El espectáculo escénico musical denominado ópera nació en Italia en 1600, y a lo largo del siglo XVII estuvo desarrollándose y extendiéndose por Europa. En España, durante dicha centuria tan sólo se representó en el contexto de la corte. De hecho, a Sevilla no llegaría hasta que no lo hizo la propia corte, en el quinquenio conocido como Lustro Real (1729-1733). La familia real y sus servidores se asentaron en Sevilla durante este quinquenio a iniciativa de la reina Isabel de Farnesio, con el objetivo de paliar la enfermedad mental que padecía el rey Felipe V, y precisamente uno de los remedios terapéuticos a los que solía recurrir era la musicoterapia. La corte del primer Borbón en España organizaba sistemáticamente espectáculos y diversiones musicales entre las que se contaba la ópera. Por lo tanto, en Sevilla se representaron las primeras óperas en los Reales Alcázares bajo la dirección de Felipe Falconi.
Esta influencia inclinó al público sevillano hacia los espectáculos musicales en sus propios ámbitos, aun cuando el teatro en la ciudad estaba bajo una prohibición por presión de los moralistas desde la peste de 1679 que no se levantaría hasta 1761. Los cronistas dicen que se representaron zarzuelas y óperas en teatros improvisados, incluso en iglesias, hasta que en 1761 unos particulares obtuvieron licencia real para edificar el primer teatro de ópera junto al convento de Santa María de Gracia con el apoyo de las élites que formaban parte del cabildo concejil. El veneciano Antonio Ribaltó, director de una compañía de ópera, regentó este teatro hasta 1767, representando una vez cada tres días de media. El carnaval constituyó la temporada alta del teatro.
El repertorio representado en Sevilla era italiano, de preferencia bufa o cómica, y seguía las tendencias más actuales de la producción operística italiana. En los entreactos y al final de la ópera se ofrecían géneros menores para mayor variedad, siguiendo la costumbre de los corrales de comedias: tonadillas escénicas, arias de otras óperas, bailes, música instrumental, acrobacias de personas y de animales.
En 1767 el concejo retiró su apoyo a todo espectáculo teatral, presionado por los moralistas, pero el Asistente Ramón Larumbe consiguió que el conde de Aranda, a la sazón gobernante en Madrid, diese su aprobación a las actividades escénicas. Esta coyuntura favorable fue aprovechada por el nuevo Asistente de la ciudad, Pablo de Olavide, convencido ilustrado, quien hizo construir un nuevo teatro de ópera provisional de tres plantas en la calle San Eloy, incluyendo un palco para las autoridades locales, e inició la erección de uno definitivo en la plaza del Duque, además de fundar una escuela de actores y actrices en la parroquia de Santa Cruz en 1768 y fomentar la renovación del repertorio teatral. En la tertulia del alcázar, presidida por el Asistente, y en la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla se tradujeron obras neoclásicas francesas (dos comedias y cuatro tragedias llegaron a la escena) y se crearon nuevos textos a tono con la vocación pedagógica que la Ilustración atribuía al teatro. Asimismo, en este círculo se representaron pequeñas piezas, lecturas públicas y concursos de creación dramática. Las instalaciones teatrales se reutilizaron para celebrar decorosos bailes de máscaras en carnaval, abiertos al público a cambio de la compra de una entrada. Por esta iniciativa, el Asistente fue denunciado al tribunal de la Inquisición y se vio obligado a interrumpir un ciclo de bailes que había tenido una buena acogida entre el público.
Si bien la compañía de Antonio Ribaltó abandonó la ciudad en 1767, la de José Chacón se hizo con la gestión del teatro de la ciudad, representando óperas italianas y comedias y zarzuelas españolas. No obstante, en 1777 redujo su presupuesto y comenzó a perder al público, definitivamente disuadido por las incendiarias predicaciones de fray Diego de Cádiz. En 1778 cayeron las figuras ilustradas del gobierno municipal y del central, por lo que en 1779 fue prohibido el teatro nuevamente. No sería hasta 1793 cuando una compañía de ópera volvió a obtener el permiso para instalarse en Sevilla, aunque muchas otras lo intentaron previamente, ofreciendo sin éxito parte de la recaudación, palcos para las autoridades, emplazamientos arrabaleros y géneros decorosos.
Se trataba de la gestionada por el matrimonio formado por Lázaro Calderi y Ana Sciomeri, cantantes líricos procedentes de Roma que había trabajado en la corte, en Gibraltar y en Cartagena. Llegaron a un acuerdo con las autoridades municipales mediante el cual los espectáculos se atendrían a un orden moral, la tabla de precios se ajustaría a la jerarquía social sevillana, parte de lo recaudado se donaría para fines sociales y los propios empresarios teatrales edificarían un teatro de tres plantas y casi 3.000 localidades a sus expensas, que explotarían durante cinco años para resarcirse de los gastos, diseñado por Félix Caraza el arquitecto municipal. Contrataron a la compañía gaditana de Antonio Hermosilla, de actores españoles, y a la orquesta de los compositores Tomás Abril y José Estruch, de dieciséis músicos de cuerda y viento. El abono de temporada se puso a la venta comprendiendo 120 representaciones. La tarde teatral, que comenzaba a las 18,30 horas, comprendía una comedia intercalada de una loa, un sainete y una tonadilla escénica. Aunque los músicos seglares de la capilla musical de la catedral tuvieron prohibido tocar en los espectáculos profanos, fueron contratados por Calderi en ocasiones.
Lamentablemente, en 1798 el empresario estaba gravemente endeudado por gastos extraordinarios y mala administración, por lo que la dirección del teatro le fue arrebatada y adjudicada a Juan Brull, quien contrató a una nueva compañía incluyendo un cuerpo de baile, pero una epidemia de fiebre amarilla en 1800 provocó el cierre provisional del teatro y una nueva campaña moralista alentada por el nuevo arzobispo Luis de Borbón que atribuía la responsabilidad de la pestilencia a los pecados que el teatro representaba. Ya en 1804 Ana Sciomeri se erigió en la empresaria del matrimonio Calderi, denunciando las malversaciones de su marido, y reivindicó que el teatro debía abrir sus puertas cuando no hubiera rogativas o procesiones, por lo que inició una nueva etapa bajo su dirección que se prolongaría hasta 1808, con una compañía integrada por españoles e italianos para representar tanto comedias como espectáculos musicales. Su marido trabajó para ella en ocasiones, y en otras litigió contra ella por el coliseo teatral, hasta desvincularse completamente del matrimonio. Ana Sciomeri también organizó volatines (espectáculo de variedades compuesto de equilibrismo sobre cuerda, pantomimas mudas, malabarismos y tragafuegos), exhibiciones de caballos amaestrados, experimentos de magnetismo o de física, y habría realizado bailes públicos si hubiera encontrado el apoyo de las autoridades municipales, hasta que la crispación social que desencadenó la invasión francesa de España llevó al cierre del teatro y así continuó durante años a pesar de la insistencia de Ana Sciomeri.
En definitiva, la ópera experimentó en Sevilla las mismas dificultades que el teatro, puesto que eran espectáculos representados indistintamente por las mismas compañías en los mismos espacios: tuvieron como enemigos a la conservadora Iglesia y al cabildo concejil de la ciudad, que se oponía por defecto a las iniciativas del Asistente para defender tradiciones y privilegios, por lo que el asunto escénico no fue más que el pretexto para evidenciar las tensiones internas entre conservadurismo e Ilustración, entre centro y periferia. Estos enemigos convirtieron la historia del teatro en Sevilla en un rosario de cierres y reaperturas a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Por el contrario, la vecina Cádiz demostraba un dinamismo teatral admirable en las últimas décadas de la Edad Moderna, y las compañías de actores no dejaron de asediar al gobierno sevillano para que levantase la prohibición, en su camino entre Cádiz y Madrid. En los años de representaciones, las óperas propiamente dichas no abundaron y los títulos internacionales no fueron muchos, porque los recursos disponibles y el público no lo favorecieron. En cualquier caso, no faltaron los números y veladas musicales organizadas por particulares en sus casas.
Autora: Clara Bejarano Pellicer
Bibliografía
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PLAZA ORELLANA, Rocío, Los espectáculos escénicos en Sevilla bajo el gobierno de Godoy (1795-1808), Sevilla, Diputación de Sevilla, 2007.