Es curioso observar el escaso protagonismo atribuido hasta el momento a Andalucía en la mayor parte de los estudios sobre la política exterior de la Monarquía Hispánica durante el gobierno de los Habsburgo. A lo sumo, los historiadores se han contentado con subrayar el apoyo incondicional ofrecido por la elite andaluza a la activa participación de la corona en los principales conflictos europeos financiados, en gran medida, gracias a la masiva afluencia de metales preciosos canalizados desde la Baja Andalucía sin la que hubiera sido difícil acudir a los innumerables compromisos derivados de la defensa de los intereses dinásticos o a favor de la causa católica en los enfrentamientos confesionales que asolaron el continente. Andalucía se nos describe, por lo tanto, como uno de los territorios que mayores recursos destinaron a financiar tan costosa política exterior y, debido a la presunta pasividad de su población y a la aceptación con la que fue afrontada la creciente presión fiscal, como uno de los territorios responsables de la puesta en marcha de una política exterior en apariencia alejada de los intereses generales del país. Conviene, no obstante, matizar estos planteamientos al objeto de comprender cuáles eran las razones que estuvieron detrás del sostén ofrecido por los reinos andaluces a la política exterior de los Austrias y el papel protagonista de dichos territorios para la puesta en práctica de la activa política de guerra económica aplicada por la Monarquía Hispánica como una de las más eficaces armas para doblegar a sus enemigos o impulsar a una negociación diplomática ventajosa.
Una vez concluido el enfrentamiento contra los reinos musulmanes de la península con la toma de Granada en 1492 y gracias al clima de entendimiento con Portugal hasta 1640, Andalucía se vería libre de los perniciosos efectos de la guerra en su territorio. Salvo el sangriento conflicto derivado de la rebelión de las Alpujarras entre 1568 y 1570 o los ataques puntuales efectuados por la piratería berberisca en sus costas o por los efectivos navales anglo-holandeses en el puerto de Cádiz, Andalucía experimentó, al igual que el resto de los reinos ibéricos, un periodo de inusitada calma que contrastaba con el endémico estado de guerra vivido por los dominios flamencos e italianos bajo la jurisdicción de la corona.
El papel subsidiario otorgado a Andalucía en la conformación de las líneas generales de la acción exterior de la corona reposa, en gran medida, en el impulso experimentado por aquellos planteamientos historiográficos que ponen el acento en el papel determinante jugado por la Corte. Así, Manuel Rivero, uno de los principales representantes de esta línea de análisis, no duda en describir las complejas relaciones exteriores europeas entre los siglos XVI y XVIII como una mera sucesión de disputas y alianzas entre casas reales por lo que Andalucía, libre de cualquier tipo de contencioso dinástico, desaparece de este tipo de cuadros explicativos. Además, visto que la Monarquía Hispánica se presenta como un heterogéneo agregado de territorios vertebrados en torno a un universo multipolar de cortes desde donde los delegados reales, virreyes y gobernadores, entraban en contacto con el entramado corporativo local, los reinos andaluces acaban por jugar una mera función auxiliar. Salvo la breve pero fastuosa estancia de Carlos V en Sevilla y Granada entre 1525 y 1526 o las fugaces visitas reales de Felipe II en 1570 o de Felipe IV en 1624, dicho territorio careció de un núcleo cortesano activo desde el que canalizar el favor real e influir en la toma de decisiones.
Dicho enfoque, tiende a minusvalorar el peso indiscutible desplegado por otros centros de poder que, a pesar de su alejamiento de la corte, resultaron fundamentales a la hora de consolidar la posición hegemónica alcanzada por la dinastía Habsburgo en el continente. No olvidemos que, junto a ciudades como Madrid, Milán o Bruselas, la corona contaba también en su seno con algunos de los principales núcleos financieros y mercantiles de la Europa del momento. Amberes, Sevilla y Génova -que desde el acuerdo firmado entre Andrea Doria y Carlos V en 1528 se mantuvo en la órbita de la corona española- entretejieron una tupida red de intercambios en el interior de la Monarquía y ofrecieron toda una serie de recursos económicos y de servicios logísticos sin los que hubiera sido imposible asegurar la comunicación entre los dispersos territorios de la corona o permitir el envío de hombres, dinero o pertrechos militares hacia los múltiples escenarios bélicos de una monarquía en permanente estado de guerra.
La privilegiada posición estratégica de Andalucía entre los dominios mediterráneos y atlánticos de la Monarquía Hispánica, consolidada gracias al monopolio ejercido por la zona del Bajo Guadalquivir para regular y canalizar los cuantiosos beneficios procedentes de la expansión ultramarina, convirtieron dicho territorio en un dinámico centro de atracción de hombres de negocios y de capitales y en uno de los más preciados enclaves para el mantenimiento del sistema imperial hispánico. Andalucía no era tan sólo la vía obligada de entrada para acceder a los cada vez más lucrativos mercados americanos y, por ende, a las partidas de metales preciosos, sino que concentraba asimismo algunos de los más dinámicos centros urbanos de la corona de Castilla. La canalización de sus apreciados productos agrarios o de sus valiosas manufacturas y la creciente demanda de todo tipo de productos europeos explica el interés de las principales potencias europeas por impulsar una activa diplomacia mercantil mediante el establecimiento de consulados capaces de velar por los intereses de sus hombres de negocios. No en vano, en la puesta en marcha por parte de la corona de toda una batería de medidas de guerra económica destinadas a doblegar a sus múltiples enemigos, será en Andalucía donde los apresamientos de naves y los embargos de bienes afecten de modo más contundente a las naciones sometidas a tales expedientes punitivos.
Ahora bien, el deseo de entorpecer las numerosas transacciones efectuadas por franceses, ingleses, holandeses y, posteriormente, portugueses en unos mercados tan estratégicos se enfrentaba a importantes limitaciones y podía ser sorteado gracias a la acción de los intermediarios locales. José Alcalá Zamora, que ha enfatizado con acierto la dependencia estructural que padecían los mercados españoles con respecto a una serie de productos procedentes del norte de Europa como los cereales, el cobre o los pertrechos navales, recoge las elocuentes consideraciones de Francisco Retama, vecino de Jerez de la Frontera, que en un memorial enviado a Felipe IV en 1623, en plena ofensiva contra las Provincias Unidas, advertía sobre la problemática aplicación del embargo pues: “sin los tratos y negocios de las naciones extrañas de Europa es imposible vivir, porque a estos reinos les falta trigo, cáñamo y otros géneros”. Si a tales carencias les sumamos el interés de los comerciantes radicados en Andalucía por abastecerse de manufacturas y de productos elaborados a precios sumamente competitivos o el deseo de los productores locales por lograr una adecuada distribución en los mercados europeos de las apreciadas partidas de sal, lana, vinos o frutas de la zona son fáciles de comprender las airadas protestas que, desde diversos frentes, provocaba la puesta en marcha de toda medida prohibicionista. La guerra económica no sólo suponía graves distorsiones y problemas de abastecimiento en mercados tan atractivos como el americano, sino que acarreaba también una consistente reducción de los intercambios y, como consecuencia, de los ingresos fiscales de los que se beneficiaban tanto los arrendadores de los Almojarifazgos como la propia hacienda real. Por su parte, y como ha subrayado Antonio Domínguez Ortiz, las autoridades locales, en vez de aplicar con el debido rigor la legislación represiva, se erigieron en garantes de las comunidades de comerciantes extranjeros a las que consideraban como uno de los principales focos de prosperidad. Actitud semejante a la llevada a cabo por la casa de Medina Sidonia que, a pesar de actuar como la principal autoridad militar en la Baja Andalucía, se esforzó por atraer hacia sus dominios señoriales a los comerciantes foráneos gracias al menor rigor de los controles y al recurso a una política aduanera menos gravosa.
Las múltiples barreras que se interponían para la aplicación de una efectiva política de guerra económica en Andalucía y los problemas de desabastecimiento -que intentaron paliarse mediante la concesión de licencias de entrada sobre determinados productos vedados- no desalentaron a la corona que optó por endurecer y ampliar las medidas represivas. La puesta en marcha del Almirantazgo del comercio de los países Septentrionales con la Provincia de Andalucía y el Reino de Granada en 1624 o el reforzamiento del control aduanero mediante una extensa red de veedores de comercio bajo la jurisdicción del Consejo de Guerra dotaron de mayor efectividad el recurso a una sistemática política de embargos comerciales en contra de los enemigos de la Monarquía. El temor que suscitaban los efectos negativos de una posible ruptura con Madrid y la posición ventajosa en tan lucrativos mercados que, por el contrario, podía derivarse de un buen entendimiento con la corona española eran la prueba palpable de la efectividad de dichas medidas de presión. Lejos de responder a la aplicación de un programa de gobierno de tintes mercantilistas, destinado a proteger los mercados manufactureros españoles de la competencia extranjera o a evitar la salida de metales preciosos fuera del reino, se trataba sobre todo de primar a unas comunidades mercantiles sobre otras mediante la concesión de privilegios a los aliados y de nuevas barreras contra los enemigos.
La indiscriminada utilización de las transacciones comerciales como arma de presión política acarreó, a la postre, un alto grado de desconfianza e impulsó de manera desproporcionada el recurso al contrabando. La corona respondió con un reforzamiento de las medidas punitivas y con la exigencia de certificados de origen en los que se debía especificar la procedencia de todas las mercancías que entraban por los puertos bajo su jurisdicción. La consecuencia fue un mayor aumento de las actividades fraudulentas, pero resulta innegable que las medidas lograron, en parte, sus objetivos. Como ha puesto de manifiesto Jonathan Israel para el caso de las Provincias Unidas, dicha política tuvo efectos demoledores en el emporio mercantil neerlandés tras la reanudación del conflicto con la corona en 1621 al encarecer los fletes y dificultar sobremanera las transacciones de sus hombres de negocios en la zona, por lo que actuó como un factor determinante para impulsar la firma de un acuerdo de paz con la Monarquía Hispánica en 1648.
Autor: Manuel Herrero Sánchez
Bibliografía
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