La lana era una de las principales fuentes de negocios en la Castilla moderna y el producto que proporcionaba a la Corona mayores ingresos aduaneros. El proceso de transformación de la materia prima tras el esquilado se producía en los lavaderos de lanas, donde se eliminaban todo el barro y la suciedad que el animal había cogido en el campo, paso necesario para su cardado e hilado. Su localización exigía la proximidad de una fuente de agua abundante que no se secase en verano, sean ríos o lagunas, e igualmente cierta distancia de la población para evitar enfermedades debido a la contaminación del agua por sus desechos.

Las instalaciones se situaban entorno a uno o varios patios y corrales, en función de su envergadura. Por un lado estaban las dependencias necesarias para el funcionamiento del lavadero: la vivienda del capataz, las oficinas, las cuadras, pajar y almacenes para la leña de la caldera y el aceite utilizado en el lavado de la lana. Por otro, los implicados en el tratamiento de la lana. En primer lugar, los amplios almacenes donde se recibía y pesaba la lana, que después pasaba a los apartaderos para separarla por calidades. Se la trasladaba posteriormente a otra dependencia, donde se la distribuía sobre una superficie plana, o zarzos, sobre caballetes, que solía estar formada por cañas, mimbres o juncos entretejidos, para quitarle a mano la suciedad (paja, pelos, excrementos…). Posteriormente se procedía al batido: apaleo para eliminar la tierra y el polvo.

A continuación se llevaba la lana al patio del lavado para eliminar la suarda o grasa que segrega la piel del ganado ovino y que impregnaba la lana. Para ello se introducía la lana en tinas de aproximadamente un metro de profundidad donde se vertía agua calentada en grandes calderas de cobre. Estas calderas eran las piezas más valiosas de un lavadero, que utilizaban como combustible leña y esparto y solían situarse en un edificio con chimenea y ventana para salida de humos y vapor, aunque en otros casos estaban al aire libre y se lavaba la lana directamente en ellas. El agua debía estar lo más caliente que los operarios pudiesen soportar, puesto que debían introducirse en las tinas para pisar y remover la lana con bastones. En este proceso se vertía aceite de oliva para su mejor desengrasado y suavidad. Después de un reposo, se la prensaba para escurrirla y se la trasportaba a los zarzos para esponjarla. Después se la metía en tinas de agua fría y limpia volviendo a agitarla y a pisarla. Tras escurrir la lana sobre un suelo empedrado limpio e inclinado, se pasaba a una pradera durante cuatro días de sol hasta que se secaba, donde los operarios les daban la vuelta diariamente. Una vez seca, se llevaba la lana a la lonja donde se procedía a su pesado y ensacado, se señalaban las sacas con una letra según su calidad, el signo distintivo del mercader y el lugar de procedencia, y se almacenaban en otra lonja hasta su salida. Todo este proceso requería de una red de atajeas de cerámica que canalizasen el agua desde su fuente natural, de donde era extraída por una noria o una bomba hidráulica, hasta la caldera y las diversas tinas, e igualmente conducían el agua sucia y los desechos hacia el exterior. Las operaciones las realizaban numerosos trabajadores, muchos de ellos especializados, bajo la orden del mayordomo, que era quien los contrataba, llevaba la contabilidad de la lana que entraba y salía, y actuaba de intermediario con los exportadores.

Puesto que la temporada del lavado de lanas ocupaba sólo dos o tres meses en verano, estas construcciones tenían asimismo un carácter residencial y de recreo. Por ello contaban con una huerta adjunta, en parte ajardinada, y una serie de dependencias para uso privativo del dueño y su familia, que podían ser amplias y bien adecentadas. Todo el conjunto estaba rodeado por una tapia y alcanzar una cierta relevancia, e incluso como los segovianos del siglo XVIII podían llegar a ser construcciones semipalaciegas que intentaban reflejar la importancia económica de sus propietarios. Una muestra de ello es que, en su visita a Sevilla en 1814, Fernando VII fue llevado al lavadero de las Tejas Coloradas para pasar un día de campo y comer con el regimiento de inválidos.

En el proceso del lavado la lana merina perdía entre el 53 y el 55% de su peso, por lo que exportarla lavada reducía sensiblemente los derechos aduaneros y los gastos de transporte, embarque y seguros. De ahí que los comerciantes implicados en este comercio lo estaban también en la construcción y administración de lavaderos. En el norte castellano, tenían especial actividad los segovianos y burgaleses, cuya lana lavada se exportaba al norte de Europa por los puertos cantábricos. La lana extremeña se lavaba en los lavaderos cacereños de Los Barruecos, en Malpartida, y de San Miguel, en Arroyo de la Luz, y los lavaderos del Pino y de la Parra en Usagre, Badajoz, y en gran parte se exportaba desde el puerto de Sevilla.

Los pioneros en la construcción de lavaderos en Andalucía desde al menos el siglo XIV fueron italianos, milaneses y sobre todo genoveses, grandes exportadores de lana y aceite desde sus puertos andaluces con destino a Italia y Flandes. En Sevilla los genoveses tuvieron un lavadero desde el siglo XIV, que gozaron hasta el siglo XVII, pero son mejor conocidos, por los trabajos de Girón Pascual y Andújar Castillo, los grandes lavaderos que controlaban en los siglos XVI y XVII en el sureste castellano, en Villanueva de la Fuente, Caravaca y Huéscar que en verano ocupaban más de tres mil operarios. Desde ellos enviaban anualmente entre 40 y 70.000 @ de lana lavada a las ciudades pañeras del norte de Italia, vía Alicante y Cartagena. Estos lavaderos lavaban lana proveniente de Osuna, Ronda, y Córdoba, pese a que en estas plazas también existían lavaderos, que previsiblemente surtirían a sus importantes pañerías locales. La inseguridad del transporte marítimo en el entorno del estrecho y los altos costes del embarque desde Sevilla y Cádiz, harían preferir los largos trayectos por tierra cuando el destino final era Italia.

A mediados del siglo XVII comenzó a decaer el protagonismo de los genoveses y sus lavaderos en el oriente andaluz, en consonancia con la decadencia de las pañerías italianas, ya que no eran más que cesionarios de los grandes importadores desde Génova. En contrapartida, la importancia creciente de la demanda flamenca, llevó a que hombres de negocio de este origen controlasen los lavaderos de lana de Écija, muy activos en el siglo XVI y sobretodos el XVII, que dominaron el lavado de la lana sevillana con destino al Norte. A través del control de los lavaderos ecijanos, lo hicieron también con la mayor parte de la extracción de lana andaluza. También conocemos la existencia de lavaderos de lana en Úbeda, Ronda, Estepa, Puebla de Cazalla, Alcalá del Río y Valverde del Camino.

El auge de la exportación lanera del siglo XVIII, propició nuevas construcciones de lavaderos. En Sevilla desde fines del siglo XVII y hasta el tercer decenio del siglo XVIII se construyeron cinco lavaderos por comerciantes radicados en la ciudad, para lavar y exportar desde Sevilla y los puertos gaditanos la lana de las cabañas ganaderas que aprovechaban los pastos del valle del Guadalquivir y las cordilleras montañosas del sistema penibético, así como también lana de algunas cabañas extremeñas.

 

Autora: Mercedes Gamero Rojas


Bibliografía

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GIRÓN PASCUAL, Rafael María, “Los lavaderos de lana de Huéscar (Granada) y el comercio genovés en la Edad Moderna”, en HERRERO SÁNCHEZ, Manuel, BEN YESSEF GARFIA, Yasmina Rocío, BITOSSI, Carlo y PUNCUH, Dino, Génova y la monarquía hispánica (1528-1713), Génova, Società Ligure di Storia Patria, 2011, pp. 191-202.

GIRÓN PASCUAL, Rafael María, “Lana sucia, lana lavada. Los lavaderos de lana y sus propietarios en la España de la Edad Moderna (ss. XVI-XIX): Un estado de la cuestión”, en Investigaciones Históricas, época moderna y contemporánea, 39, 2019, pp. 209-256.

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