Aunque abordadas desde antiguo, de forma tangencial, en obras sobre historia eclesiástica, las hermandades y cofradías fueron hasta hace apenas medio siglo un objeto anecdótico de estudio, más centrado en enfoques localistas y eruditos que en modelos de interpretación histórica.
Sobre esa endeble base historiográfica, surgió en los años 40 del siglo XX el primer enfoque riguroso sobre cofradías, aunque centrado solo en su faceta generadora de mecanismos de previsión social. La obra ya clásica de Rumeu de Armas las hacía derivar ciertamente del entramado laboral medieval, distinguiendo la personalidad propia de gremios y de cofradías. Estas se muestran en la época bajomedieval y moderna con una trayectoria cambiante en el ejercicio de la caridad, destacando una gradación de prestaciones con la propuesta de diversos modelos cofrades asistenciales. Esta faceta esencial no cayó en el olvido, sino que se renovó en estudios posteriores centrados en una “caridad abierta” (no la de tipo mutual vertida exclusivamente sobre sus asociados), en beneficio de los más necesitados, como forma de amortiguar las desigualdades propias del Antiguo Régimen, contribuyendo a un tácito “pacto social”.
Otra virtualidad de la obra pionera de Rumeu es el uso de las fuentes primarias, aunque dispersas o fragmentarias completamente necesarias, para el estudio de las cofradías, y en particular -él hablaba de “persecución” en la época dieciochesca- de las hoy llamadas “fuentes de la represión”. El expediente general de cofradías, conservado en el Archivo Histórico Nacional, constituye una fuente en la que han bebido diversos estudios locales y provinciales, moldeando las claves de un proceso que, sin acabar con las expresiones de la piedad popular, en cierto modo las amordazó a la vez que debilitaba a sus actores, las cofradías.
Conviene insistir en que estas fuentes oficiales siguen siendo una base esencial para el estudio de las cofradías andaluzas, pues el ámbito de la religiosidad fue proclive al litigio. En sociedades como la estamental el recurso a la justicia era, sin duda, una forma deseable de amortiguar la violencia social en la resolución de conflictos. Y conflictos hubo a todos los niveles y por los más variados motivos en el ámbito cofrade, sobre todo con trasunto económico, pero también por cuestiones de precedencia o de etiqueta. Las cofradías fueron celosas guardianas de sus prerrogativas y privilegios, tenaces defensoras de su autonomía; en aquel marasmo jurisdiccional supieron moverse con soltura y ello nos ha legado riquísimos documentos.
El estudio institucional de la realidad confraternal supone una veta muy fecunda, siempre que se incardine en el amplio ámbito de la Historia Social, algo que ya anticipó A. Domínguez Ortiz, que además subrayó la dimensión esencialmente local de la religiosidad popular, sin menoscabo de que la presencia de hermandades y cofradías es similar en todo el territorio andaluz, pese a advertirse ciertos rasgos específicos. Se han subrayado sobre todo los dos fines que les eran propios: el culto y la caridad, como dos caras de una misma moneda.
Y es aquí donde el concurso de otras ciencias, más allá de la Historia, resulta esencial. Por supuesto, para el caso andaluz, el caso de la Antropología. Justamente célebre es en este sentido la distinción que hace I. Moreno Navarro entre fines explícitos e implícitos de las cofradías. Sus reflexiones introdujeron el estudio de las mismas en una nueva dinámica, susceptible de ser proyectada sobre el pasado: la defensa de intereses diversos, las representaciones mentales y el universo simbólico de las manifestaciones de la piedad del pueblo, no exenta de rivalidades y competencias. Junto con la Sociología, aplicando métodos de análisis social sobre la realidad asociativa de las hermandades y cofradías, abrieron interesantes perspectivas, que ponían énfasis sobre el grupo humano: carácter abierto o cerrado, adscripción social de sus miembros, formas de encuadramiento de los seglares en la Iglesia y en la sociedad estamental, estructura interna de las corporaciones y cuadros de mando, etc. Especialmente revelador es el uso de términos del vocabulario propio de la familia en el seno de las cofradías, a modo de “parentescos ficticios” (hermanos, hermano mayor, padre de almas) o el uso de expresiones procedentes del campo de la marginalidad (esclavos).
Al margen quedan además las esenciales aportaciones hechas desde el ámbito de la Historia del Arte, no sólo con el análisis y atribución de imágenes sagradas vinculadas a hermandes y cofradías, sino sobre todo por abordar la elección de modelos, la repetición de patrones iconográficos con buena acogida popular o las cualidades sobrenaturales y taumatúrgicas que rodean a algunas imágenes; y todo lo relacionado con la escenografía barroca que caracterizó a los actos de culto externo de las cofradías.
En suma, hoy el análisis histórico de las cofradías andaluzas sólo cobra pleno sentido desde esa óptica de lo social. Y en esa senda, merecen ser subrayados, entre otros muchos posibles, dos aspectos: el de las identidades y el de las minorías.
El primero abunda en lo local y persigue incardinar las manifestaciones de la piedad popular en los esfuerzos de una comunidad por reconocerse a sí misma, por modelar sus iconos y construir sus señas de identidad. Cofradías y romerías, imágenes y devociones, arropadas por una participación masiva y por sanciones oficiales, a través de funciones y rogativas, de votos y patronazgos, se convierten en elementos esenciales de identificación de la comunidad. Ante esas prácticas surge en el vecindario un sentimiento de pertenencia, que la tradición no hace más que reforzar.
El segundo ámbito es el que reconoce las posibilidades que el asociacionismo cofrade y sus manifestaciones religiosas ofrecían al amplio mundo de la marginación en aras a estrategias de integración o de simple rivalidad simbólica con otros sectores que excluyen y/o desprecian a determinados grupos. El caso de las cofradías étnicas resulta paradigmático. Pero hay otras facetas muy sugestivas como el uso pastoral de las cofradías para la integración de los moriscos, y en general la transversalidad social de estas corporaciones y su posible papel como instrumentos de “nivelación” social.
No es raro establecer distinciones entre el término cofradía y hermandad, por lo general centradas en el carácter procesional más ligado al término cofradía, pero lo cierto es que ambas palabras pueden considerarse sinónimos a lo largo de la época moderna. Como bien aseveró T. Mantecón, las cofradías eran entidades a medias entre Dios y el hombre. Ambos extremos aseguraron su espectacular expansión: según E. Sánchez de Madariaga, “el éxito de las cofradías se debió a que se trataba de una forma de organización social inscrita en la sociedad corporativa de la época y en el discurso de fraternidad espiritual de la Iglesia católica, y constituía un marco institucional de referencia estable y formalizado”. La autora habla incluso de “microinstituciones” con especial cercanía al grueso de la población.
Desde el punto de vista de su organización interna, cabe destacar su temprana vocación democrática, pues sus cargos rectores, en especial el hermano mayor y el mayordomo (éste centrado en materia económica), se elegían cada año, si bien esa práctica se desvirtuaba con fórmulas de cooptación, renovación parcial de cargos, papel selectivo de los hermanos llamados “oficiales”, etc. Esos directivos se rodeaban de otros miembros para formar una junta de gobierno o cabildo de oficiales, con cargos como consiliarios, diputados, seises o veedores, además del padre de almas (o de difuntos), depositario, contador, albacea, escribano o muñidor, por lo general estos dos últimos a sueldo. Las decisiones más importantes se tomaban en cabildo general, que se convocaba por lo común varias veces al año. Se sostenían las corporaciones cofrades con las cuotas periódicas de los hermanos (luminarias), las limosnas que pedían y, con frecuencia, allegaron bienes inmuebles y censos de los que obtener rentas regulares.
De cara a la admisión de cofrades, la fórmula más extendida fue la de cofradía abierta, en la que bastaba la libre voluntad del aspirante, aunque fue bastante común la indagación sobre vida y costumbres del candidato, la exclusión por falta de limpieza de sangre y, desde luego, el refrendo por parte de los hermanos ya existentes. No obstante, algunas hermandades más elitistas restringieron el acceso a las mismas mediante mecanismos tales como establecer un número máximo de hermanos, exigir cuotas de entrada muy elevadas o definir características exclusivas, como la condición social, el oficio, la procedencia geográfica o étnica; son las cofradías cerradas.
Como se ha indicado, la labor asistencial está en la esencia confraternal. Con el tiempo la cofradía religioso-benéfica fue derivando hacia modelos más especializados, como la hermandad de socorros, que abarcaban la atención al asociado en caso de encarcelamiento, enfermedad (y la consiguiente baja laboral), orfandad o viudedad, invalidez, embarazo (en caso de las mujeres)…, pero nunca faltó la asistencia a los hermanos en el momento de la muerte, con facetas económicas (pago de misas e incluso del sepelio, llegado el caso), presenciales (asistencia a las exequias) y espirituales (rezo de oraciones de sufragio). Además en el siglo XVI, como clara herencia bajomedieval en el caso de la Baja Andalucía, destacó el elevado número de hospitales de cofradías urbanas, los que hay que entender más cerca del concepto actual de “casa de hermandad”, para la reunión de sus miembros, que de centro sanitario, aunque hay casos en que sí ejercieron este servicio de salud. Algunas se emplearon incluso en el entierro de ajusticiados o en la atención de niños expósitos, dentro del concepto de caridad abierta ya señalado.
Las cofradías se componían mayoritariamente de seglares -aunque las hubo de clérigos- y tenían un carácter popular, lo que no es óbice para la existencia de cofradías nobiliarias. Hubo propuestas más elevadas, donde primó el componente espiritual de sus miembros, como son las órdenes terceras, las escuelas de Cristo o las “congregaciones” (como las selectas impulsadas por la Compañía de Jesús), que en general se mueven en estrecho contacto con las órdenes religiosas.
Pero a la hora de abordar las tipologías confraternales suele primar su finalidad de culto, lo que conduce a menudo a un desequilibrio de tratamiento entre las distintas tipologías cofrades, que lógicamente se inclina hoy a favor de las hermandades incardinadas en el sugestivo campo de la Semana Santa. Porque ciertamente las hubo devocionales, sujetas a los parámetros habituales de culto y caridad con las más diversas advocaciones; gremiales, ligadas al mundo de los oficios artesanales; asistenciales, con práctica de la caridad en beneficio de toda la comunidad; o penitenciales, con práctica procesional en los días de Semana Santa. Las más antiguas hunden sus raíces en la Baja Edad Media, de modo que en Andalucía se implantaron por iniciativa cristiano vieja en las tierras conquistadas a Al-Andalus. En el reino de Granada lógicamente nacen estas corporaciones ya en los albores de los tiempos modernos. Veamos algunas tipologías.
En el caso de las cofradías penitenciales, las procesiones de Semana constituyen su especificidad. Hay que recordar que la disciplina pública, muy criticada en ciertos ambientes eclesiásticos, fue finalmente avalada por la concesión de gracias espirituales, de forma especial para las pioneras cofradías de la Vera Cruz, que tuvieron un gran florecimiento gracias al amparo de la orden franciscana. En muchos lugares de Andalucía las fundaron los propios frailes y/o las controlaron sobre todo en el aspecto espiritual, allegando a los conventos importantes ingresos derivados de las funciones que celebraban estas cofradías. Aunque la imagen sagrada fue adquiriendo protagonismo, durante décadas y décadas predominó el espectáculo truculento de los flagelantes, con un trasfondo escatológico y un realismo mundano, ambas cosas a la vez, y una decidida dimensión catártica comunitaria.
Pero los modelos procesionales se complicaron por las sendas de la espiritualidad y de la barroquización. Así, las cofradías de Jesús Nazareno, sin renunciar al sacrificio corporal, escenificaban el seguimiento de Cristo: son los nazarenos que le siguen con la cruz a cuestas, al amanecer del Viernes Santo, en escenas muy extendidas aún hoy por toda la geografía andaluza. Más sorprendente llegó a ser la impronta de las cofradías del Entierro de Cristo en las calles de pueblos y ciudades: la comunidad entera se organizaba para acompañar el entierro del Hombre-Dios; con el paso de los siglos esta procesión de la tarde-noche del Viernes Santo acabó convertida en la procesión oficial de numerosas localidades y dio cabida a un complejo cortejo escénico y figurativo, donde la pompa barroca se empleó a fondo: soldados romanos, personajes bíblicos, figuras alegóricas, coros infantiles… y, por supuesto, las autoridades, eclesiásticas y civiles.
Asimilables a las penitenciales, aunque más severas en sus prácticas, fueron las hermandades de vía sacra. Una forma individual y espiritual de manifestar el arrepentimiento y el afán de conversión por medio del vía crucis por itinerarios urbanos y campestres (en Granada el Sacromonte, el cerro de San Miguel, el de los Rebites o el de los Mártires; en Sevilla, la Cruz del Campo; en Córdoba, Escalaceli). El espacio era esencial: debía reproducir los pasos que separan en Jerusalén el Pretorio del Calvario, con un sentido ascendente y con las paradas necesarias para el rezo de las catorce estaciones. Hubo también otras cofradías devocionales de Cristo, que generalmente celebraban sus cultos en primavera, e incluso de su infancia, venerando populares imágenes del Niño Jesús
Las hermandades sacramentales y de ánimas alcanzaron una dimensión universal en el ámbito parroquial. Prácticamente las hubo en todas las parroquias andaluzas y se consideraron estrechas colaboradoras del clero parroquial en la articulación del culto y en proporcionar a los sacerdotes ingresos muy notables por la celebración de misas y funciones. Las sacramentales gozaban de un estatus especial dado el objeto de su culto: el mismo Dios presente en la Eucaristía. Por eso esta tipología se consideraba privilegiada, en general bien aceptada por el Iglesia y excluida de los planes gubernamentales para la reducción del número de cofradías. También lograron estas corporaciones preferencia a la hora de conseguir licencias para demandar limosnas públicamente (en la ciudad y en el campo, éstas por lo común en especie).
Junto a las cofradías del Santísimo, erigidas ya en el siglo XVI, surgen más tarde otras en clave más proselitista y espiritual, muy abiertas y participativas, las esclavitudes del Santísimo Sacramento, que abundaron especialmente en tierras granadinas. Cada hermandad sacramental organizaba por las calles de su feligresía una procesión al año, con una solemnidad inspirada en la oficial de la festividad del Corpus Christi. Esas singulares procesiones se destinaban a llevar la comunión a enfermos e impedidos. Ocupaban la vía pública y obligaban a los viandantes a arrodillarse al sonido de la campanilla que anunciaba el paso del sacerdote que portaba la Sagrada Hostia; los hermanos sacramentales acompañaban con velas encendidas y sujetando el palio que cubría al Santísimo y a su portador. Además estas cofradías montaban en el templo el monumento eucarístico del Jueves Santo con el que se abrían los días grandes del Triduo Pascual.
Las cofradías de Ánimas se distinguían por el abultado número de misas de sufragios y para ello fueron expertas en el arte de allegar limosnas, abundantes cuando estaba en juego la salvación de las almas. Como en todas las funciones de iglesia, las reglas de estas cofradías -que conocieron una época dorada en la segunda mitad del siglo XVII y durante el siglo XVIII- ponían gran énfasis en la actitud de compostura de sus asociados y en especial en las oraciones y responsos. Velaban asimismo por la decencia de los cementerios parroquiales, compuestos por tumbas hacinadas anejas a la iglesia.
Entre las cofradías devocionales cabe detenerse en las dedicadas a la Virgen María y a los santos. El calendario cristiano estaba jalonado, por festividades en honor de la Madre de Dios, a la que la Iglesia confería un culto de veneración preeminente, como quedó confirmado en el Concilio de Trento -en general, este concilio generó un caldo de cultivo muy favorable a la expansión de cofradías por el orbe cristiano- y con gran aplauso de los fieles, de modo que en todos los estratos de la sociedad la piedad mariana llega a ser desbordante, como ocurre en fiestas como la Concepción, Natividad de María, Encarnación o Anunciación, Purificación y Asunción (la popular “Virgen de Agosto”).
Como en todos los órdenes de cofradías, sus miembros estaban obligados a asistir a las funciones de iglesia, participando activamente y, en muchos casos, con prescripciones como confesar, comulgar o rezar determinadas oraciones, sobresaliendo el rosario de María; pero además organizaban vistosas procesiones en su honor. A lo largo del siglo XVI la devoción a la Virgen fue suplantando a la de otros santos tradicionales en muchas localidades y se acabó por depositar en María la protección de la comunidad en casos de necesidad. La labor benefactora y taumatúrgica otorgada a la Virgen llegó a límites increíbles y España (y en concreto Andalucía) lideró la defensa del dogma de la Inmaculada Concepción de María. De hecho, las de la Concepción fueron unas cofradías muy extendidas por los cuatro reinos meridionales, tanto en parroquias y conventos, como en ermitas y lugares abiertos como los “triunfos” en honor de la Virgen. Los “votos de sangre” en defensa de este misterio afloraron por doquier. También se hicieron desagravios a María cuando su nombre o su imagen eran profanados en España o fuera de ella. La insignia del simpecado, hoy tan extendida, es buen ejemplo de ello.
En las áreas rurales la celebración de romerías era sinónimo inequívoco de fervor y devoción. Lugares apartados, agrestes, en torno a ermitas poco frecuentadas a lo largo del año, con comida y bebida de por medio, cantes y bailes tradicionales… Siempre fueron contempladas como peligrosas estas fiestas populares, por el riesgo de excesos y profanidades, pero toleradas por su arraigo social y su contribución a la convivencia vecinal, la resolución de algunos conflictos, el acuerdo de negocios, las estrategias matrimoniales y, por supuesto, eran una válvula de escape para los agobios del trabajo y la estricta rigidez moral. Las cofradías promotoras de estas romerías tuvieron proyección comarcal e incluso regional (Cabeza, Rocío), adoptando bajo su amparo a diversas cofradías filiales.
No hay pueblo, por pequeño que sea, no hay convento ni parroquia, que no se apropie de una advocación mariana, y en muchos casos adoptan un carácter patronal: la advocación del Rosario fue la más extendida entre las patronas de localidades andaluzas. En el siglo XVIII se hicieron muy populares las congregaciones rosarianas, que se dedicaban al rezo público y callejero del rosario, Y siempre se advierte en las cofradías marianas una familiaridad y cercanía con la imagen sagrada difíciles de alcanzar en otras tipologías cofrades. Abundantes rogativas se ofrecieron a la Virgen, en sus más diversas advocaciones, por toda la Andalucía moderna ante sequías, plagas, epidemias o terremotos. El culto a la Virgen María llegó a rozar el paroxismo.
Variadas también, y en algunos casos especialmente ricas, fueron las celebraciones en honor de santos y santas. Veneraban a patronos de distintos gremios, titulares de iglesias parroquiales, santos pertenecientes a las órdenes religiosas, santos protectores frente a diversos males y dolencias, santos nuevamente beatificados o canonizados, patronos de pueblos y ciudades… El alcance de la celebración era distinto en cada caso, pero se observa un denominador común: estos santos y santas constituyen un elemento de identidad y cohesión para el colectivo o comunidad que los festeja. En los santos se contempla un ejemplo de vida (en lo laboral, en lo familiar, en lo personal), que no desperdició la espiritualidad postridentina. Las imágenes religiosas de santos eran muy importantes, pero también lo fueron las reliquias.
Un plus de cohesión otorgaba a los artesanos la cofradía gremial, que trataba de visualizar su relevancia social. Por su orden de antigüedad asistían las cofradías gremiales a las procesiones generales, como las de recepción de la Bula de la Cruzada o la del Corpus Christi, en las principales ciudades andaluzas. Pero estas cofradías podían considerarse potencialmente peligrosas; por ejemplo, en tiempos del emperador Carlos V se persiguió a las cofradías de oficiales, sin duda porque alteraban la paz gremial.
A cada santo o santa, titular de una cofradía, se le festejaba en su día, con función de iglesia e incluso con procesión. En el siglo XVIII se extendieron por Andalucía numerosas cofradías en honor de San José. Las órdenes religiosas redoblaron esfuerzos en este terreno, no sólo fomentando el culto a sus santos propios, sino a la vez dotando a sus festividades de la colorida austeridad de sus hábitos, sobre todo a través de las venerables órdenes terceras. En realidad, las órdenes religiosas ejercieron cierta tutela sobre determinadas cofradías, como los franciscanos sobre la Vera Cruz, la Concepción o las vías sacras, o los dominicos sobre las rosarianas y las del Nombre de Jesús.
En fin, entidades de naturaleza religiosa, las cofradías siempre estuvieron bajo la vigilancia de la Iglesia y a la vez en el punto de mira de las autoridades civiles. De hecho, sufrieron una intervención de la autoridad real desde el siglo XV y se intensificó en medio de las reformas surgidas en el marco de una Ilustración contraria en general a la realidad cofrade y al tipo de religiosidad, masiva, exteriorizada, superficial (cuando no supersticiosa), que fomentaban. Así quedó de manifiesto, bajo Carlos III, en el mencionado expediente general de las cofradías del reino, que en el caso andaluz tuvo poco efecto en lo que a supresión de cofradías se refiere. Aún así era el anticipo de tiempos recios, ya en época contemporánea, marcados por el liberalismo y las desamortizaciones.
En todo caso, los actos de las hermandes andaluzas evidenciaba un orden social que las autoridades se empeñaban en mantener y eran capaces de recomponer, en caso necesario, la armonía vecinal, afianzando sólidamente el mencionado sentimiento de identidad.
Autor: Miguel Luis López-Guadalupe Muñoz
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