En el complejo panorama de la fiscalidad de la Carrera de Indias se integran dos impuestos que administró el Consulado de cargadores y que nacieron con sendas finalidades específicas: la construcción del edificio de la lonja de mercaderes y la colaboración financiera del Consulado en los empeños militares de la Monarquía, aunque el importe de su recaudación fue posteriormente utilizado para otros fines.

El tercio de lonja fue impuesto originariamente para la financiación de las obras de la Casa Lonja de Sevilla. El proyecto de construir este edificio derivó de la queja que elevó al rey el arzobispo de Sevilla, Cristóbal de Rojas, debido a que los mercaderes tenían la costumbre “de juntarse a tratar sus negocios en la Santa Iglesia de la dicha ciudad” y a “la indeçencia y poca reverencia que en esto se tiene al santo templo y culto divino”. Los esfuerzos para expulsar a los mercaderes del templo llevados a cabo por la Iglesia sevillana no habían surtido ningún efecto, ya que aquellos no disponían de un lugar adecuado para despachar sus negocios. Felipe II mandó tratar el asunto con el prior y los cónsules de la Universidad de mercaderes, con los que se acordó “que se labrase una lonja de la capacidad y grandeza que conviniese para el comercio y contratación dellos”. El rey comisionó para la puesta en práctica de este acuerdo al conde de Olivares, alcaide de los Reales Alcázares, quien capituló con el Consulado, representado por Gaspar Gerónimo del Castillo, ante Martín de Gaztelu, secretario real, el 30 de octubre de 1572. En virtud de este acuerdo, se eligió para construir el edificio de la Lonja el lugar de las Herrerías, en el Alcázar sevillano, comprometiéndose el monarca a la cesión de los terrenos necesarios a cambio del precio en que se evaluasen. Así mismo, se facultó al Consulado para repartir entre los mercaderes el costo de la compra del solar que era propiedad del rey y de otros solares adyacentes necesarios para la obra.

Reunido el Consulado el día 7 de enero de 1573, a la vista del anterior convenio acordó repartir por avería un tercio por ciento del valor de todas las mercancías que entrasen o saliesen de Sevilla y sus puertos para las Indias, así como para Levante y Poniente y las que entrasen en la ciudad por tierra. También estaría sujeto a contribución todo el dinero que se cambiase en Sevilla para las ferias del reino o de fuera de él, tanto por mercaderes naturales como extranjeros. Esta avería se cobraría en la aduana de la ciudad, con las siguientes limitaciones: quedaría exento todo lo que se cargase o descargase por cuenta de la Real Hacienda, no contribuiría tampoco el oro y la plata procedentes de América, ni lo que entrase o saliese para el estado eclesiástico; finalmente, tampoco estarían sujetos a esta contribución los productos agropecuarios de los cosecheros de Sevilla y su Tierra. Así mismo, el Consulado acordó que el prior y cónsules nombrasen administradores para esta contribución y que, pasado un año de su cobranza, se revisara al alza o a la baja su tipo, en función de los gastos derivados de la construcción del edifico de la Lonja. A pesar de todas estas diligencias, el proyecto quedó detenido durante una década y no se reactivó hasta el 11 de julio de 1582, momento en el que el rey ratificó mediante una Real Cédula expedida en Lisboa y firmada por Mateo Vázquez, el nuevo impuesto de lonja, iniciándose su cobro efectivo en septiembre del mismo año. El rey se reservó la ratificación de cualquier novedad que el Consulado introdujese en su percepción y otorgó jurisdicción sobre el asunto al licenciado Espinosa, juez de grados en la Real Audiencia de Sevilla, ordenando que las cantidades procedidas del derecho de lonja se depositasen en un arca de tres llaves custodiada en el Consulado, que quedarían en poder del prior, del cónsul más antiguo y del receptor que se nombrase.

Algún tiempo más tarde, por medio de una cédula despachada por el Consejo de Hacienda, el gobierno ordenó que el producto del derecho de lonja se destinase a la construcción de los muelles de Gibraltar y Ceuta, pasando su gestión al administrador de los almojarifazgos de Sevilla. La corona hacía pasar con ello los intereses defensivos de la Monarquía por delante de cualquier otra consideración. La decisión no debió sentar bien al Consulado, que se hallaba necesitado de fondos para proseguir la construcción de la Casa Lonja y que logró que el Consejo de Castilla acordase devolverle el uso y disfrute del impuesto. Este tira y afloja se solventó mediante un acuerdo entre la Corona y Rodrigo de Vadillo, a la sazón prior del Consulado. Vadillo se trasladó a la Corte para ocuparse personalmente de la defensa de la administración del derecho de lonja y negoció una capitulación mediante la cual, a cambio de recuperar su control, el Consulado renunciaba a las cantidades percibidas por el administrador de los almojarifazgos de Sevilla y se comprometía a pagar además noventa mil ducados en cuatro años, contados a partir del primero de enero de 1619, con destino a las obras de los muelles de Gibraltar y Ceuta. A tal fin, el Consulado quedaba autorizado para tomar cantidades a censo obligando la citada renta del tercio por ciento. El rey se comprometió a gastar el producto del derecho de lonja cobrado por el administrador de los almojarifazgos en las mencionadas obras, sin desviarlo para otros fines, y a no pedir más dinero al Consulado con el mismo destino, quedando el Consulado libre de la obligación contraída si el rey decidiese parar la fábrica de los muelles. Finalmente, Rodrigo de Vadillo se aseguraba de que sería resarcido por los gastos que la comisión que había desempeñado en la Corte le había ocasionado, así como de recibir una ayuda de costa por las pérdidas derivadas del tiempo en el que no había podido ocuparse de sus negocios.

Veitia Linaje ofrece algunos datos sobre el derecho de lonja. Según indica, por una cédula de 19 de julio de 1610 se encargó al Consulado la administración de la alcaidía de la Lonja, facultándolo para levantar la contribución establecida para su edificación. Ello no pudo tener efecto, dado que se habían impuesto tributos sobre este derecho, lo que obligó a perpetuarlo. Al mismo tiempo, se nombró al conde de Castrillo juez conservador de la Lonja. Como tal, era el delegado de la jurisdicción que se le otorgó en 1609 al Consejo de Indias para entender en todos los negocios y pleitos relativos a la fundación de la Lonja y a la administración del derecho que para ella se impuso.

Antonia Heredia da por su parte alguna noticia sobre la evolución posterior del derecho de lonja. Según indica, el tipo impositivo cambió en 1668 a un 1%, pero esta medida debió regir solo durante un corto período de tiempo. Cuando el Consulado se trasladó a Cádiz, la diputación del comercio que permaneció en la Lonja quedó encargada de administrarlo. Su producto no sólo sirvió para la construcción de la Lonja sevillana, sino que también se aplicó a las reparaciones y gastos ordinarios de mantenimiento de esta y a otros fines diversos, como la construcción de la Real Audiencia, la limpieza del río Guadalquivir, la reparación de las murallas de Sevilla o el sostenimiento de las milicias de esta ciudad.

Por su parte, el derecho de infantes fue otro de los impuestos administrados por el Consulado, junto a los de lonja, Balbas y toneladas. Fue creado por Real Cédula firmada en San Lorenzo de El Escorial el 27 de octubre de 1632. El Consulado de cargadores, por mano de su prior y cónsules y en virtud de las órdenes cursadas a través del conde de Puebla del Maestre, gobernador del Consejo de Indias, se obligó a entregar a Octavio Centurión, tesorero de los presidios del reino, la cantidad anual necesaria para mantener a quinientos infantes durante seis años, a razón de sesenta reales por cada uno cada mes, es decir 360.000 reales al año, “por lo mucho que importa que los presidios estén con la guarnición entera de su dotación, mayormente en los tiempos presentes”. A cambio, el rey concedía facultad al Consulado para imponer un derecho del 1% sobre las mercancías que entrasen en la aduana de Sevilla por mar y tierra, así como sobre las que saliesen por tierra, en la misma forma que se cobraba el derecho de lonja, cuya cuantía estaba fijada por entonces también en un 1%.

La anterior Real cédula fue mandada pregonar por el Consulado en la plaza de la Lonja y se notificó a los administradores del almojarifazgo y al alcaide de la aduana. Sin embargo, Marcos Fernández Monsanto y Felipe Martínez de Orta, a la sazón administradores del almojarifazgo, se negaron a cumplir lo ordenado, en primer lugar porque la cédula no venía despachada por el Consejo de Hacienda, a quien tocaba privativamente entender en lo tocante a almojarifazgos, y en segundo lugar porque paraba en perjuicio suyo, al ir en contra del asiento que habían firmado con aquel órgano, según el cual durante los diez años de vigencia del arrendamiento de los almojarifazgos de Sevilla no se impondría ningún otro derecho ni se aumentarían los ya existentes. Los almojarifes alegaron que este aumento impositivo provocaría que los mercaderes llevasen a cargar su ropa a Sanlúcar de Barrameda y que la obligación de sostener los quinientos infantes correspondía tan sólo a los miembros del Consulado, mientras que la nueva contribución afectaba a los comerciantes flamencos, franceses, ingleses y de otras naciones que no eran cargadores. A pesar de la oposición de los administradores del almojarifazgo, el Consulado ratificó el derecho de infantes y nombró receptor para su cobro en las tablas de la Aduana a Lope de Olloqui, importante comerciante y titular de una de las compañías que negociaba con la plata americana en la Sevilla del primer tercio del siglo XVII.

En 1637 la Monarquía, urgida por las obligaciones derivadas de la guerra y por la crisis hacendística, buscaba nuevos recursos financieros. A tal fin, comisionó al licenciado Bartolomé Morquecho, del Consejo de Indias, para negociar con el comercio de Sevilla y otros puertos de Andalucía un empréstito de ochocientos mil ducados de plata, a devolver con sus intereses con cargo a lo que viniese en las dos las primeras flotas que llegasen de Indias. El Consulado sevillano ofreció servir con 450.000 ducados, pero, presionado para que aumentase esta cantidad, la elevó hasta 588.864 ducados. A cambio, el Consulado logró la perpetuidad del derecho de infantes, que quedó desvinculado desde 1638, año en el que cesaba la obligación que había determinado su concesión, del fin inicial para el que había sido creado. Como parte del acuerdo, el Consulado se comprometió a entregar 42.000 ducados anuales a la Corona, rindiese más o menos el impuesto, y quedó facultado para vender juros a perpetuidad con cargo a sus réditos, con tal de que entregase al rey 300.000 ducados en plata doble al contado de las cantidades que por esta vía tomase.

La gestión de los derechos de lonja e infantes por parte del Consulado no estuvo exenta de conflictos y sospechas de mala administración. En las visitas realizadas para inspeccionar el funcionamiento de la institución se pusieron de manifiesto estas irregularidades. Así, por ejemplo, en la realizada por Bernardo Tinajero de la Escalera, secretario del Consejo de Indias, se acusó a los priores y cónsules que habían ejercido entre 1689 y 1705, entre los cuales Martín del Hoyo y Lorenzo de Ezeiza, de no haber dado cuenta de la administración de estos derechos. Enriqueta Vila se hace eco de la mala gestión de los impuestos administrados por el Consulado y señala que, tras la supresión de la avería en 1660, fueron un auténtico “semillero de discordias”. Con la supresión del impuesto de avería dejaron de percibirse también las rentas de Balbas y toneladas, y fueron las de lonja e infantes las que tuvieron que sostener los débitos que habían acumulado.

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


Bibliografía

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