Desde el singular año de 1492, y hasta mediado el siglo XVI, Granada se convirtió en exponente del poder de la Monarquía al ser la ciudad extraordinariamente premiada por los reyes católicos y que se convirtió en principal ciudad de Corte. Y su nieto Carlos, heredero de tal modelo, continuó con el programa de reforzar el valor simbólico de la capital para alcanzar su momento culmen con motivo de la visita realizada a ella en el año 1526.

El Emperador entendió como la mejor práctica de gobierno la constante necesidad de recorrer los caminos de sus reinos para el mejor gobierno de sus súbditos y muy pronto, al poco de ocupar el trono, ya surge la primera idea de viajar a Granada pues en 1517 manifiesta por carta a Cisneros su intención de visitar a la ciudad junto con también Córdoba. Años después madura la idea, y así escribe en 1525 a Martín de Salinas y en octubre de aquel año ordena al presidente y oidores de la Chancillería granadina «que arreglen las calles como correspondía a su ornato», preparando al Generalife y las huertas y casas reales alhambreñas con motivo de su posible estancia. Sin embargo, hasta marzo del siguiente 1526 no va a surgir el momento propicio del traslado a Granada con motivo de la celebración en Sevilla del enlace entre el emperador Carlos y su prima Isabel de Portugal. La proximidad entre ambas ciudades posibilitaba cumplir con el proyecto, y así, de modo anecdótico, en mayo el monarca escribe al duque de Borbón «me voy a Granada a buscar el fresco», cuando en realidad la frase ocultaba a otras razones prácticas, de mayor peso, destacando la necesidad de «huir» de la epidemia extendida por el reino hispalense para lograr refugio en un lugar con clima más benigno.

Adoptada la decisión del traslado, y cumpliendo con el protocolo habitual, los aposentadores reales fueron enviados a Granada para preparar a la Alhambra junto con las fondas, pensiones y casas particulares con el fin de acoger al numeroso séquito regio y a la administración. También hubo un intercambio de información entre el concejo granadino y sevillano sobre la compra de telas y preparación de los palios y ornatos requeridos en tan singular acontecimiento, disponiéndose además el arreglo del camino vecinal de Santa Fe, el ensanche de calles y el adecentamiento de la Puerta de Elvira que debía servir de entrada principal de la comitiva, además del acondicionamiento de la plaza Bibarrambla al ser el gran espacio escénico. 

El primer día de junio los reyes prácticamente culminan su viaje al alcanzar la próxima ciudad de Santa Fe, sin embargo, han de permanecer en ella varios días a la espera de que Granada finalice los preparativos de su llegada.

Su entrada en Granada tuvo lugar el día 4 del mes y las crónicas reflejan el brillante acontecimiento de aquella jornada con su esplendor: los moriscos de las alquerías vecinas asomaron al camino para ver el espectáculo de la comitiva, acompañando con sus instrumentos y con la algarabía, la ciudad recibió a los reyes con los representantes del cabildo y el acompañamiento de maceros, trompeteros, ministriles, estandartes, significándose la figura del alcalde mayor el aguacil mayor, con los jurados y contadores, todos revestidos de naranja y con fondo de raso plateado en sus ropas; uniéndose los caballeros veinticuatro de rojo carmesí y damasco blanco, y los miembros de la Chancillería y Real Audiencia con vestimenta en oscuro.

Fue Luis Hurtado de Mendoza, en calidad de capitán general de reino, rindió tributo a sus reyes mediante la tropa formada por 2000 jinetes e infantes y acompañada de sus banderas y armas; pero también, y como contraste, participaron en la adhesión de aquella jornada los moriscos granadinos que con sus danzas y leilas expresaron su fidelidad al emperador.

La Puerta de Elvira fue el «arco triunfal» de entrada en Granada, siendo engalanada con las armas de la ciudad y colocando en ella a un altar con «un valioso crucifijo» donde el Emperador juró «defender los privilegios, usos y buenas costumbres de los granadinos» mientras que Mondéjar, en nombre de todos y por decisión del propio rey, fue quien pronunció la salutación de la ciudad al monarca. Renglón seguido Carlos e Isabel, ya cubiertos bajo un palio de pedrería con flecos de oro y varales de plata, penetraron en la ciudad por el eje esencial de calle de Elvira hasta llegar la Iglesia de Santa María de la O, la cual aún conservaba su anterior planta de mezquita, donde les esperaba el cabildo catedralicio. En ella se celebró una función religiosa y ya de noche se dirigieron para descansar a la Alhambra con la ciudad iluminada por hachones.

En aquel acto de entrada en la capital, en apariencia formal, subyace un hecho trascendente para comprender la situación: Granada y su territorio, integrada en 1492 en Castilla, no poseía el modelo institucional de unas Cortes y era representada en las del reino castellano mediante el derecho a voto que le fue concedido de modo privilegiado. Sin embargo, el emperador quiso expresar ante sus súbditos granadinos el tradicional pacto sellado entre rey/reino, evocando el protocolo al juramento vallisoletano de 1518 por el cual Carlos fue proclamado monarca.

También cobra significado una visita que se situaría lejana a la romántica versión del «viaje de novios» de Carlos e Isabel que algunos aún defienden: el poder viaja y su máxima expresión era la presencia física del rey ante su pueblo, con su fuerza y carisma. La intención del emperador era la de conocer a la diversidad de sus posesiones y en ellas resaltaban las peculiaridades del último reino islámico peninsular. Pero también, de modo inverso la impronta de Granada hubo de dejar huella en la propia personalidad del monarca: Carlos, quien por toda la Cristiandad era reconocido como su Defensor y nació en el lejano Gante, el corazón de Europa, hallaría en los dominios de la Monarquía a unos súbditos de origen islámico en los que pervivía el Al-Andalus pues tan solo habían transcurrido 34 años desde el fin de la Granada Nazarí.

De modo simbólico la Alhambra sirvió de alojamiento regio y es Pedraza quien relata la visión desde ella de la ciudad por el Emperador: «desde las ventanas miró la grandeza […] y dijo que si bien se había holgado de ver todas las ciudades del Reino, de ver esta había recibido particular gusto» con el lamento clásico de afirmar «desventurado del que tal perdió» y destacando el interés de Carlos por conservar al recinto alhambreño al destinar 300.000 maravedíes anuales de los bienes habíces para su mantenimiento pues «ay mucho daño, e por ser como es edificio tan suntuoso e de tanta calidad».

La Corte se distribuyó por el recinto palaciego y también la ciudad, convirtiendo además a Granada en eje cultural del Renacimiento al contar, entre otros, con figuras en la diplomacia como eran Baltasar Castiglioni, Andrea Navagiero o el polaco Juan Dantisco. Además, con los reyes llegan Alonso de Berruguete, el poeta y soldado Gutiérrez de Cetina, el reconocido Boscán, la gran figura de Garcilaso de la Vega, Lucio Marineo Sículo o Alfonso Valdés. De hecho, es aquí donde la literatura hispana incorpora a la poesía de gusto petrarquizante.

Una serie de medidas adoptadas trataron de abordar los problemas del reino granadino, destacando sobre todo la cuestión morisca que también afectaba a otros territorios pues 1526 es el año de la conversión obligatoria para los musulmanes de la Corona de Aragón tras sus revueltas y con un pacto de diez años en el que quedan exentos de la jurisdicción inquisitorial. Carlos V va a conocer de modo directo y por primera vez su cultural y capacidad productiva, caso de la sericultura, lo que pudo hacerle cambiar de opinión en pro de una relativa benignidad; también conoce a las zambras y debido a su curiosidad por el mundo islámico ordena en Granada componer un Vocabulario hispano-árabe existente en Simancas. Lo cual no niega una cierta resistencia morisca hacia la visita, ya que no todos cumplen la obligación de engalanar las casas en el barrio albaicinero e incluso en abril, unos días antes de la visita, hubo alborotos y riñas, con una muerte en la Carrera del Darro y la intervención de Mondéjar.

Los numerosos atropellos hicieron que los moriscos redactaran al rey un Memorial sobre el incumplimiento de las Capitulaciones que tres regidores descendientes de estirpe islámica granadina le entregaron. A Carlos V le escandalizó la situación y nombró una comisión con Gaspar de Ávalos, obispo de Guadix, y con fray Antonio de Guevara, predicador del rey, para realizar una visita-informe del Reino. Las conclusiones fueron lamentables: los abusos eran terribles y la mayoría de moriscos, aún bautizados, en privado seguían siendo musulmanes. En consecuencia, fue convocada por el emperador en la Capilla Real la Católica Congregación, contando con Alonso Manrique, arzobispo de Sevilla e Inquisidor General, ayudado por el licenciado Valdés del Consejo de la Suprema, junto con las más altas dignidades eclesiásticas.

Para la minoría morisca las conclusiones fueron muy duras ya que se sancionaron las prácticas prohibidas y se les negó poder reclamar las capitulaciones al haber apostatado de su religión. Se les perdonan los delitos, pero con el fin de erradicar a sus viejas costumbres musulmanas se prohibieron diversos comportamientos reafirmando las antiguas restricciones. Además, con el fin de su control, se trasladó el Tribunal de la Inquisición de Jaén a Granada. Sin embargo, los moriscos ofrecieron un servicio extraordinario de 80.000 ducados al emperador, más tributos ordinarios, con el fin de lograr que se les permitiese continuar con las costumbres; y Carlos V, siempre necesitado de fondos, les otorgó una moratoria antes que aplicar las medidas más duras.

Otro hecho de singular importancia, e incardinado en situación morisca, fue la instauración por real cédula de 7 de diciembre del Estudio General del que surgiría la Universidad de Granada, la única institución educacional universitaria que fue fruto de una fundación real plena, y que surge con una clara vocación misionera al destinarse a acelerar el proceso integrador de la minoría morisca.

La alta política también ocupó el tiempo en Granada, como fue el caso de la remodelación del Consejo de Estado para dar entrada en el gobierno de la Monarquía a figuras castellanas; a lo que se uniría en otro ejemplo la redacción de las nuevas Ordenanzas de Indias, que trataron de controlar los abusos sobre los indígenas.

Desde la Alhambra se trazó la estrategia de una política internacional cuyo eje principal eran los asuntos de la península italiana. La intensa actividad diplomática tuvo su reflejo en los numerosos embajadores y emisarios que pululaban por la Corte carolina, pero aquellos meses frustraron la máxima aspiración en el emperador del reconocimiento por la cristiandad de su autoridad suprema en pro de una ansiada paz universal.

Era alarmante la desleal de Francisco I, devuelto a Francia en enero de aquel año tras la firma de Tratado de Madrid, pues impedía a Carlos prestar atención al frente Mediterráneo hasta a afirmar que «harto turco tenía él entre las manos con el rey de Francia»; máxime cuando era incuestionable el peligro otomano e incluso la Corte en Granada vistió de luto al conocerse la derrota del cuñado del emperador, el rey Luis de Hungría, tras ser derrotado por Solimán el Magnífico en la batalla de Mohács.

Los franceses, incumpliendo los acuerdos y pactos, instigaron los problemas del Milanesado y no cejaron en sus ataques a la Lombardía, Navarra y Picardía, pero mayor gravedad tuvo la formación de una liga antiespañola por la traición del pontífice Clemente VII, quien acusaba a España de todos los males de Italia. El desafiante Breve papal de 23 de junio dejó clara la pretensión por Roma de seguir manteniendo el poder espiritual y temporal de la cristiandad, desafiando así al poder de Carlos, y su respuesta fue en el Memorial de Granada de 17 de septiembre, en el que el emperador, a través de su secretario Valdés, manifestó que el lenguaje del pontífice «no era cristiano» y debía ser corregido y reformado por un Concilio que, de celebrarse, supondría destituir al papa con el consecuente vendaval en el orbe católico.

Como contraste hubo tiempo granadino para la diversión de la pareja real: en la Alhambra sucedieron fiestas en la que participó toda la Corte, destacando el sarao organizado el 6 de julio en honor a Federico II del palatinado en los jardines del alcázar «con música y cantos de moros». Desde el recinto palaciego contemplaron las luminarias de la noche de San Juan con la «ciudad vestida a lo castellano y lo morisco» y asistieron a las celebraciones en plaza pública de escaramuzas y triunfos, además de una lidia popular con los seis toros previstos para el Corpus que acabó en tragedia al morir tres hombres por cornadas.

Es bien conocido que Carlos adoraba el buen comer, en especial la carne pese a sus problemas de masticación, por lo que trajo a Granada a sus cuatro maestresalas de los Países Bajos, además de Álvaro Osorio, incorporado en 1521, y los encargados de las viandas. De hecho, poseemos el menú en su estancia del nutrido banquete celebrado en junio con cordero, choto, ternera, buey, liebre, conejo, capón… tratando de no comer carne de cerdo en la ciudad morisca. Pero su recreo preferido era cazar cerca de la Alhambra y en el Soto de Roma; incluso perdió persiguiendo a un jabalí por una sierra cercana a la Vega, sin que nadie escuchara su petición de ayuda, y deambulando llegó a un sitio de moriscos donde fingió ser un mercader de Málaga para que uno de ellos le acompañara hasta la puerta de Granada. Ya era de noche, y la ciudad mantenía fogatas, repicando las campanas para que Carlos pudiese volver.

El 15 de septiembre la Corte conoció el embarazo de la emperatriz cuyo fruto fue el nacimiento en Valladolid del futuro Felipe II. Por prudencia y consejo médico la reina Isabel hubo de guardar reposo y se trasladó con su séquito al Monasterio de San Jerónimo a extramuros de la ciudad. Sin embargo, según una tradición mantenida hasta hoy la causa fue un terremoto que supuestamente se sufrió a inicio de julio y del cual hoy se puede dudar. En realidad, el recinto elegido por sus dimensiones posibilitaba el alojamiento del amplio séquito portugués que acompañaba a la emperatriz, lo cual se unió a la razón práctica de cuidar la espera del heredero.

El 10 de diciembre de 1526, superado el medio año de estancia en la ciudad, Carlos V e Isabel de Portugal partieron de Granada para ya no regresar a ella con vida. En la capital quedó la huella de la decisiva estancia carolina y el símbolo de la posterior construcción del Renacentista Palacio de Carlos V; que se alzaría en el corazón de la Alhambra con el fin de unir a la Casa Real Vieja y la Nueva en una emblemática expresión edilicia del poder del emperador.

 

Autor: Francisco Sánchez-Montes González


Bibliografía

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