La razón de ser de Cádiz ha sido a lo largo de la historia, desde los remotos tiempos de su fundación en época fenicia hasta nuestros días, el mar. Bien sea en su dimensión comercial, sin lugar a dudas la preponderante; la construcción naval o la Marina. Su fundación, en lo que era entonces un archipiélago de islas, se debió a la percepción que se tuvo, dado su emplazamiento geográfico, de las ventajas comerciales: su cercanía a las minas de la antigua Tarsis y la fácil conexión con el Norte de África, el Mediterráneo y el Atlántico hasta entonces conocido. Con el paso del tiempo, la relación con el “Mare Nostrum” fue quedando en un segundo plano, mientras la orientación atlántica crecía en importancia, a la vez que ampliaba sus contactos a tierras más lejanas. En la Edad Moderna, de la que nos vamos a ocupar aquí, tendrá lugar precisamente, de manera gradual, este cambio de gran alcance, base del crecimiento y desarrollo de la ciudad a lo largo de dicho período.

El inicio del mismo coincide con dos hechos que conviene recordar aquí. Por un lado, el cambio de villa señorial, perteneciente a la casa de los Ponce de León, a villa de realengo, es decir, de posesión de la Corona. El segundo: su ventajosa posición en las rutas atlánticas, coincidiendo con los tiempos de la expansión marítima europea y, más concretamente, con la llegada al nuevo continente americano de los españoles. No en vano dos de los viajes de Colón tomaron como base la Bahía. Ambos hechos se conjugan para dar origen a uno de los períodos más brillantes de la historia de Cádiz.  

El modelo de ciudad portuaria mercantil usufructuaria del monopolio español con América comienza a forjarse precisamente a partir del inicio del proceso de descubrimiento y conquista, cuya data debemos situar en la bisagra entre los siglos XV y XVI. Por fijar unas fechas concretas: el año de 1492, Colon inauguraba un gran ciclo de ampliación y expansión de las rutas atlánticas y, al siguiente año, se producía asimismo el cambio de titularidad referido.  

El modelo es, pues, un producto de la combinación de ambos hechos, pues gracias a ellos, Cádiz pudo llegar a ser lo que fue: una ciudad privilegiada por la Monarquía, estrechamente vinculada al Nuevo Mundo. Veamos ahora lo que todo ello implicará.

Sorprendida la Corona, que había patrocinado las primeras empresas americanas, por los territorios de dimensiones crecientes hallados por sus súbditos al otro lado del Océano y conquistados en su nombre, desde los primeros momentos tratará de articular y organizar los nuevos espacios. El trasplante de los organismos administrativos hispanos a América es una de las soluciones primeras que se tomó. Vinculado a esto, el establecimiento de un sistema económico capaz de asegurar el abastecimiento de los territorios americanos, los intercambios comerciales con ellos y el aprovechamiento crematístico de los mismos.

La mejor forma de lograr todo esto era recurrir a una combinación de control del Estado con la actividad de los particulares. La fórmula había sido ya probada por los portugueses en su expansión marítima con resultados positivos, y se hallaba además dentro de la corriente de ideas que circulaban por Europa, que se han venido adscribiendo al Mercantilismo. Respondía igualmente a una lógica: el atractivo político y económico de las nuevas tierras había ya sobrepasado a las dos potencias que habían propiciado las conquistas, afectando asimismo a otras competidoras con ellas. La mejor forma de contrarrestar a los intrusos era mediante la protección y la defensa de los barcos y las rutas. En otras palabras, que aquellos que hiciesen la travesía viajaran agrupados (en conserva, se dice en la documentación de la época) y protegidos, tarea esta encomendada por la Corona a la Armada. Tal misión se sustanciará, primero tímidamente, más tarde de manera claramente decidida (a impulso de José Patiño básicamente), a partir de 1717, con la creación del departamento marítimo y el establecimiento de los unos avanzados industrialmente astilleros en San Fernando, localidad por entonces bajo tutela y administración del duque de Medinaceli y del cabildo gaditano.

Dicho modelo asumió asimismo la fórmula monopolística: solo los habitantes de la antigua Corona de Castilla (aunque con el paso del tiempo accediesen también los del resto de los territorios peninsulares), los extranjeros naturalizados, y aquellos a quienes el Estado se lo concediese, podían participar en el comercio con América. Todavía más: dicha participación a través de la salida autorizada de los barcos tendría que hacerse desde una sola ciudad portuaria designada por la Corona, Sevilla en un primer momento, Cádiz a partir de 1679-1680, aunque, muy tempranamente, esta última compartiera a acción de cargar y descargar los navíos. Por último, el sistema escogido para la navegación era el de convoyes o flotas, a excepción de aquellos años –en fecha ya más tardía- en que fue sustituido por el de navíos de registro o navíos sueltos.

Fuera Sevilla la cabecera del monopolio comercial o Cádiz, la suerte acompañó a esta ciudad a lo largo de la Edad Moderna, pues incluso cuando aún no la poseía, su posición geoestratégica y sus condiciones favorables para el atraque, le otorgaron un puesto preferente en el monopolio sevillano, obligando a este a compartir su privilegiada prerrogativa con Cádiz y su bahía. 

De esta forma, se perfila el modelo gaditano, que va a alcanzar su época de madurez en el siglo XVIII. El monopolio o la proximidad a él había permitido a muchos habitantes de la ciudad, españoles o extranjeros, participar en el mercado cautivo americano en condiciones ventajosas. Por tanto, en puridad, más que en la iniciativa privada este comercio se fundamenta en la intervención del Estado, estableciendo, según avanzábamos, el marco dentro del cual habrían de desarrollarse los intercambios. Su acción no se limita con todo – a pesar de su indudable importancia- a establecer un control más o menos exitoso sobre ellos, sino a detraer una parte variable y oscilante de las riquezas americanas a través de un imperfecto sistema impositivo y de penalización. Consustancial al sistema será la pervivencia crónica del fraude y el contrabando.

Durante largo tiempo, en este modelo no solo estuvo delimitado lo que tocaba a cada una de las partes, Corona y súbditos; sino también las relaciones entre los súbditos españoles, verdaderos privilegiados en este comercio, y los extranjeros, naturalizados y sin naturalizar, a cuyo cargo quedará el mantenimiento de una parte importante de los abastecimientos de géneros manufacturados, así como la capitalización de este comercio necesitado de fuertes inversiones y de largos espacios de espera para la recogida de beneficios. En cambio, los españoles, si bien participan igualmente en estas actividades, ejercen fundamentalmente el puesto de intermediarios o testaferros indispensables para que los extranjeros puedan acceder, legal o ilegalmente, al mercado cautivo y surtir el internacional con los flujos de plata americana, producto de las ventas realizadas en las ferias del Nuevo Continente, divisa internacional para las transacciones mercantiles, cuyo ámbito de extensión llegaba hasta la propia Asia

Ninguno de los dos grupos citados sobra. A pesar de la aparente competencia, ambos conviven y participan conjuntamente para hacer posible los intercambios comerciales con las Indias Occidentales según el régimen de monopolio. De ahí, asimismo, el relevante papel que los extranjeros desempeñan en la sociedad y la economía gaditanas. El número de estos, al igual que su labor, son más relevantes en Cádiz que en otras ciudades portuarias hispanas, dando así a la urbe un sesgo peculiar de cosmopolitismo.

La ciudad con su bahía se configurará como un lugar de relevo de mercancías, de información sobre los mercados, e intercambios monetarios, así como un verdadero entrepôt de los productos procedentes de las expediciones comerciales iniciadas en otros lugares de la costa peninsular, singularmente del Mediterráneo, y de otros territorios de Europa, en especial del Norte (Francia, Países Bajos o Inglaterra). En su seno se producía a la vez el almacenamiento de los productos provenientes del resto de Europa y de España a la espera de ser embarcados, así como la recepción de una parte de los metales preciosos y productos ultramarinos llegados de América. La propia Bahía era un buen mercado, por su buen nivel económico, la falta de producción propia de alimentos y de manufacturas y su población numerosa para el consumo de toda una gama variada de productos.

Este carácter eminentemente económico lo completó la ciudad con su constitución como presidio militar, consecuencia lógica de su protagonismo mercantil en su calidad de cabecera del monopolio, de forma plena desde 1717, tras adquirir el derecho a poseer dos de los tres organismos rectores más importantes del comercio con América: la Casa de la Contratación y el Consulado de cargadores a Indias. En unión a este beneficio, a instancias del propio Patiño, se produce la unión, en el mismo hinterland  de la Bahía, de la cabecera de las flotas con la construcción naval y la presencia de la Armada, cuyos barcos debían proteger a los barcos mercantes. Esta doble condición se traduce en el amurallamiento pleno de la ciudad, prácticamente concluido a principios del siglo XVIII.

El modelo gaditano de ciudad portuaria alcanzará su apogeo demográfico y económico entre los años sesenta a noventa del siglo XVIII, no sin haber antes experimentado algunos reajustes. Los datos del comercio así lo avalan especialmente. El más importante de los cambios se produce en torno a la liberalización del comercio español con América en 1778. A pesar de los esfuerzos de la administración local y de los hombres del Consulado, las tesis que, entre otros, defendieran Ensenada, Esquilache y Campomanes terminarían imponiéndose. Sin embargo, la ciudad logró capear bastante bien el temporal, como lo hiciera poco tiempo antes con la supresión de la flota de Nueva España, con una cierta “democratización” del comercio hispanoamericano, la retención de algunos privilegios comerciales y aprovechando la experiencia y la logística que le procuraran los largos años de experiencia en la cercanía y en la cabecera del monopolio respectivamente. De esta forma, el puerto de Cádiz continuaría siendo durante algunas décadas después de la liberalización el de mayor movimiento mercantil de la Península.

Menos resistente se mostraría el modelo a los avatares políticos experimentados por España, con repercusión en Cádiz, a lo largo de los noventa y de las tres primeras décadas del siglo XIX. Los bloqueos del puerto, la invasión de la Península por los franceses, la salida de importantes comerciantes y la disolución de compañías de origen extranjero o mixto, al igual que las guerras de independencia americana, cuestionaron la supervivencia del modelo forjado en los años de bonanza y cristalizado en los de apogeo. Las iniciativas de los comerciantes y negociantes privados resultaron a la postre insuficientes, y tampoco la industria se pudo erigir en alternativa a las pérdidas que se venían arrastrando en la actividad mercantil, a pesar de algunos tímidos intentos. Tampoco la ayuda estatal en términos del establecimiento de un puerto franco dio fruto. Al igual que hizo el monarca con la constitución del 12, su actitud para con la ciudad fue ambigua.

Sin el soporte de la Administración y en plena crisis del Antiguo Régimen y su correspondiente contracción económica resultaba muy difícil crear un modelo alternativo general capaz de mantener a la ciudad y sus habitantes en los mismos niveles de renta y de empleo logrados en buena parte del siglo XVIII. Su proyección internacional disminuyó notablemente y afloraron con fuerza las contraposiciones ideológicas que se habían ido constituyendo en Europa durante el Ochocientos, que si bien colaboraron de forma importante a la configuración de la élite política nacional durante el reinado de Isabel II y la Restauración, no lograron en cambio beneficios económicos significativos para la ciudad. Y es que el tiempo de las glorias, vinculadas al modelo monopolístico y al comercio hispanoamericano, había llegado ya a su fin.

 

Autor: Manuel Bustos Rodríguez


Bibliografía

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