La basculación hacia la Bahía de Cádiz de la cabecera de flotas y de la sede de las instituciones encargadas de la organización del comercio colonial español representó un fuerte impulso a las ciudades y poblaciones de la Bahía y un reforzamiento extraordinario del papel jugado por este estratégico área en la política atlántica de la Monarquía Hispánica. Ya desde el siglo XVI, la Bahía de Cádiz había completado eficazmente el eje fluvial Sevilla-Sanlúcar de Barrameda sobre el que gravitó inicialmente la organización del tráfico colonial. En el XVII, sin embargo, ese papel subsidiario se trocó por otro de abierto protagonismo cuando el incremento del tonelaje de los buques de la Carrera de Indias y las consiguientes dificultades experimentadas en la navegación por el Guadalquivir provocaron un desplazamiento del tráfico hacia las aguas de la bahía gaditana. Dicho proceso se consagró oficialmente con el traslado a Cádiz de la cabecera de las flotas a Indias en 1680 y el posterior de la Casa de Contratación y del Consulado de Cargadores a Indias, que tuvo lugar en 1717.

La nueva posición de Cádiz en el esquema del tráfico colonial español trajo consigo una reorganización de su potencial portuario en función de las exigencias de la Carrera de Indias. Aspectos esenciales del comercio colonial en el siglo XVIII, como el volumen de mercancías traficadas entre España y América, el sistema de navegación, los agentes mercantiles o los cambios normativos que experimentó nos son, en general, bien conocidos. Sin embargo, las infraestructuras portuarias que soportaron el sistema o la organización funcional de la Bahía de Cádiz de cara al sostenimiento del mismo sistema son cuestiones que permanecen en su mayor parte necesitadas de estudios.

El papel que jugó el caño del Trocadero es una de esas cuestiones que precisan una mayor definición de sus perfiles históricos. A través de los registros oficiales realizados por la Casa de Contratación sabemos que, al menos desde mediados del siglo XVII, el Trocadero sirvió como surgidero y carenero de los navíos de la Carrera de Indias. Sus condiciones naturales como sitio abrigado y bien resguardado, que hacían de él un lugar a propósito, favorecieron sin duda esta realidad. El Trocadero compartió tal función con Sevilla, Sanlúcar de Barrameda, Cádiz y otros lugares de su bahía. Con el paso del tiempo, el Trocadero fue adquiriendo una mayor relevancia estratégica de cara al comercio colonial. La construcción de un fuerte en la boca del caño durante la guerra de Sucesión redundó no sólo en una mejor defensa del seno interior de la Bahía, a la que ya contribuía activamente el fuego cruzado de los fuertes de Puntales y Matagorda, erigidos anteriormente, sino también a hacer prácticamente inexpugnable el interior del propio caño y, por lo tanto, a la defensa de los buques guarecidos en sus aguas.

La estancia de los barcos de la Carrera y la frecuente necesidad de repararlos y aprestarlos con vistas a nuevas singladuras oceánicas impulsó la existencia de almacenes para el resguardo de los efectos navales y de instalaciones para la carena de los cascos de los buques. Hasta entonces, la arboladura y las jarcias de los barcos se habían conservado y custodiado en almacenes construidos en la Isla de León y Puerto Real, lo que conllevaba para los navieros asumir elevados costos de transporte y el pago de subidos arrendamientos. La propiedad de almacenes en el Trocadero podía aminorar tales costos y proporcionarles mayores comodidades para la estancia de sus buques. Por otro lado, el caño proporcionaba condiciones inmejorables para las carenas de los barcos de la Carrera de Indias, que anteriormente se realizaban en Puntales o en el río Arillo, en la zona más interior de la Bahía.

A partir de los años treinta del siglo XVIII comenzaron las concesiones de terrenos para la construcción de almacenes, diques y otras instalaciones industriales, lo que constituye un síntoma inequívoco del interés por asentarse en sus inmediaciones. Una de las primeras datas se constata en 1739, cuando el ayuntamiento de Puerto Real, a cuyo término municipal pertenece el Trocadero, cedió un terreno a Nicolás Moya para que construyera un molino de los de tipo mareal, que aprovechaban como fuerza motriz las corrientes generadas en los caños de la Bahía por los flujos de entrada y salida de agua durante las crecientes y bajantes de las mareas. Esta tendencia inicial se afianzó más adelante, con sucesivas concesiones de terrenos a particulares y compañías.

Un momento clave, sin embargo, fue la instalación en el Trocadero del Consulado de Cargadores a Indias, institución que agrupaba a los comerciantes que se empleaban en la Carrera. Por contrata suscrita el 31 de mayo de 1720, el Consulado adquirió la obligación de correr a cargo de los navíos de aviso que se despachaban a América o que venían de allá llevando y trayendo consigo el correo oficial entre la metrópoli y las colonias. Este hecho enfrentó al Consulado a la necesidad de disponer de almacenes para los pertrechos de los avisos y de un dique para su carena y reparación, así como de amarraderos seguros para la estancia de los buques durante su período de estancia. El caño del Trocadero ofrecía las condiciones necesarias para cumplir estas funciones, por lo que el Consulado solicitó y obtuvo del Ayuntamiento puertorrealeño los terrenos necesarios, sobre los que construyó sus instalaciones.

A continuación del Consulado, se instalaron en el Trocadero la Real Compañía de Caracas, la de La Habana y diversos particulares que comerciaban con las colonias y que obtuvieron en el caño un lugar cómodo para el servicio de sus buques y embarcaciones. El ejemplo del Consulado estimuló el interés de los comerciantes y navieros gaditanos por instalarse en sus orillas, construyendo numerosos almacenes y diques. Según un informe de los propietarios de navíos establecidos en el Trocadero, el inicio de la construcción de almacenes y obradores en el caño tuvo lugar en el año 1743, habiendo permanecido hasta entonces su ribera “desierta de edificios y gente”. Pronto, sin embargo, se manifestaría la necesidad de realizar trabajos de dragado y limpieza en el caño, en cuyo fondo las mareas acumulaban gran cantidad de fango, lo que dificultaba la navegación en su interior y limitaba de forma creciente el calado de los buques que podían fondear en él. El Consulado de Cargadores a Indias tomó cartas en el asunto, ya que sus miembros estaban directamente afectados por el problema, y se hizo cargo de los correspondientes trabajos de mantenimiento.

En 1764 se dio por finalizada la contrata que el Consulado mantenía con la Real Hacienda para el mantenimiento de los navíos de aviso despachados a Indias. El gobierno trasladó entonces la base operativa de los avisos a La Coruña, de donde partía uno al mes para llevar y traer la correspondencia con los reinos de Indias. Los almacenes del Consulado, que hasta entonces habían custodiado los pertrechos de los avisos, quedaron momentáneamente sin uso, hasta que fueron cedidos a la Real Hacienda para almacenar las partidas de azogue remitidas a las colonias y para guardar la artillería que la Armada mantenía hasta entonces dispersa en diversos lugares de la Bahía.

En 1765, los navieros presentaron al presidente de la Contratación, el marqués del Real Tesoro, un ambicioso proyecto para dar una solución definitiva al problema del dragado del caño. La limpieza realizada regularmente hasta entonces, además de cara, representaba una solución poco efectiva, puesto que el fango extraído del caño se depositaba en sus orillas, y las mareas se encargaban de devolver al fondo la mayor parte del mismo. El nuevo proyecto, que en teoría solventaría este inconveniente, consistía en amurallar ambas orillas del caño, formando sólidos diques, con sus correspondientes surtidas para el servicio de buques y almacenes. Este proyecto, aunque con dificultades y dilaciones, fue finalmente emprendido, contribuyendo decisivamente a modificar la fisonomía del caño. Sin embargo, la escasez de los fondos destinados a financiarlo supuso un condicionante para su eficaz y rápida conclusión.

La época de esplendor del Trocadero mercantil continuó hasta fines del siglo XVIII. los padrones de vecinos confeccionados a fines del siglo XVIII demuestran cómo en el Trocadero toda esta actividad había generado la aparición de un núcleo de población permanente en el entorno del caño. Así, el de 1795 recoge la existencia de un total de 46 vecinos en el Trocadero, de los cuales 31 domiciliados en la banda norte y 15 en la banda sur. Se trata sólo de varones jóvenes y adultos, por lo que es de suponer que, en realidad, la población del Trocadero debía ser mayor, al deberse contar también sus familias, como demuestra el padrón de 1798. Las profesiones de estos vecinos del Trocadero son muy significativas del tipo de actividad que allí se desarrollaba. Encontramos tenderos de comestibles, taberneros, empleados de los almacenes, marineros de los botes de las compañías y de la falúa del resguardo, carpinteros, trabajadores del pontón, herreros, escribientes de los almacenes, calafates. El padrón de 1798 es más preciso en cuanto al número de habitantes y almacenes del caño. Sabemos por él que el número de vecinos cabezas de familia era de 39 y el total de habitantes, 86. La nómina de sus profesiones parece indicar una cierta decadencia de la actividad comercial, ya que ahora no aparecen amanuenses o escribientes vinculados a la contabilidad de los almacenes. Es probable que así ocurriese, debido a las consecuencias del bloqueo naval de la bahía impuesto por los ingleses en 1797.

La Guerra de la Independencia representó un importante quebranto para la actividad industrial y mercantil del Trocadero. La zona fue ocupada en 1810 por los franceses, que se apoderaron del contenido de los almacenes y causaron graves daños en ellos. A partir de entonces, las datas de terrenos indican una decadencia y un cambio en la actividad allí desarrollada. La independencia de las colonias americanas, la invasión del ejército legitimista los Cien Mil Hijos de San Luis y la batalla del Trocadero, decisiva para la restauración del absolutismo fernandino tras el Trienio Liberal, representaron nuevos e importantes golpes. Donde antes se habían asentado los almacenes del Consulado, ahora abandonados, se pusieron en marcha unas salinas. La Compañía Gaditana del Trocadero trató sin éxito de recuperar la actividad de las carenas en los años cuarenta del siglo XIX. Sin embargo, habría que esperar unas décadas para que, en las inmediaciones del caño, en los terrenos aledaños al castillo de Matagorda, surgiera una nueva iniciativa empresarial dedicada primero a las carenas de buques y posteriormente a la construcción naval: el dique de la Compañía Trasatlántica de Antonio López. Pero ya no se trataba de los tiempos de la navegación a vela, sino de la época de los barcos de vapor, en plena era industrial.

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


Bibliografía

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