Las catedrales en la Edad Moderna eran instituciones colegiadas formadas por diferentes cuerpos. Una de ellas era la de los mozos de coro, esto es, niños varones destinados al servicio de la liturgia durante su infancia a cambio de una educación, dirigidos por el sochantre, los cuales protagonizaban la fiesta del obispillo el día de San Nicolás. Los seises eran un grupo selecto de mozos de coro, caracterizado por sus cualidades musicales y buenas voces. Se trataba de un número variable entre dos y dieciséis niños, que en Sevilla se fijó en diez en 1565, con edades comprendidas entre los 6 y los 10 años. En las fuentes históricas se les llama mozos de coro, cantorcillos, cantorcicos y desde la segunda mitad del siglo XVI seises o seyeses. El número de seis niños titulares se convirtió en paradigmático desde los primeros tiempos, aunque también existían otros cuatro supernumerarios para cometidos especiales.

Si bien existían mozos de coro al servicio de las catedrales desde sus orígenes medievales, el fenómeno de los seises tuvo su nacimiento en Florencia en el siglo XV por fundación papal, y muy poco tiempo después comenzaron a aparecer en otras catedrales como la de Sevilla. Los seises son una realidad en múltiples catedrales en la Edad Moderna, dentro y fuera de Andalucía. En Toledo había seises desde época visigótica: en el rito mozárabe, los niños desempeñan un gran papel. En el siglo XV, el cardenal Jiménez de Cisneros intentó recuperar este rito, y de resultas el cardenal Silíceo fundó en 1545 la escuela de seises toledanos. En la catedral de Granada existen seises desde al menos 1520, según la Consueta o código musical de la Catedral de Granada, y desde 1535 fueron seis. También hubo dos seises en la catedral de Córdoba, cuatro en la de Málaga desde 1562, y cuatro en la de Jaén desde 1548.

En los primeros tiempos, acudían a diario a la catedral para vestir el uniforme, ayudar en la liturgia y recibir clases en alguna capilla. No fue hasta el siglo XVI cuando diversas catedrales fueron creando colegios internos para ellos. En el caso de Sevilla, en 1526 el arzobispo Alonso Manrique fundó el colegio del Cardenal o de San Isidoro, pero en poco tiempo la formación de los seises recayó sobre el propio maestro de capilla o director de la capilla musical, quien a cambio de una ración debía educarlos en su propia casa, bajo su tutela. Debido a que suponía una responsabilidad demasiado pesada para el maestro de capilla, se acabó creando la figura subalterna de maestro de seises para descargarle de esta tarea. Puesto que era considerado un maestro de segunda categoría, existió una gran movilidad en el puesto. No todos los maestros de seises fueron ejemplares, y se les encomendaban tareas demasiado heterogéneas, por lo que a veces la alimentación, la higiene o la formación de los niños resultó menoscabada. En 1636 los seises dejaron de vivir en casa de los maestros e ingresaron con los niños de coro en el colegio de San Isidoro, aunque allí recibían una educación distinta de la de los mozos de coro -que eran mayores que ellos-, vivían apartados con su maestro y llevaban un uniforme rojo distintivo. Recibían clases tanto de música como de moral, latín y gramática, y debían simultanearlas con su servicio en las horas canónicas en la catedral. El colegio de San Isidoro dejaría de existir en 1820, víctima de los recortes presupuestarios en la Iglesia, y los seises volverían a vivir en sus domicilios.

El maestro de capilla era el encargado de reclutar a los seises, aunque el cabildo contara con la última palabra tanto en la admisión como en el despido. No sólo eran oriundos de la ciudad, sino que podían provenir de lugares muy lejanos, del medio rural… El maestro de capilla viajaba a otras ciudades para cumplir su reclutamiento, o un representante suyo. Los seises eran presentados por sus familiares o conocidos como aspirantes a la plaza. Se requería que previamente supieran leer y escribir y tuvieran una buena voz que alcanzase registros agudos. Hubo niños de buena voz vendidos por sus padres al mejor postor para seises, porque las catedrales competían entre sí por ellos. No se conoce que la de Sevilla castrara a ninguno, pero sí se hablaba de capones de otras catedrales cuando se salía a buscar aspirantes. Precisamente porque sus funciones eran eminentemente musicales, los seises dejaban de serlo cuando mudaban la voz, en la pubertad. Recibían una gratificación y se les despedía: para que no quedasen desamparados y no se desaprovechase la formación litúrgica que habían recibido, en la catedral de Sevilla existían becas o “prebendillas” para que algunos de ellos continuasen sus estudios en el colegio de san Isidoro y posteriormente en los estudios superiores de san Miguel, con vistas a convertirse en clérigos. Algunos lograron continuar en la música al incorporarse a la capilla musical como cantores.

Los niños seises tenían encomendadas tareas especializadas en música: por lo general cantaban en las horas del Oficio Divino junto con los canónigos, interpretando la voz de tiple o soprano y la de alto o contralto, y en ocasiones especiales también ejecutaban una danza religiosa en el altar y en procesiones. Eran seleccionados por la calidad de su voz, pero no fueron castrados, salvo muy excepcionalmente durante el siglo XVII, aunque las leyes civiles y eclesiásticas lo condenaban. También podían ayudar en las tareas de servir el altar junto con los otros mozos de coro. Además de mantenerlos y educarlos, se les estimulaba con salarios especiales, subvenciones y premios con motivo de fiestas o acontecimientos, por su habilidad y buenos servicios.

Su papel público más relevante tenía lugar en la festividad del Corpus Christi, porque formaban parte de la procesión, antecediendo al Santísimo Sacramento en el punto álgido del cortejo. Constituían la danza religiosa que aportaba el cabildo de la catedral, diferente a las demás porque no era mixta ni portaba máscaras ni música de instrumentos populares. Ejecutaban su baile antes y después de la procesión, y durante la misma, en algunas de las estaciones en que la procesión se detenía. Los seises bailaban en el trascoro ante la custodia primero, en segundo lugar ante al arzobispo, y en tercer puesto ante el Cabildo y el tribunal de la Inquisición, antes de que saliese la procesión del Corpus, en el presbiterio bajo. En 1613 bailaron por primera vez en el altar mayor. Durante la procesión también cantaban villancicos. En los primeros tiempos de la fiesta sacramental, en el Renacimiento, los seises cantaban y tocaban instrumentos vestidos de ángeles con guirnaldas y alas doradas y formaban parte de un conjunto de figuras teatrales en torno a la Roca. Parece que comenzaron a bailar en la procesión a comienzos del siglo XVI, al son de la música religiosa ejecutada por los cantores y ministriles de la catedral. En todas las épocas, la indumentaria de los seises no dejó de cambiar e incorporar novedades y diseños: a mediados del siglo XVI cambiaron las guirnaldas por sombreros, a mediados del siglo XVII tomaron las castañuelas y a fines de la centuria los adornos a la moda en el traje. Antes de adoptar el aspecto de pajecillos cortesanos, los seises llegaron a vestir de pastorcillos, de peregrinos y de ejecutantes de la conocida danza de espadas.

Durante la octava del Corpus, los seises de Sevilla cantan y bailan en las vísperas solemnes de cada día desde 1613, por fundación de Mateo Vázquez de Leca. También actúan en la octava de la Inmaculada desde fines del siglo XVI, con atuendo azul celeste, por fundación de Gonzalo Núñez de Sepúlveda, así como en el triduo de carnaval desde 1695 por fundación de Francisco de Contreras y Chaves. A su vez, intervenían en toda clase de fiestas religiosas o monárquicas que celebrase la catedral, en autos o representaciones, en las siestas musicales o conciertos sacros vespertinos de algunos períodos festivos, en la fundación del culto mariano que la catedral de Sevilla celebraba todos los sábados, e incluso sus servicios fueron cedidos para algunas fiestas particulares.

Los seises no han conservado su danza incólume, sino que ha ido sufriendo transformaciones a lo largo del tiempo, en especial en el barroco, en el que el público demandaba novedades. La danza de los seises se transmitiría entre generaciones de seises y cada maestro haría sus arreglos de acuerdo con la música con pasos y figuras tradicionales. Desde hace ya siglos, la danza se inicia con los niños en dos filas enfrentadas, con el sombrero bajo el brazo y las castañuelas en las manos. Los más bajos se sitúan en el centro de las filas. Como solía suceder en las danzas europeas de salón en el Antiguo Régimen, los brazos siempre permanecen caídos, y para suplir el salto se levantan sobre las puntas de los pies. Es una danza de combate, simula dos filas que se enfrentan, pero también traza símbolos aéreos de significado religioso para Simón de la Rosa o Herminio González Barrionuevo, aunque José Sánchez Romero y Castellanos de Losada han sugerido que el baile tuviese su origen con influencias mozárabes o judías. Los motivos geométricos se han podido tomar de la cerámica y el arte árabe de Sevilla. La posición de salida en dos filas enfrentadas procede de la seguidilla. La danza de los seises sevillanos proviene del Renacimiento, con pasos italianos simples hacia adelante y al lado, y algún giro en el sitio al final de frase. Son pasos lentos, sólo el giro es rápido. Sus figuras se denominan cadenas, calados, cruces, ese y alas. Su coreografía se construyó con figuras y pasos de las danzas del Renacimiento y el Barroco que constituían su entorno: la danza de espadas, las danzas de sarao como la pavana, la seguidilla, el minué… Aunque no se conserva la música que danzaban antes del siglo XIX, sabemos que eran villancicos con introducción, estribillo y coplas. Se bailan dos coplas, dos estribillos y dos interludios instrumentales con castañuelas. Éstas se tocaban moviendo las muñecas hacia adelante, con las cuerdas en torno a las muñecas o los dedos. En la catedral de Sevilla y en la Biblioteca Colombina se conservan motetes del siglo XVI que pudieron ser arreglados para la danza de los seises.

La danza de los seises de Sevilla fue puesta en cuestión en la última década del siglo XVII por parte del propio arzobispo de Sevilla, el aragonés Jaime de Palafox, quien prohibió las danzas del Corpus que costeaba el concejo por considerarlas profanas y no apropiadas para espacios religiosos, y asimiló la de los seises a éstas. No obstante, las autoridades locales cerraron filas en torno a sus tradiciones y lograron la supervivencia de la danza de los seises.

 

Autora: Clara Bejarano Pellicer


Bibliografía

AYARRA JARNE, José Enrique, “Los niños seises de la catedral de Sevilla”, en Boletín de Bellas Artes, 42-43, 2014-2015, pp. 61-71.

BEJARANO PELLICER, Clara, Los sonidos de la ciudad: el paisaje sonoro de Sevilla, siglos XVI al XVIII, Sevilla, ICAS, 2015.

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GONZÁLEZ BARRIONUEVO, Herminio, Los seises de Sevilla, Sevilla, Castillejo, 1992.

MORILLAS RODRÍGUEZ-CASO, Juan José, “Los seises de Sevilla”, en LABARGA GARCÍA, Fermín, Festivas demostraciones. Estudios sobre las cofradías del Santísimo y la fiesta del Corpus Christi, Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 2010, pp. 557-570.

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