La música profana de la Edad Moderna, debido en parte a la importancia de la transmisión oral y la improvisación, se nos muestra más esquiva que la religiosa. Además, siendo la población española en el Antiguo Régimen predominantemente iletrada, tan solo las clases privilegiadas pudieron reflejar por escrito su cultura musical. En el caso del clero es notorio: la mayor cantidad de música conservada de los siglos aúreos es de tipo religioso. Por ello, para estudiar la vida musical profana en Andalucía durante esta época, debemos fijarnos en el mecenazgo nobiliario y también en una tecnología que va a marcar toda la época: la imprenta.

En los suntuosos palacios de la alta nobleza surgirán diversos cancioneros cortesanos. Algunos, como el Cancionero Musical de la Colombina, tienen relación directa con Andalucía. Este manuscrito contiene 95 obras polifónicas profanas y religiosas, pero sobre todo canciones y villancicos profanos, pertenecientes a la época de los Reyes Católicos. Su nombre se debe a haber pertenecido a Hernando Colón, hijo del Almirante, desde 1534. Posiblemente, fuera copiado en Sevilla para uso de los duques de Medina Sidonia. Casi la mitad de los autores contenidos estuvieron ligados a la catedral hispalense, destacando por el número de obras Juan de Triana, cantor catedralicio que frecuentó la corte ducal. No es de extrañar que gran parte del repertorio andaluz en los primeros momentos esté relacionado con la opulenta Sevilla, pues durante el siglo XVI experimentó un notable crecimiento debido a su condición de puerto de las Indias, siendo a finales de siglo la urbe más populosa de España.

Si nos adentramos en los aposentos privados de estos palacios, la llamada cámara, encontraremos una música más íntima, en muchos casos con virtuosos instrumentales cuya función era la de solazar al círculo familiar y enseñar a los más jóvenes del patriciado. Uno de los atributos del noble en el Siglo de Oro, según prescribía Castiglione en El cortesano, era ser capaz de cantar y tañer con la vihuela. Este instrumento, similar al laúd en su función y forma de ejecución, aunque diferente en su forma, produjo a través de la imprenta una gran cantidad de música en la península ibérica entre 1536 y 1576. De los siete vihuelistas que publicaron sus obras en las prensas hispanas, en la llamada cifra o tablatura, dos lo hicieron en Sevilla: Mudarra y Fuenllana. Casi todos estuvieron al servicio de la alta nobleza. Así, el granadino Narváez trabajó para la casa de Medina Sidonia. Alonso Mudarra, tras más de dos décadas en el palacio del Infantado en Guadalajara, se trasladó a Sevilla donde publicó su obra, Tres libros de música en cifras para vihuela (1546), y tomó posesión de una canonjía en la catedral. El vihuelista ciego Miguel de Fuenllana estuvo al servicio de la marquesa de Tarifa, posiblemente en el palacio sevillano conocido hoy como Casa de Pilatos, en los años que publicó su Orphénica lyra (1554). En este libro se contienen once villancicos del pacense Juan Vásquez, músico, pese a su origen, muy ligado a la capital hispalense, quien en 1551 había sacado a la luz sus Villancicos y canciones en la imprenta de la recién creada Universidad de Osuna. En el mismo taller se publicó en 1555 la Declaración de instrumentos musicales del teórico musical ecijano Fray Juan Bermudo, el más importante tratado práctico sobre la música instrumental del renacimiento español. A lo largo del siglo la imprenta musical facilitó que la vihuela saliera de su ambiente aúlico y se difundiera entre los aficionados de la pequeña nobleza, la incipiente burguesía e incluso del clero.

De singular trascendencia es el Cancionero de Medinaceli, copiado en la segunda mitad del siglo XVI, tal vez en Jerez de la Frontera, y que contiene 177 obras, 101 de ellas profanas. Muchos de los autores son andaluces, sobresaliendo los hermanos Francisco y Pedro Guerrero, Juan Navarro y Rodrigo de Ceballos. Gran parte del repertorio es italianizante, con presencia de sonetos y textos de Garcilaso, Boscán y Gutierre de Cetina, predominando el estilo madrigalesco. No obstante, persisten los villancicos y romances, aunque en menor grado. Debemos destacar que algunas de las obras de Francisco Guerrero contenidas en este manuscrito son canciones profanas que compuso en su juventud y que nunca llegó a imprimir en su forma original, sino transformándolas «a lo divino» en sus Canciones espirituales y Villanescas (Venecia, 1589). No es improbable que estas piezas de Guerrero se originaran en la Academia sevillana del pintor Francisco Pacheco -suegro y maestro de Velázquez- donde, desde mediados del siglo XVI, se reunían humanistas de todo tipo: poetas como Juan de Herrera y Gutierre de Cetina, músicos como Francisco de Peraza, organista de la catedral de Sevilla, y, muy posiblemente, Francisco Guerrero. Tal vez sus canciones circularan en forma manuscrita en este cenáculo. Su hermano mayor, Pedro Guerrero, cantor de la capilla del VI duque de Medina Sidonia, al menos entre 1533 y 1536 en Sanlúcar de Barrameda, aporta al dicho cancionero cuatro madrigales y algunas otras obras profanas de incierta atribución. Varias de estas piezas fueron llevadas a la vihuela por Pisador, Fuenllana y Daza.

Poco sabemos sobre las músicas urbanas renacentistas destinadas al pueblo más allá de la curiosa mezcla entre lo religioso y lo carnavalesco en las procesiones del Corpus. No obstante, a finales del siglo XVI los músicos de viento municipales, los ministriles, tocaban en la recién construida Alameda de Hércules sevillana algunas noches de verano para disfrute de los vecinos. Igualmente, a principios de la siguiente centuria, los chirimías municipales tocaban asiduamente en la puerta de Guadix de Granada.

Con el cambio de siglo entramos en el periodo conocido como Barroco. La nueva cultura, y así la música, va a ser una cultura urbana, de masas y dirigida desde el poder. En la fiesta barroca, la ciudad es la protagonista y la música sale a las plazas y calles atrapando al ciudadano de todas las clases sociales a través del baile, el teatro y las mascaradas.

La guitarra española, conocida hoy como guitarra barroca, va a relegar a la vihuela, causando furor en palacios, saraos y teatros. Aquel instrumento era similar al actual, pero de menor tamaño y cinco cuerdas dobles u órdenes. Su técnica básica era el rasgueado, con lo que se convertía en el instrumento apropiado para acompañar al baile y el canto. Tan gran difusión tuvo que Covarrubias se lamentaba de que la guitarra no es más que un cencerro, tan fácil de tañer, especialmente en lo rasgado, que no hay mozo de caballos que no sea músico de guitarra. Hay que añadir el mito de la atribución del añadido de la quinta cuerda de la guitarra al escritor y guitarrista rondeño Vicente Espinel, autor de la célebre Vida del escudero Marcos de Obregón.

En 1642 el sevillano Juan de Esquivel Navarro publica en su ciudad natal Discursos sobre el arte del dançado, donde distingue entre las danzas de cuenta, de tipo cortesano, que no hacían uso de los brazos, solo de los pies, frente a las danzas de cascabel, identificadas con lo popular, que usaban de los brazos junto a contoneos del cuerpo. Además, reprueba los bailes picarescos enseñados por maestros ambulantes que recorrían las calles con su guitarra bajo el brazo. También los humanistas diferenciaban entre danzas y bailes, censurando estos últimos. Muchos bailes se forjaron en Andalucía o entraron por el puerto sevillano desde las Indias. Así por ejemplo, la chacona y la zarabanda pudieron originarse en el Nuevo Mundo y desarrollarse en España, donde fueron prohibidas debido a lo lascivo de sus textos y lo indecoroso de sus meneos a los ojos puritanos. Sin embargo, la jácara pudo surgir en los ambientes rufianescos de Sevilla magistralmente descritos por Cervantes en su novela Rinconete y Cortadillo (1613). Característico de estos bailes, y otros como el canario, el villano, marizápalos, seguidillas y zarambeques, es tratarse de bailes cantados. Todos ellos pasaron al repertorio de la guitarra y algunos perdieron su carácter popular para formar parte de la música culta convirtiéndose en danzas. Caso interesante es el del fandango, en sus orígenes afroamericano, cuyos primeros ejemplos musicales son de 1705, aunque sus primeras menciones aparezcan en el siglo XVII en Hispanoamérica. Tanto éxito tuvo en España, que incluso grandes compositores como Scarlatti, Soler y Boccherini compusieron piezas con este título. Como muchos bailes citados anteriormente, sus inicios se pueden localizar en Cádiz como «baile de negros» para luego transformarse en el crisol sevillano. No nos encontramos todavía con el fandango flamenco, pero con estos mimbres y muchos otros de la guitarra rasgueada se conformaría lo que se ha llamado la música preflamenca.

Cuestión aparte es la música escénica. Podemos diferenciar entre el teatro público, representado en los corrales de comedias y el teatro cortesano, reservado a las clases privilegiadas. El teatro musical, bajo diferentes denominaciones: comedia, zarzuela, etc., era exclusivo de la corte. No obstante, la música no estaba ausente en los teatros populares. En la llamada comedia nueva, cuyo máximo exponente será Lope de Vega, la música, tanto instrumental como vocal, formaba parte de la propia obra, pero, además, antes, en medio y después se intercalaban diferentes piececillas llamadas loas, entremeses, bailes y mojigangas donde la música cobraba mayor importancia. Sabemos que en Sevilla se abrieron varios corrales de comedias –tal vez incluso antes que en Madrid– a partir de 1576, Las Atarazanas, y en 1577 el de Doña Elvira.

A finales del siglo XVII el epicentro económico y cultural se desplazó de Sevilla a Cádiz. Cádiz tuvo su primer corral de comedias en 1608, pero en lo que destacó la ciudad fue en la ópera, únicamente superada por Barcelona, con un teatro propio para la italiana desde 1739 y otro para la comedia francesa desde 1769. La nueva dinastía borbónica apoyó sin reservas la ópera italiana, mientras que las danzas francesas invadieron palacios y saraos, produciéndose un divorcio entre la cultura popular y la de las élites.

La música de cámara también tuvo lugar en Andalucía, destacando el sevillano Manuel Blasco de Nebra, cuyas Sonatas opus 1 (c. 1778) para piano en estilo haydiano son las primeras impresas en España. De hecho, las obras de Joseph Haydn fueron aquí altamente estimadas, como muestra el encargo de Las siete últimas palabras de Cristo en la Cruz hecho en 1786 por la Cofradía de la Santa Cueva de Cádiz.

Asimismo, el napolitano Domenico Scarlatti tuvo relación con Andalucía, ya que de las tres décadas de su vida que residió en España, los cinco primeros años los pasó en Sevilla. Por ello no es de extrañar que en varias de sus sonatas para clave se note el influjo del folclore hispano, especialmente en las imitaciones del rasgueo de la guitarra o de las castañuelas.

Como podemos ver, contamos con mucha más información de la vida musical andaluza de la primera mitad de la Edad Moderna que del resto. Ello se debe a la importancia cultural y económica de la capital hispalense en el periodo aúreo y a la riqueza y magnificencia de ciertos linajes altonobiliarios béticos. Queda, pues, mucho trabajo por hacer, principalmente sobre la música del Siglo de las Luces más allá de la corte regia.

 

Autor: Francisco Roa Alonso


Bibliografía

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