hasta Cádiz. Después, introdujo las compañías de comercio privilegiado, mimetizando un modelo que se había rechazado insistentemente en el XVII y dando oportunidad para nuevas vías de negocio con América que ya en buena medida se sostenían desde fuera de Andalucía. Finalmente, se desmanteló el propio sistema de flotas y galeones, sustituido por un tráfico más flexible basado en los conocidos como registros sueltos. Fue de manera muy progresiva, avanzando a veces en virtud de conflictos bélicos que condicionaban la actividad comercial: las flotas de Tierra Firme desaparecieron en 1740 y las de Nueva España, en 1789. Paralelamente, el Libre Comercio abrió la participación en el comercio a muchos más puertos, tanto en América como en España. Tras un primer ensayo en 1765, circunscrito al Caribe, la alternativa dio su mayor paso al frente gracias al decreto de 1778, pero no terminó de generalizarse hasta 1790, cuando se abolieron las flotas novohispanas y la Casa de la Contratación.
El Libre Comercio apenas tuvo oportunidad de demostrar su potencial. La ruptura del nuevo conflicto bélico con el Reino Unido abrió un nuevo escenario en 1796 que suele designarse como el Comercio de Neutrales. Sin embargo, el gran golpe llegó tras la crisis monárquica de 1808, la invasión napoleónica de España y la expansión de los traumas a América Latina, que se independizó de la égida española a lo largo de un convulso proceso que puede considerarse consumado en 1824. Desunidas la metrópoli y las colonias, desapareció el vínculo oceánico que las comunicaba a través de las aguas del Atlántico. Los tres siglos de la Carrera de Indias habían acabado.
Captar la evolución de los volúmenes de comercio ha sido más difícil que la de los modelos estructurales. La Edad Moderna fue una época pre-estadística, que no generó los datos cuantitativos requeridos para este tipo de análisis ni tampoco la documentación necesaria para reconstruirlos a posteriori con una fidelidad óptima. Los historiadores, en consecuencia, se han afanado en el estudio de fuentes fiscales en su mayoría, afectadas además por gravísimas distorsiones informativas debidas al fraude masivo instalado en la Carrera. Gracias a este tipo de esfuerzos, se han intentado reconstruir, con reconocidos márgenes de error, variables como el tonelaje de arqueo, el movimiento unitario de navíos, las oscilaciones de la recaudación fiscal o la importación de metales preciosos americanos. A partir de su conocimiento, se han generalizado conclusiones, que por supuesto no se han visto libres de debates entre interpretaciones divergentes ni de claroscuros inevitables.
Parece existir cierto consenso respecto a la tónica expansiva del siglo XVI, a caballo de la formación de los nuevos mercados americanos. Esta dinámica positiva se mantuvo con certeza hasta comienzos de la centuria siguiente, al menos hasta 1620, momento que los estudios clásicos sobre la Carrera de Indias eligieron como frontera entre el crecimiento renacentista y la crisis del siglo XVII. La explicación tradicional situaba ahí el punto de arranque de una larga agonía que se habría prolongado hasta la recuperación de la senda del crecimiento ya en el siglo XVIII. Posteriormente, nuevas visiones historiográficas han tendido a matizar esta visión, especialmente en lo relativo a la visión de una larga crisis del siglo XVII, que o bien se ha abreviado hasta los años 1660 o bien se ha puesto por completo en tela de juicio. Este revisionismo es necesario. Sin duda, la crisis del XVII no afectó tanto ni tan prolongadamente a los volúmenes de negocio de la Carrera. No obstante, la reactivación de la Carrera desde la segunda mitad de la centuria requirió adaptaciones diversas, entre las que las más decisivas fueron la sustitución de Sevilla por Cádiz y un incremento sustancial de la dependencia respecto a manufacturas extranjeras. Así, la crisis del siglo XVII fue menos una crisis de los volúmenes de negocio, que no decayeron tanto, que una crisis de desconexión entre el comercio colonial y la industria española, de la que dan cuenta los textos arbitristas e ilustrados.
Autor: José Manuel Díaz Blanco
Bibliografía
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