El Reino de Granada fue un escenario propicio para adversidades y desastres naturales y fue sometido a importantes transformaciones a consecuencia de procesos traumáticos como la expulsión de los moriscos, que determinó la despoblación y abandono de asientos en las tahas alpujarreñas de los núcleos superiores a 1.500 metros de altitud y otras muchas áreas de “Sierra y Marinas”, que la repoblación de Felipe II nunca lograron recuperar del todo a nivel demográfico, económico y paisajístico. El siglo XVII marcó un cambio en la climatología, que determinó la desforestación de las faldas alpujarreña y de la Contraviesa, con un importante arrastre de materiales por el Guadalfeo y depósito en el Delta de Motril, que propició la extensión de tierras y del cultivo de la caña de azúcar en la llamada “tropicalización” del espacio. Relatos, crónicas -entre las que despuntan las de Bermúdez de Pedraza y Henríquez de Jorquera por su abundancia de datos-, relaciones de sucesos y avisos, junto con importantes trabajos de campo arqueológicos y las propias fuentes archivísticas, nos permiten conocer con cierto nivel de detalle cómo se desarrollaron este tipo de desastres y adversidades en el medio y el entorno físico del Reino de Granada durante los siglos XVI y XVII. No en vano, en los últimos años contamos con grandes avances en el ámbito de la Historia Ambiental, gracias a estudios como los de Alberola Romá, Orcina Cantos, Martín Vide o Sánchez Rodrigo, en los que se pone de manifiesto la importancia de los cambios climáticos, el modo en que el fenómeno de la “pequeña Edad de Hielo” europea se proyectó sobre la Península y, por ende, en Andalucía, o la enorme influencia del clima en nuestra Historia.
Uno de los problemas más frecuentes fueron las inundaciones y desbordamientos de los ríos. El territorio granadino siempre ha estado sometido a fuertes alteraciones en el régimen hídrico, que dan lugar a largos periodos de sequía frente a otros de fuertes lluvias torrenciales y que se pueden sumar al deshielo. La consecuencia de ello son los escasos recursos fluviales permanentes, con el de mayor capacidad, el Genil, que desemboca en la cuenca del Guadalquivir. Las cuencas hidrográficas de los territorios que actualmente ocupan las provincias de Málaga, Granada y Almería están dominadas por ramblas y torrenteras, sobre todo en el área almeriense, que en épocas de altas precipitaciones agravan la erosión del entorno a causa de las fuertes pendientes. Todo ello, en un contexto donde el manto vegetal se caracteriza por una precariedad de sujeción, con el arrastre de numerosos materiales. Se daban pues, las condiciones propicias, para que se produjesen fuertes lluvias torrenciales e inundaciones como las ocurridas en Loja en 1504, tras las que se tuvo que reparar el puente sobre el río Genil, las de 1603 -que impidieron la siembra del trigo-, las de 1611 y 1614 y la más conocida del 28 de agosto de 1629, gracias a la detallada crónica de Cristóbal Bravo, causante de importantes inundaciones y el desbordamiento del río Darro en la capital del reino, que se llevó numerosas viviendas en el Albaicín y muchas vidas, las que afectaron a la ciudad de Málaga en 1661 con el desbordamiento del Guadalmedina, o las de 1683. También tenemos algunos testimonios indirectos de heladas, como la acaecida posiblemente en 1535, que acabó con buena parte del ganado en el área granadina -según testimonio del marqués de Mondéjar a la emperatriz-, el granizo que en 1611 destruyó gran parte de la cosecha de la Vega granadina o la sequía pertinaz de 1603-1604 que afectó al reino.
Otro tipo de desastres de los que tenemos noticias son los naufragios. El territorio limita con un litoral Mediterráneo abrupto, donde no siempre fue fácil la navegación, por estar abierto a los vientos de Poniente en el área del mar de Alborán. Contamos con numerosos testimonios a partir de informes, memoriales y correspondencia mantenida por la Capitanía General del Reino con la corte, que nos dan referencias aisladas de fuertes temporales que afectaban no solo a la navegación, sino también a las estructuras fortificadas del litoral y ponían de manifiesto cómo Málaga, sede de una de Proveedurías de Armadas y Fronteras, encargada de abastecer a las flotas de galeras y los presidios norteafricanos, presentaba como principal inconveniente frente a Cartagena, la otra sede, su condición de ensenada abierta. Al carecer de un puerto cerrado, el arenal malagueño estaba desamparado ante los importantes temporales que se producían a partir de septiembre, situación que tardó mucho tiempo en solucionarse, ya que las obras del muelle se eternizaron desde que se iniciasen a fines del siglo XVI. En 1561, un galeón se hundía en el puerto de Málaga y morían 440 de los 500 hombres que lo tripulaban. En 1567, 29 naves cargadas con pertrechos rumbo a Italia, naufragaban en dicho puerto azotadas por el levante y 80 personas perdían la vida. No obstante, el naufragio más importante de todos los acaecidos en la costa del reino granadino fue el de la mañana del 19 de octubre de 1562, cuando 25 de las 28 galeras de guerra comandadas por don Juan de Mendoza, que partiendo de Málaga se dirigían a proveer el presidio de Orán, se hundían en la bahía de la Herradura a consecuencia de un fuerte temporal. Cerca de 5.000 personas -dos terceras partes de todos los embarcados- entre soldados, remeros, marinos y pasaje, perdían la vida en uno de los naufragios más importantes del Mediterráneo en el siglo XVI.
Sin duda, tema estrella de la historiografía sobre los desastres naturales en el entorno del antiguo reino granadino es el de los terremotos, bien estudiado, entre otros, por Bernard Vincent o Tapia Garrido para el área almeriense. La presencia geológica del Arco de Gibraltar determina la existencia de una placa tectónica cortical inestable en la separación entre Europa y África, dando lugar a una acusada sismicidad que ha muy quedado patente en las fuentes históricas. El terremoto de 1518 destruía la antigua ciudad almeriense de Bayra -actualmente Vera- y, con más de un centenar de víctimas mortales, obligaba a sus pobladores a buscar un nuevo hábitat al pie del viejo asentamiento, actual “cerro del Espíritu Santo”. La huella del terremoto de 1518 se dejó sentir en las crónicas de la época y en otros testimonios indirectos, como las visitas e inspecciones realizadas posteriormente a las fortalezas y torres de la costa, en las que dejó bastantes daños, al igual que el “más duro terremoto” de la época -considerado uno de los más importantes de la historia en Europa-, el ocurrido en 1522 en Almería y relatado por Pedro Mártir de Anglería o Andrea Navagero. El seísmo destrozó la mayor parte de la ciudad y sus infraestructuras -entre ellas la catedral, fortaleza y sus murallas, muy dañadas-, obligando a su reconstrucción, con un saldo de miles de muertos y numerosas poblaciones de los alrededores afectadas -incluida la Alhambra de Granada-. Ambos fueron seísmos mucho más importantes que el supuesto terremoto de 1526, referenciado y mitificado, con motivo de la estancia imperial en Granada, por fray Prudencio de Sandoval y otros autores del XIX, que achacaron el traslado de la emperatriz Isabel a San Jerónimo al temblor de tierra, aunque estudios recientes descartan su importancia. Tenemos también noticias indirectas, sin confirmar, de posibles seísmos relevantes en 1566-1567, o las referencias que nos da Henríquez de Jorquera para los de 1607, 1614, 1636 y 1646. También contamos referencias del terremoto de fines de 1658, que afectó especialmente a Almería y el área del Cabo de Gata -donde destrozó estructuras fortificadas como el castillo de la cala de San Pedro-, o el del 9 de octubre de 1680, un gran seísmo que, con epicentro en Málaga, se dejó sentir en toda Andalucía y provocó numerosas víctimas mortales en la ciudad.
Precisamente, el terremoto de 1680 ha sido bien estudiado desde la perspectiva de la historia de la religiosidad y las mentalidades por López-Guadalupe y García Bernal, describiendo cómo actuó la iglesia en torno al terror causado por el temblor, a través de sermones, cartas pastorales, relaciones y otras fuentes. Se desplegó toda una estrategia ritual y moral perfectamente dirigida de funciones religiosas, procesiones y misiones espirituales, en las que se desarrolló una verdadera “pedagogía del miedo” que trataba de estremecer las conciencias de los fieles y en la que se dejaba muy claro que solo la iglesia se arrogaba la capacidad de desentrañar esos designios divinos y restablecer el orden natural y moral. Sermones y misiones confesionales explotaban el elevado nivel de superstición de la sociedad confesional del Barroco, a través de prédicas y mensajes que, a la vez que interpretaban los supuestos avisos y señales previas del terremoto, ponían el acento sobre la condición del mismo como un justo castigo por los pecados cometidos, y ante los que solo cabía el arrepentimiento. Ese mismo componente mágico alimentó durante mucho tiempo en Granada supersticiones como las del pozo Airón, al que muchos en la ciudad atribuían la curiosa función de “desahogar” las entrañas de la tierra para evitar los terremotos, razón por la cual no debía estar cegado.
Autores: Antonio Jiménez Estrella y Francisco Sánchez-Montes González
Fuentes
BRAVO, Cristóbal, Relación cierta y verdadera… en razón de la tempestad que uvo en la dicha ciudad, martes en la tarde 28 de agosto deste año de 1629…, Granada, Bartolomé de Lorenzana, 1629. En Digibug: Repositorio Institucional de la Universidad de Granada.
Bibliografía
ALBEROLA ROMÁ, Armando, Los cambios climáticos. La pequeña Edad de Hielo en Espana, Madrid, Cátedra, 2014.
HENRÍQUEZ DE JORQUERA, Francisco, Anales de Granada. Descripción del Reino y ciudad de Granada. Crónica de la Reconquista (1482-1492) y sucesos de los años 1588 a 1646, (estudio preliminar de Pedro Gan Jiménez), Granada, Universidad de Granada, 1987.
VINCENT, Bernard, «Los terremotos en la provincia de Almería (siglos XV-XIX)», Andalucía en la Edad Moderna, Granada, Diputación Provincial de Granada, 1980, pp. 13-49.
LÓPEZ-GUADALUPE MUÑOZ, Miguel Luis y GARCIA BERNAL, Jaime, “El temblor de 1680, entre tradición retórica y pedagogía moderna”, en Baética. Estudios de Arte, Geografía e Historia, 32, 2010, pp. 339-353.