Entre las múltiples figuras de la Monarquía Hispánica moderna, la del juez local es una de las menos conocidas, al menos desde una perspectiva social. Sí nos resulta más familiar el lugar institucional que los jueces locales ocuparon, a partir de obras -algunas ya clásicas-, como la de Francisco Tomás y Valiente sobre el derecho penal de la monarquía absoluta, la de Benjamín González Alonso sobre los corregidores castellanos, o la de José de las Heras Santos sobre la justicia penal de los Austrias. Sin embargo, nos resulta más extraño el perfil social de los individuos que aplicaron la justicia moderna, tanto por lo que se refiere a su origen, formación y trayectoria como por lo que respecta a las características y consecuencias de su actuación en el contexto comunitario.

La cuestión no carece de importancia, si tenemos en cuenta que el juez no fue un mero funcionario encargado de velar por el cumplimiento de la ley. A su función como representante jurisdiccional se unía su condición de agente activo en un contexto social dinámico, facetas inseparables por más que la literatura jurídico-moral de la época insistiera en la existencia de una doble persona del juez, pública y privada, que debían mantener las convenientes separaciones y distancias. A ello hay que sumar, la amplia facultad de los jueces del Antiguo Régimen para interpretar la ley.

La indivisión de poderes propia del Antiguo Régimen, por otra parte, tenía como consecuencia que las facetas del gobierno y la justicia estuviesen estrechamente unidas. El código alfonsino de las Partidas ya aludía a esta doble condición cuando definían a los jueces como “homes bonos que son puestos para mandar et facer derecho”.

El orden político y el orden moral, sin embargo, no estaban disociados. Que la justicia y el gobierno se entendieran como partes de una misma cosa no dependía sólo de una determinada concepción política, sino también de la existencia de un imperativo moral que hacía de la justicia la esencia del buen gobierno.

Así pues, al menos en teoría, gobernar significaba velar por el bien público y, en última instancia, servir a Dios. “En resolución -escribió Castillo de Bobadilla- el intento principal del buen Corregidor, en el qual se incluyen todos los buenos efectos de su Oficio, es el zelo del servicio de Dios”.

En las poblaciones menores, los alcaldes ordinarios, ya fuesen elegidos por sus vecinos o nombrados por el rey, cumplían esa doble función, gubernativa y judicial, sin poder eludir el hecho de que ellos mismos se hallaban también insertos en una trama de relaciones comunitarias determinada por la existencia de múltiples lazos de tipo familiar, de amistad o de simple vecindad.

La extensión del sistema del corregimiento a partir del reinado de los Reyes Católicos tuvo justamente como objetivo garantizar la existencia de jueces imparciales que sirviesen de correa eficaz de transmisión entre el poder central de los monarcas y la política local, condicionada por banderías, parcialidades y toda una maraña de intereses particulares superpuestos, mezclados entre sí y con frecuencia contradictorios.

Los corregidores pasaban así a desempeñar un papel fundamental como representantes de la jurisdicción real en el ámbito municipal, de ahí que se legislara minuciosamente para tratar de impedir que se vieran implicados en el universo de relaciones e intereses locales y para conseguir que mantuvieran su independencia y una completa lealtad al monarca.

No obstante, los jueces debían ejercer la acción de gobierno y justicia sobre una realidad político-social concreta, cuyas variables no podían ignorar ni soslayar, a fin de garantizar la eficacia de su labor y los consensos sociales que su función requería.

Las leyes y la propia literatura jurídico-moral tuvieron muy presente esta perspectiva; a saber, que la tarea de gobernar y la impartición de la justicia deben construirse sobre difíciles equilibrios y delicados consensos sociales; y, al mismo tiempo, que la equidad, el orden y la paz social son los principios y objetivos fundamentales que deben guiar la tarea del buen gobierno.

Veamos, pues, qué dictaban al respecto los discursos normativos. Las Partidas de Alfonso X el Sabio prescribían ya a los jueces que mantuviesen la paz y la justicia en los lugares sobre los que ejercían su jurisdicción:

Establecidos son los adelantados et los otros jueces sobre las tierras et las gentes para mantenellas en paz et en justicia, honrando et guardando los buenos et penando et escarmentando los malos: et por ende deben ellos seer mucho acuciosos en facer servicio lealmente à Dios et à los señores que los ponen en sus logares, guardando todavia aquellos pueblos que les son encomendados que non se levante entrellos mal bollicio nin banderia; et otrosi que non se quebranten las treguas nin las paces que fueren puestas entre los homes; ca maguer hobiesen ellos en si todas aquellas maneras et bondades que desuso deximos que deben haber los jueces para librar los pleytos, non les complirie para facer sus oficios acabadamente si en esto non fuesen acuciosos.

Las Partidas también contemplaban expresamente que, en ciertos casos, los jueces también pudiesen actuar como mediadores: “ca estonce bien lo podrien facer como avenidores et non como jueces ordinarios”. Asimismo, preveían la existencia de una clase especial de jueces, los árbitros, y de mecanismos especiales de arbitraje para resolver conflictos por esta vía cuando existiese acuerdo previo entre las partes.

En la segunda mitad del siglo XVI, la figura y la función del juez se connotan de atributos morales. La citada Política para corregidores de Jerónimo Castillo de Bobadilla es el más claro exponente de esta tendencia. Ya no basta con prescribir cuáles son las funciones de los jueces, las partes del proceso o la tipología de delitos y penas que deben juzgar o a las que pueden condenar, sino también de construir un modelo-tipo de juez, de fabricar un auténtico espejo de virtudes donde éste se mire.

El juez no es sólo, por tanto, el producto de una específica formación concebida para el ejercicio de una función terrenal, sino trascendente. Es también un modelo de virtud: debe ser justo, sabio, prudente, sobrio, modesto, recatado, templado, honesto, casto, manso, de buena conciencia, no avaricioso, ni ambicioso, ni arrogante, ni soberbio, ni hablador en exceso, ni jactancioso.

La virtud y las buenas costumbres son también el sustento de una clase diferente, y por tanto superior, de nobleza, la nobleza política, “la qual se prefiere à la nobleza legal, ó civil, tanto quanto excede la virtud moral à la natural, y la nobleza de las heroicas costumbres, à la de la generosa sangre”. La nueva nobleza de toga integrada por los letrados, surgida al compás del desarrollo de la moderna tecnoburocracia estatal, busca así un marco teórico de legitimación de la posición de privilegio a la que aspira en una sociedad estamental en la que las nuevas realidades políticas y económicas activan movilidades verticales.

No cualquiera, por tanto, puede ser juez. No basta con ser docto en leyes. El juez debe estar adornado por una serie de virtudes del ánimo, del cuerpo y de fortuna. Cualquier hombre impío puede destacar en las Artes, pero la justicia no puede ejercerla nadie que no esté dotado de todas las virtudes. Castillo de Bobadilla cita a fray Domingo de Soto y a Aristóteles para sostener que gobernar (y la del juez, recordémoslo, es función de justicia y de gobierno) es oficio de la prudencia, a la cual son anejas el resto de las virtudes. Así, pues, “no todos, sino sólo los muy escogidos han de ejercer los cargos públicos”.

El primer requisito es que los jueces sean varones, nunca mujeres, “por la fortaleza que han de tener”. La misoginia imperante, de raíz aristotélica y tomista, aflora de forma visible en el texto de Castillo de Bobadilla. La segunda condición es que sean poderosos, para que la justicia sea siempre acatada y temida. La tercera, que sean temerosos de Dios, porque “fácilmente se aparta de la justicia el que no tema a Dios y teme a los hombres, como hizo Pilato”. A lo que el ilustre jurista castellano añade:

No basta (…) que el Juez sea docto, sino que también tema á Dios: porque muchas veces el anima del justo alcanza y discierne mejor la verdad que siete especuladores: y un hombre bueno, aunque solo, libra alguna vez al Pueblo de perdición.

Verdad y justicia, en consecuencia, son categorías inseparables. Mas todas estas virtudes morales debía el juez revestirlas también de gravedad en su comportamiento público y de compostura en su apariencia:

También advierta el Corregidor de no ser amigo de bullicios, ni de inquietud, ni liviano en sus actos, y meneos, y en su andar, sino grave y reposado; porque la quietud aplaca el espíritu y esclarece el entendimiento, y según el Filósofo, el alma en la quietud y sosiego se hace sabia.

El juez debe cuidar de su aseo personal, “porque los hombres no aseados, ni limpios (…), siempre son de torpes juicios”. Y también debe revestir su autoridad de una forma de vestir acorde a ella: “Y como quiera que el Oficio de Corregidor, y Juez Ordinario (…) tiene magestad por el ministerio del Oficio (…), conviene que el Corregidor se vista lustrosa y honradamente, y traiga criados con buen hábito”. Por esta razón, Castillo de Bobadilla aconseja a los corregidores, y especialmente a los letrados, que no usen ropas de color, “que arguyen liviandad, y ofenden los ojos de los hombres graves que los miran, sino convenientes a su oficio y dignidad”. Finalmente, advierte incluso sobre el modo de llevar los cabellos: “Tampoco deben traer los Corregidores, y Jueces los cabellos rizos, teñidos o afectados (afeitados), porque es cosa afeminada”.

La construcción de una imagen ideal de la figura del juez tiene que ver, por tanto, con la dignidad de su función, pero también con la posición a la que debe aspirar en el seno de la comunidad sobre la que rige. Posición de autoridad y de respeto que le permita hacer efectivo su papel intermediario entre el poder real y los súbditos, pero también ejercer ante éstos la labor cotidiana de mediación social que su cargo le impone. Ésta, y no otra, es precisamente la misión fundamental del juez:

¿Quánto mas agradecido -afirma más que pregunta nuestro autor- debe ser al Corregidor que gobierna su Pueblo en paz, y tranquilidad, y hace justicia à las partes sin sangre, alboroto, ni escándalo, y que conserva los súbditos en amor, y concordia, por benevolencia, y buenos medios, que al Corregidor bravo, y recio, y no sé si diga desatinado, que con crueldades, y desafueros, miedos, y bravezas espanta las palomas, como dicen, del palomar, y dexa sola y desierta la República?

La consecuencia lógica de esta concepción sobre la función que debe desempeñar el juez-gobernante es la búsqueda del bien común, constituida en el fin por excelencia del buen gobierno:

…y así tenga el Gobernador cuidado, desde el punto que tomare la posesión del Oficio, de hacer en lo que toca à la gobernación de su República, ó à la administración de la Justicia, todo aquello que convenga al bien universal, aunque sea con daño del suyo en particular; porque quanto el provecho es más general, tanto el fruto es mayor, y de más mérito y obligación.

Y, en esa búsqueda incesante del bien común, una de las misiones fundamentales del juez es, justamente, la de mediar entre las partes enfrentadas en litigio, en aras de la mejor y más pacífica convivencia. Así, cuando Castillo de Bobadilla relaciona sumariamente todo aquello que debe hacer el buen corregidor, señala expresamente: “Concuerde las enemistades y bandos, e impida las cuestiones y rencillas”. Este precepto encierra, en el plano normativo, la función del juez como mediador social y, en el fondo, como agente del proceso de disciplinamiento en marcha, activado por el poder político y fundamentado en preceptos tanto legales como -acaso en mayor medida- morales.

La Política para corregidores fue una obra muy influyente en su tiempo. En ella, a diferencia de otros manuales de procedimiento judicial de la época, como es señaladamente el caso de la Curia Filípica de Hevia Bolaños, de carácter mucho más técnico y jurídico que político y moral, se define un tipo ideal del juez perfecto, un empeño teórico-discursivo en el plano normativo que es preciso, sin embargo, contrastar con las prácticas efectivas a raíz del análisis de los modos de actuación de los jueces en el desarrollo de los procesos judiciales, así como de las formas de actuación política que observaron y de sus consecuencias sociales.

En el rico universo que englobaba la Monarquía Hispánica, no hay que olvidar tampoco el papel que jugaron jueces y corregidores en el mundo americano. Allí regían las mismas prescripciones morales en torno a las cualidades que debían reunir los jueces, aunque teñidas del habitual paternalismo sobre los indígenas y envueltas en las sospechas de venalidad y corrupción que recaían sobre la administración colonial.

Así, Solórzano Pereira escribía lo siguiente en su Política indiana sobre los corregidores de Indias:

El qual, supuesto que les haze como Angeles Custodios de las provincias, i Indios que se les encargan, i les fia la administracion i cuidado de la justicia, i buenas costumbres dellas, ya se ve la obligación en que pone à los que huvieren de proveer i nombrar, de buscar los dignos de tal ministerio, i los nombrados proceder con toda vigilancia, pureza de vida, i zelo de justicia…

Y, respecto a prevenir la corrupción de los corregidores indianos, añadía el mismo autor:

…es, i será siempre muy conveniente, que semejantes oficios no se den à los que los pretenden ansiosamente, i mucho menos à los que los negocian, ó compran por dineros, ó otros caminos torcidos, porque estos de ordinario suelen salir tiranos, i robadores…

Todo el cuidado que se pusiese en la elección de estos magistrados era poco, puesto que, como reconocía el mismo Pereira, muchos de los que pasaban a Indias se dejaban llevar por la codicia de adquirir allí oro y plata para volver ricos a España, y así “atropellan todos los respetos de razón y justicia”.         

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


Bibliografía

GONZÁLEZ ALONSO, Benjamín, El corregidor castellano, 1348-1808, Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1970.

HERAS SANTOS, José Luis de las, La justicia penal de los Austrias en la Corona de Castilla, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1991.

IGLESIAS RODRÍGUEZ, Juan José, “La figura del juez local. Entre representante jurisdiccional y mediador social”, en GUILLAUME-ALONSO, Araceli y PEREZ, Béatrice, Figures de la monarchie espagnole des Habsbourg. Charges, fonctions, parcours, Lisboa, Cátedra Alberto Benveniste, 2020, pp. 107-120.

ROLDÁN VERDEJO, Roberto, Los jueces de la monarquía absoluta, La Laguna, Universidad de La Laguna, 1989.

TOMÁS Y VALIENTE, Francisco, El Derecho Penal de la Monarquía Absoluta (siglos XVI-XVIII), Madrid, Tecnos, 1969.

TORREMOCHA HERNÁNDEZ, Margarita, “Espiritualidad y moralidad en el patrón de un juez perfecto en la Edad Moderna”, en PÉREZ ÁLVAREZ, María José y MARTÍN GARCÍA, Alfredo (coord.), Religión, política y patrimonio en la Península Ibérica (siglos XIII-XXI), Madrid, Síntesis, 2018, pp. 167-188.

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