En 1717, el mismo año en que se trasladaban a Cádiz el monopolio del comercio americano y sus instituciones rectoras, se adoptó la decisión de construir una nueva catedral en esta ciudad. El proyecto no sólo venía a dar respuesta a las necesidades religiosas y espirituales de una urbe en expansión, sino que representó también la expresión del esplendor de una influyente élite mercantil cuyo poder reposaba en los fabulosos beneficios derivados de los negocios atlánticos. El cabildo municipal gaditano, instrumento de dicha élite, prestó su activa colaboración para la edificación de la nueva catedral. También el Consulado de mercaderes a Indias coadyuvó a la financiación de las obras, aportando a tal fin importantes cantidades de dinero. La nueva catedral de Cádiz se erigió así en la expresión visible de una urbe triunfante y de la clase mercantil que protagonizaba la vida de la ciudad en aquellos decisivos momentos.

A finales del siglo XVI, la catedral de Cádiz continuaba siendo la primitiva iglesia mayor fundada por Alfonso X tras la conquista de la ciudad. La fábrica de esta iglesia, única parroquial de la ciudad y puesta bajo la advocación de la Santa Cruz, era muy pobre. Su cuerpo era pequeño y sus capillas, pocas y estrechas. El crecimiento de la ciudad determinó al obispo don García de Haro en 1571 a emprender obras de ampliación del templo. Sin embargo, con palabras de fray Jerónimo de la Concepción, el asalto inglés a la ciudad de 1596 dejó “tan abrasada y consumida” esta iglesia que casi toda ella hubo de reedificarse. La obra de reconstrucción se emprendió en 1597, siendo obispo de la diócesis gaditana don Maximiliano de Austria. Se añadieron entonces sendas capillas a ambos lados del altar mayor, formando así un crucero. La creciente riqueza que el comercio colonial y atlántico deparaba a Cádiz favoreció también que la ciudad “… sobre haber fabricado casi todo el Templo desde sus cimientos, le haya alhajado tan rica y costosamente que pueda competir en riqueza con cualquiera de las del nuevo Orbe”.

Sin embargo, la vieja iglesia catedral de Cádiz seguía siendo insuficiente para una población que crecía al ritmo acelerado que inducía el comercio, a pesar de la crítica coyuntura del siglo XVII. A fines de dicho siglo, comenzó a tomar cuerpo la idea de erigir una nueva catedral, aunque la estrechez del espacio intraurbano aparecía como un serio inconveniente. Las gruesas fortunas que la actividad mercantil atrajo hacia la ciudad permitieron incluso que tres grandes comerciantes de origen flamenco: Pedro Colarte, Juan de Vint y José de Lila, asumieran el compromiso de costear a sus expensas la construcción.

Esta iniciativa particular, coincidente en el tiempo con el traslado a Cádiz de la cabecera oficial de las flotas de Indias, no se tradujo a la práctica, pero su existencia pone de relieve que la idea de erigir un templo nuevo que sustituyera en su función catedralicia a la vieja iglesia de Santa Cruz había tomado ya cuerpo en la ciudad. Sería en 1717 cuando el proyecto comenzara a materializarse de forma definitiva. Significativamente, dicha fecha coincide con el traslado de Sevilla a Cádiz de la Casa de la Contratación y el Consulado de mercaderes de Indias, una decisión que completaría el proceso de basculación de la capitalidad del comercio colonial dentro del complejo monopolístico andaluz. A partir de entonces, Cádiz quedaba consagrado como una de las principales ciudades mercantiles de Europa y de todo el mundo. El título de la obra que fray Jerónimo de la Concepción le dedicó a la ciudad, Emporio del Orbe (publicada en Ámsterdam en 1690), a veces tachado de hiperbólico, quedaba así plenamente justificado.

En efecto, el rápido crecimiento demográfico de Cádiz y la importancia que la ciudad había adquirido como capital del monopolio español del comercio americano reclamaban la construcción de un nuevo templo catedralicio de mucho mayor porte y envergadura que la antigua iglesia de Santa Cruz. Rompiendo con una tendencia generalizada, Cádiz había registrado un fuerte aumento poblacional a lo largo del siglo XVII, con el comercio como principal motor y causa. La ciudad había pasado de alrededor de 7.000 habitantes en 1600 a 41.000 en 1700, y esta progresión, alimentada en buena medida por la abundante inmigración foránea, no se detendría en esta última fecha, llegando a casi 80.000 habitantes hacia 1770.

Cádiz se convirtió, gracias al comercio, en un centro de atracción para una numerosa población que desbordaba la capacidad de la ciudad y le exigía rápidas adaptaciones. En este contexto, se reactivó la aspiración de construir una nueva catedral. La iniciativa partió del cabildo catedralicio, pero contó de inmediato con el apoyo del ayuntamiento de la ciudad. El cabildo eclesiástico acordó activar dicho proyecto, destinando ochocientos ducados anuales a tal fin, y esperaba el concurso del ayuntamiento “a una obra tan del servicio de Dios y magnificencia de esta ciudad”, para aportar los terrenos y el diseño de la planta del nuevo templo.

Convocado al efecto el cabildo municipal, los regidores gaditanos estimaron que la erección de la nueva catedral era también una obligación de la ciudad, por ser esta “un emporio donde concurrían tantas naciones, no solo de nuestra religión, si<no> de las engañosas”, a cuyos seguidores el nuevo templo contribuiría a “abrir los ojos (…) y acogerse al seguro y tranquilo puerto de nuestra santa religión”. A tal fin, el cabildo acordó solicitar al rey que un arbitrio de cuatro maravedís en libra de carne concedido a la ciudad se destinase por mitades a la fábrica de la nueva catedral y a la limpieza y empedrado de la ciudad, hasta completar la cantidad de cien mil ducados con la que el cabildo decidió contribuir a la erección del nuevo templo. El rey, en efecto, concedió dos años después el arbitrio solicitado.

Mientras tanto, el proyecto de la catedral seguía adelante. El mismo año 1719 se presentó el plano de la planta del nuevo templo y se elegía como sitio idóneo para construirlo las plazuelas de las Tablas y Marrufo. El 14 de enero de 1722 comenzaron oficialmente las obras. Poco después, el 3 de mayo, el obispo de Cádiz, don Lorenzo Armengual de la Mota, procedía a colocar la primera piedra de la nueva catedral, en el transcurso de un solemne acto que contó con la asistencia de los dos cabildos.

La obra, “heroica y grande”, como el mismo ayuntamiento gaditano la calificó, excedía, sin embargo, las posibilidades de la ciudad. Su enorme costo hizo también preciso el concurso financiero del comercio. La solicitud que al respecto elevaron los dos cabildos contó con el apoyo de don Andrés de Pez, secretario del despacho de Marina, personaje muy vinculado a la ciudad y activo defensor de esta, y consistió en la imposición de un arbitrio temporal de un cuarto por ciento sobre todos los caudales y efectos que llegaran de Indias, tanto en la flota de Nueva España como en los galeones de Tierra Firme. Además de favorecer de manera considerable la viabilidad del proyecto, esta concesión estableció un estrecho vínculo entre este y el comercio americano, que asumía indirectamente una buena parte de su costo.

La nueva catedral de Cádiz aparece, así pues, como una obra no sólo de la ciudad, sino también de la activa clase mercantil que protagonizaba su vida y le imprimía su particular sello en aquel siglo dorado para la urbe gaditana. En 1736, el impuesto de cuarto por ciento fue prorrogado por seis flotas más, lo que fue comunicado en expresivos términos por el tesorero del cabildo eclesiástico a la ciudad y celebrado por esta. En representación del Ayuntamiento, Francisco Ramón Infante calificaba al comercio gaditano como “no menos bizarro que piadoso” y se mostraba seguro de que la noticia alegraría a los capitulares, “como tan interesados en tener un templo dedicado al Dios verdadero que en los siglos futuros haga a esta ciudad más célebre que en los pasados la hizo famosa el tan ponderado de Hércules”. Esta vinculación retórica con la Antigüedad tenía el efecto de promover la imagen de una ciudad renacida, que había recobrado el papel de emporio mercantil desempeñado en los tiempos pretéritos fenicios y romanos, y forma parte de los discursos urbanos elaborados sobre Cádiz durante los siglos modernos.

No obstante, a pesar de estas medidas, la falta de recursos representó una permanente amenaza para la progresión de las obras. Los fondos escaseaban en las arcas del cabildo de la ciudad. La guerra anglo-española de 1739 representó también un grave obstáculo para la financiación de la nueva catedral. No parece que el impuesto sobre los caudales y mercancías venidos de América con destino a las obras mantuviese a esas alturas su vigencia. La situación no dejó otra salida al cabildo eclesiástico, para posibilitar la continuación de las obras de la catedral, que recurrir a un crédito por valor de seis mil pesos, que la ciudad se comprometió a aportar, a razón de quinientos mensuales.

Las obras de la catedral exigían sin embargo desembolsos inmediatos. Pocos meses después, el cabildo eclesiástico pedía a la ciudad que proveyera fondos. Nuevamente advertía de una inminente paralización de los trabajos y recordaba que, desde la primera piedra, la construcción del nuevo templo “casi ha corrido a expensas de las generosas, piadosas liberalidades de esta nobilísima ciudad”. En consecuencia, “por muchos títulos debe llamarla suya, y por ninguno debe desampararla”. El cabildo catedral recurría nuevamente al argumento de la identificación del proyecto con la ciudad. La nueva catedral era, ante todo, obra de esta. Así pues, la Iglesia llamaba a que la ciudad “no desampare ni abandone obra que tan legítimamente debe llamarse suya y que es tan del agrado de Dios y aceptable a todo este vecindario”. Y la ciudad, una vez más, respondió a la llamada de la Iglesia. El ayuntamiento acordó la entrega de una cantidad modesta en relación con la colosal envergadura de la obra, que precisaba de mucha mayor financiación para proseguir su regular marcha, pero tenía como efecto renovar el compromiso de la ciudad con la construcción de la nueva catedral, una empresa con la que estaba identificada y que, más allá de la retórica propiciatoria del cabildo eclesiástico, sentía como realmente propia, pues el nuevo edificio catedralicio no sólo sería un templo a mayor gloria de Dios, sino también un símbolo de la ciudad triunfante, capital del comercio colonial americano, a mayor gloria de sus élites dirigentes.

A partir de 1773, la financiación de las obras de la nueva catedral de Cádiz parece dejar de ser un problema acuciante, al menos durante los años inmediatos. La intervención del rey Carlos III propició que el Consulado de mercaderes destinara una gruesa cantidad al proyecto de 300.000 pesos, mediante la restitución del impuesto del cuarto por ciento sobre el valor de las mercancías traficadas en la Carrera de Indias. Es cierto que surgieron otro tipo de dificultades, pero la cuestión fundamental, la disposición de medios económicos para la continuación de los trabajos, estaba, al menos por el momento, salvada. La conclusión de los trabajos y la inauguración del nuevo templo, sin embargo, aún se retrasarían hasta el año 1838.

Así pues, y como conclusión, a lo largo del proceso estudiado, desde la puesta en marcha de la empresa el proyecto aparece fuertemente ligado no sólo a la Iglesia gaditana, que encabezó la iniciativa, sino también a la ciudad y a su comercio. La financiación para la construcción del nuevo templo catedralicio dependió así no sólo de las aportaciones del cabildo catedral y de las limosnas de los particulares, sino también de la ayuda municipal y de la contribución esencial del comercio americano, sin olvidar la aportación de la Monarquía mediante la autorización de los correspondientes impuestos.

En el plano discursivo, la construcción de la nueva catedral fue presentada, pues, como la expresión de la unión mística entre la sociedad civil, la Iglesia y la Monarquía. A nivel práctico, en cambio, fue sobre todo una empresa que materializó e hizo patente el triunfo de una ciudad que había interiorizado orgullosamente su papel de emporio del orbe, así como el de una clase mercantil dominante y dirigente que coadyuvó a erigir aquel templo como monumento perdurable consagrado no sólo a Dios, sino también a la memoria de su propio poder e influencia. La catedral nueva de Cádiz se erigió así en el símbolo por excelencia de la identidad mercantil y burguesa de la ciudad en la crucial coyuntura del Setecientos.

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


Fuentes

Archivo Municipal de Cádiz, Actas Capitulares.

Fray Jerónimo de la Concepción, Emporio de el Orbe. Cádiz ilustrada, Ámsterdam, 1690 (ed. de Arturo Morgado García, Cádiz, Universidad de Cádiz-Ayuntamiento de Cádiz, 2002). En Biblioteca Virtual de Andalucía

Bibliografía

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IGLESIAS RODRÍGUEZ, Juan José, “La construcción de la catedral nueva de Cádiz como expresión del triunfo de la sociedad mercantil y burguesa”, en BORREGUERO BELTRÁN, Cristina, MELGOSA OTER, Óscar Raúl, PEREDA LÓPEZ, Ángela y RETORTILLO ATIENZA, Asunción (coords.), A la sombra de las catedrales: Cultura, poder y guerra en la Edad Moderna, Burgos, Universidad de Burgos, 2021, pp. 139-155.

JIMÉNEZ MATAS, Juan José, “La Catedral nueva de Cádiz (I)”, en Aparejadores. Boletín del Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Sevilla, 36, 1991, pp. 19-28; 37, 1991, pp. 35-42; 38, 1991, pp. 59-66.

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