Etimológicamente, la palabra romería deriva de romero, los que se desplazaban en peregrinación a Roma, cabe la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo, corazón de la cristiandad. Ahondando desde una perspectiva histórico-antropológica, la romerías, surgidas en la Edad Media y consolidadas en la Moderna, son manifestaciones externas que suponen el desplazamiento de un colectivo a un santuario, y que están dotadas de gran intensidad emocional y estética, pues van acompañadas de canto, música instrumental, danzas, trajes típicos, gastronomía, fuegos de artificio y luminarias… y exorno extraordinario del lugar geográfico.
Todo se desarrolla en el marco de unas vivencias religiosas, integrando lo oficial y ritual con lo espontáneo, incluso con juegos y diversiones, hasta torneos y toros. En el catolicismo popular éstas, junto a las procesiones, que también se integran en ellas, son momentos cumbres de encuentro con lo sobrenatural en un marco festivo.
No podemos olvidar que, como en cualquier fiesta, y aquí de una manera especial, la comunidad cobra protagonismo, identificándose el individuo con ella por medio de sus símbolos, que emiten mensajes trascendentes dirigidos a fundamentar la cosmovisión ideológica y la cohesión comunitaria por medio de una intensa interacción social, en un contexto de hermandad y comensalismo, englobando actividades consuetudinarias y rituales.
Son, además, manifestaciones sociales totales, con implicación de las instituciones religiosas, jurídicas y morales, tanto políticas como familiares, a las que se suman las económicas, porque generan unas relaciones de producción y consumo.
Igualmente, se exhiben roles peculiares (hermanos mayores, mayordomos…), que reafirman el modelo de estructura social por medio de una simbolización ritualizada al servicio de los valores dominantes, en un clima de intensa carga emocional dado su carácter extracotidiano. En ellas se manifiestan a este nivel simbólico los distintos grupos humanos estratificados socialmente, con sus relaciones, tensiones y colaboraciones. Así, la fiesta contribuye decisivamente a la construcción y cohesión de la comunidad, que se manifiesta en su ideal y complejidad.
Suponen la ruptura del tiempo cotidiano establecido por el calendario, con el cese de las actividades laborales, que conlleva el ingreso en un ambiente festivo comunitario sagrado de cumplimiento ceremonial, y que señala la regulación del tiempo; los ciclos de la naturaleza, en una sociedad fundamentalmente agraria, terminan en un tiempo festivo, mediación entre un periodo y otro.
Normalmente se llevan a cabo en primavera-verano, desde Pascua, pasando por la Virgen de Agosto y la de Septiembre, hasta llegar al mes de octubre, en que la naturaleza se muestra en su exuberancia y es tiempo de cosechas; en ocasiones suponen fiestas agrícolas paganas cristianizadas.
Es preciso tener en cuenta que se establece en este tipo de sociedades un vínculo entre las fiestas religiosas, los fenómenos atmosféricos y las faenas agrícolas, poniéndolo todo bajo la protección de la divinidad y en especial de la protección mariana.
Van por lo general apoyadas comúnmente por la actividad económica de ferias, por concesiones reales o nobiliarias, libres de alcabalas, o mercados, en que se producen intercambios y venta de productos, y de actos de beneficencia, como dar de comer a los necesitados, sobre todo, en esta época, pan, vino y queso.
Dentro de la ruptura de lo cotidiano, que supone cualquier fiesta, aparte de su primaria función religiosa propia de una sociedad católica, tiene unas importantes funciones antropológicas y sociológicas de primer orden: refuerzo de vínculos identitarios y familiares, por medio de la convivencia y el comensalismo y la hospitalidad, momento privilegiado para compartir penas y alegrías individuales y comunitarias, así como relajación temporal de las normas sociales que ayuda a eliminar o, al menos, suavizar conflictos y tensiones con una funcionalidad catártica.
Podemos describirlas como unas celebraciones festivas religiosas anuales de una duración de uno o varios días, que consisten en una peregrinación comunitaria desde un punto urbano de origen hacia un santuario, donde se venera una imagen devota, que es el punto de referencia o término, que, por ello, se considera un lugar privilegiado de comunicación con lo trascendente o sobrenatural, generalmente en un paraje natural destacado, colina o montaña, como el caso de la Virgen de la Cabeza, del Monte o de las Montañas, más cerca de la divinidad, que se ubica en el cielo, o bien valle regado abundantemente por el agua de manantial o pozo o marismas, símbolo de la vida, como ocurre en Aguas Santas, Fuensanta o Rocío.
Debemos recordar que el sentimiento religioso se vale de la mediación de objetos naturales y materiales a los que se les ha dotado de un valor simbólico, en lo que se incluye la contemplación de la naturaleza en sus formas sublimes, así como de la expresión estética: artes plásticas, música, danza, poesía, drama.
Transcurre por un camino establecido tradicionalmente desde el núcleo urbano, que se convierte en un recorrido iniciático del homo viator, concepción tan característica del cristianismo, es decir, en una alegoría de la vida, por lo que las devociones a las que están dedicadas, sobre todo las marianas, están relacionadas con mucha frecuencia con topónimos y elementos naturales, como ya hemos señalado.
El camino cuenta con hitos rituales en el cruce de vados o arroyos y lugares tradicionales señalados por cruces o monumentos religiosos. Esto supone la sacralización del espacio urbano y rural para acercar lo divino al ámbito cotidiano, que se pone bajo el patrocinio de la trascendencia.
En el camino, tratándose de una sociedad eminentemente rural, jugaban un papel importante los caballos, primordiales para la agricultura, la ganadería y el transporte, cuya posesión denotaba una situación de privilegio socioeconómico, y eran símbolo de fuerza, trabajo y fidelidad.
El momento culminante para los devotos es la procesión de la imagen, sobre todo su salida y su entrada, pugnando por llevarla a hombros o, al menos, tocarla, para materializar su intercesión. La imagen, además, se constituye como el principal referente de identificación colectiva de la población, a nivel local, comarcal, regional o incluso nacional, hasta el punto que se establece una relación especial de los fieles con ella tanto individual y familiar como comunitaria, a través de votos y promesas.
En las romerías participa toda la comunidad, tanto los presentes, constituidos en agentes de ellas, porque se trata de una fiesta y no de un espectáculo, como los ausentes: los antepasados ya fallecidos y los imposibilitados por lejanía o por vejez o enfermedad, a través de su recuerdo en las ofrendas de velas, flores y limosnas, que acompañan las oraciones, basadas en una relación de reciprocidad.
Dentro de su función integradora, además de romerías nacionales, regionales, comarcales o locales, también las hay de labradores, pastores, gremios o cofradías. Pronto llegaron a convertirse, como las demás fiestas, en un elemento trascendental del sistema cultural de los pueblos de España.
Los santuarios andaluces, en su mayoría, están dedicados a imágenes de la Virgen en sus más diversas advocaciones, debido al momento de la recristianización del territorio, siglos XIII-XV, en que la devoción mariana había llegado a su apogeo.
Su origen se vincula generalmente a relatos de invención o aparición en medio de signos paranormales (resplandores, visiones, tañidos de campanas) o a votos por intercesiones milagrosas en situaciones comunitarias especialmente conflictivas (sequías, hambrunas, guerras), a caballo muchas veces entre la historia y la leyenda, que pasan al imaginario colectivo, y su prestigio se consolida por los milagros acaecidos en su contexto, de los que dan fe los exvotos, que no faltan en ningún santuario que se precie, y que van ampliando también su área de influencia. Se constituyen así en ejercicio de memoria colectiva.
Al estar los más antiguos en Andalucía vinculados histórica o legendariamente con la reconquista y repoblación, en la Andalucía del Guadalquivir están relacionados con la figura de San Fernando y de su hijo Alfonso X el Sabio, y en la Andalucía oriental con los Reyes Católicos y las guerras de los moriscos.
En el éxito de los santuarios influye también decisivamente el encontrarse en deslinde de términos, vías de comunicación frecuentadas o lugares estratégicos, como la Cabeza de Andújar o como el Rocío, y el apoyo de órdenes religiosas, como Consolación de Utrera, o estamentos sociales prestigiosos, como concejos municipales y casas nobles, como Setefilla de Lora o Araceli de Lucena.
En cuanto a los elementos de la fiesta desde el punto de vista comunicativo, el emisor es el grupo total, liderado por emisores institucionalizados por la tradición cultural y religiosa, que al mismo tiempo se convierten en receptores en un importante proceso de retroalimentación.
El canal es la propia fiesta, como medio comunicativo. El código es el ritual festivo y religioso, es decir, el sistema de normas que articula los niveles de significación de los signos: discursos o recitaciones, canciones, danzas, cortejos, etc., que son los vehículos de expresión del mensaje, elemento central y determinante del acontecimiento; a menudo se dan varios submensajes superpuestos en su devenir histórico. Los referentes son los objetos de comunicación y el contexto, la situación social, cultural, económica, etc., que hace a las romerías elementos vivos y en constante evolución sin renunciar a la tradición.
Entre las danzas encontramos antiguas (la mayoría en la provincia de Huelva); por ejemplo, el baile de espadas, de antecedentes remotos, documentado en toda la Península, quizás de origen guerrero, traídas por los repobladores en la reconquista, así como de salvajes y gitanos.
En el acompañamiento musical, de profesionales contratados o de agentes espontáneos, destacan los instrumentos de viento: chirimías, dulzainas, flautas, sacabuches y, a veces, cornetas y trompetas, y percusión: tambores, tamboriles, atabales, pandorgas, panderetas, sonajas y castañuelas.
A partir del motín de Esquilache de 1766, los gobiernos españoles se obsesionaron con el orden público, y tomaron como punto especial de mira todos aquellos eventos que pudieran ser escenario de desórdenes y revueltas, entre los que se encontraban las romerías.
Esto se unía a la crítica de la religiosidad ilustrada a estas manifestaciones religiosas, incluso de las jerarquías eclesiásticas, cercanas al jansenismo y con gran desprecio hacia lo popular, pues se consideraba contaminado de superstición y relajación moral. Todo ello hizo que muchas romerías entraran en decadencia o incluso fueran suprimidas.
Se realiza un recorrido por las romerías andaluzas más importantes de la Edad Moderna en la segunda parte de esta entrada.
Autor: Ramón de la Campa Carmona
Bibliografía
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