De la misma manera que la informática y las redes han revolucionado las formas de comunicación en nuestro tiempo, la aparición de la imprenta en el Sacro Imperio Romano Germánico en el siglo XV supuso una transformación radical en la forma de producción de libros y otros impresos menores. Antes del siglo XVI, en la conocida como época incunable, el nuevo invento se extendió por toda Europa, multiplicando el número de libros, facilitando su acceso a un público ávido de textos y cambiando por completo la historia de la cultura occidental.

La imprenta llegó a la península ibérica en torno a 1470. El primer libro impreso en España del que tenemos noticia segura fue realizado en 1472 en Segovia por el alemán Juan Parix de Heidelberg. En estos primeros años resultaba frecuente encontrar impresores itinerantes, que andaban de ciudad en ciudad ofreciendo sus servicios. Muchos de ellos, como Parix, eran de origen alemán. Sin embargo, las primeras décadas de la imprenta no fueron fáciles. Aunque existía una demanda notable, muchos impresores encontraron dificultades para mantener sus negocios. La imprenta requería una mayor inversión de partida, así como estrategias comerciales más sofisticadas para colocar el producto final en los mercados. Si en la época del libro manuscrito era habitual que el productor (copista) conociera personalmente a sus clientes, en la época de la imprenta manual se hacía necesario desarrollar redes mercantiles que permitieran conectar los lugares de producción con un público geográficamente disperso. De ahí no solo el carácter nómada de muchos de los primeros impresores europeos, sino también la dimensión internacional que adquirió el mercado de libro impreso desde bien temprano. En el siglo XVI nos encontramos con una serie de ciudades, como Venecia o Amberes, que concentran el grueso de la producción de libros de amplio consumo en latín (derecho, medicina, teología, clásicos…), los cuales se distribuyen a través de una tupida red de agentes y ferias. Al mismo tiempo, las prensas de regiones más periféricas en la industria del libro (como será el caso de Andalucía), se especializarán en la producción de carácter local en lenguas vernáculas, aunque siempre podremos encontrar notables excepciones.

Las tareas que debían realizarse en una imprenta requerían un cierto nivel de especialización. Con el arte tipográfico se desarrolló todo un vocabulario nuevo para designar a fundidores (que fabrican las letras en metal) cajistas o componedores (que componen el texto con los caracteres metálicos), batidores (encargado de entintar las formas) o tiradores (que colocan el papel y accionan la prensa). Conforme mejor equipado esté un taller, más variedad de artesanos encontraremos en él. Por otro lado, aunque no en todas las ciudades europeas se crearon gremios de impresores, no es extraño que estos se organicen laboralmente siguiendo el esquema gremial. Ese fue el caso de Andalucía, donde no conocemos la existencia de gremios de impresores con estatutos reconocidos en el siglo XVI, pero sí aprendices, oficiales y maestros de imprenta. En Sevilla, por ejemplo, conservamos varios contratos de aprendizaje para la época. El entrenamiento de los muchachos duraba en torno a los tres años, periodo durante el cual recibían alojamiento y manutención en la casa de su maestro, además de un pequeño salario. Pese a que los talleres andaluces no eran muy grandes, lo que limitaba su capacidad de especialización laboral, encontramos que en estos contratos las profesiones más demandadas son las de componedor, batidor y fundidor de letras.

Siguiendo la tendencia general en la península ibérica, los impresores en Andalucía durante el siglo XV serían casi todos extranjeros, con frecuencia alemanes, si bien es cierto que los primeros impresores activos en la región de los que tenemos noticia segura eran españoles: Antonio Martínez, Bartolomé Segura y Alfonso del Puerto, quienes imprimieron dos libros en latín en Sevilla en 1477, aunque se sospecha que también pudieron salir de su taller varias bulas entre 1472 y 1473.

La relevancia de Sevilla como núcleo comercial y sede de importantes instituciones educativas y religiosas, pronto atrajo a otros impresores, esta vez sí extranjeros. En 1490 llegaron a la ciudad del Betis cuatro socios que se hicieron llamar en los colofones de sus obras los “Compañeros alemanes”: Pablo de Colonia, Juan Pegnitzer, Magno Herbst y Tomás Glockner. Ese mismo año, llamados de los Reyes Católicos, llegaban desde Nápoles otros dos socios, el alemán Meinardo Ungunt y el polaco Estanislao Polono. De esta forma, podemos decir que, a inicios del Quinientos, la imprenta era un invento bien conocido en la ciudad.

En Granada, según noticia del viajero Jerónimo Münzer, ya había varios impresores alemanes en 1494, cuando visitó la ciudad, aunque no conocemos ninguna edición hasta 1496. En ese año se publicó el Primer volumen de Vita Christi, de Francesc Eiximenis, en el taller de Meinardo Ungunt y Juan Pegnitzer, que se habían trasladado desde Sevilla llamados por el arzobispo de Granada, deseoso de usar la imprenta para facilitar la conversión de los musulmanes que aún quedaban en el reino. También fue llamado por el arzobispo otro impresor sevillano, Juan Varela de Salamanca entre 1504 y 1508. Sin embargo, hasta 1534 no habrá impresores granadinos propiamente dichos. Estos fueron Sebastián y Sancho Nebrija, hijos del famoso humanista, instalados en la ciudad con el objetivo de imprimir en su forma más pura y elegante las obras de su padre.

Volviendo a Sevilla, a fines del Cuatrocientos había llegado a la ciudad el alemán Jacobo Cromberger, quien trabajó en el taller de Meinardo Ungunt. Una vez fallecido su patrón, contrajo matrimonio con la viuda de éste y se hizo cargo del negocio, algo muy habitual en el mundo de los impresores de la Edad Moderna. Este matrimonio daría origen a la que sería la saga más importante de impresores en la Andalucía del siglo XVI. Su hijo, Juan Cromberger, no solo continuó con el taller familiar, produciendo obras de mayor calidad, sino que también amplió sus negocios en España, Portugal y, particularmente, en América. Juan consiguió el monopolio para la exportación de libros y cartillas a la Nueva España y en 1539 envió a la Ciudad de México a su operario, el italiano Juan Pablos, con los instrumentos necesarios para establecer la que sería la primera imprenta que funcionara en el Nuevo Mundo. Fallecido Juan en 1540, su viuda Brígida Maldonado se hizo cargo de los negocios familiares hasta la mayoría de edad de su hijo Jácome, cuyo nombre aparece en los pies de imprenta a partir de 1545.

Sevilla fue durante la primera mitad del siglo el centro más importante de producción y comercio de libros en la península ibérica. En estas fechas, son varios los tipógrafos asentados en la ciudad, como Juan Valera de Salamanca, que llegaron a gozar de una holgada situación económica, aunque el riesgo de ruina ya fuera por cuestiones económicas, por la persecución religiosa o por ambas, nunca podía descartarse. En este sentido, el caso de Martín de Montesdoca es ejemplar: oriundo de Utrera, tenía un patrimonio importante antes de dedicarse al mundo del libro en 1550. Su actividad se centró a partir de 1554 en títulos religiosos, siendo el principal impresor de fray Domingo de Valtanás en España. Las dificultades económicas, y quizás sus contactos con los círculos protestantes de la ciudad, le obligaron a abandonar su actividad y marchar a las Indias en 1561.

El panorama comenzó a cambiar precisamente a mediados de siglo. La inestabilidad económica, agravada por inflación que generaba la Carrera de Indias se unió al creciente control ideológico de la producción y el comercio de libros, en el que la Inquisición iba ganando protagonismo. Sin ir más lejos, en 1559 se publicó el primer índice de libros prohibidos plenamente español. Todo esto generó una conocida crisis en la industria tipográfica sevillana. No solo vemos disminuir el número de talleres abiertos, sino que su producción pierde fuerza y capacidad de competencia, especialmente frente a los libros importados de centros europeos. Pese a ello, la actividad impresora nunca se interrumpió en la ciudad. Entre los tipógrafos de la segunda mitad de siglo, destaca Andrea Pescioni, un italiano que tras varios años dedicado al comercio de libros en Sevilla y con una destacada presencia en la Carrera de Indias, decidió abrir su propio taller de imprenta. Podemos sospechar que buena parte de su producción y de la de otros compañeros sevillanos estaba destinada, si no en su totalidad, sí en buena parte al mercado americano.

Pese a los problemas, a mediados del siglo XVI la imprenta se extenderá a otras ciudades andaluzas, como Osuna, Baeza o Córdoba, donde se localizarán varias imprentas en las décadas siguientes. Una característica de esta segunda fase de expansión de la imprenta en Andalucía será el mayor protagonismo de los impresores autóctonos, algunos de los cuales eran oriundos o habían pasado un tiempo por Sevilla. Por otro lado, algunas de estas ciudades solo conocieron la imprenta de forma efímera. El impresor sevillano Juan de León, por ejemplo, se instaló en Osuna en 1549, un año después de fundarse la universidad. Pero tras su marcha en 1555, no volverá a imprimirse en Osuna hasta el siglo XVII. Más fugaz aún fue la imprenta en Sanlúcar de Barrameda, donde sólo se conoce la impresión de una obra de medicina en 1576 de la mano del sevillano Fernando Díaz. También desde Sevilla se trasladó a Cádiz en 1598, el impresor Rodrigo de Cabrera, para imprimir un solo libro, el Manuale judicum utile ac nimis necessarium, primera impresión conocida en esa ciudad. Del mismo modo, en el siglo XVI llegó la imprenta a Jerez de la Frontera, aunque de sus prensas solo salieron, que sepamos, impresos menores, como romances o pliegos sueltos. Finalizando el siglo, en 1599, Juan René, hijo de un impresor francés asentado en Granada, abrió su propio taller en Málaga, de nuevo tras pasar brevemente por Sevilla.

Distinto es el caso de Antequera, donde destaca la presencia a partir de 1573 de los descendientes de Antonio de Nebrija, quienes se dedicarán a explotar el privilegio que tenían para imprimir las obras de su antepasado, que conocieron una enorme difusión en España y América.

 

Autora: Natalia Maillard Álvarez


Bibliografía

CASTILLEJO BENAVENTE, Arcadio, La imprenta en Sevilla en el siglo XVI. 1521-1600, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2019.

PEÑA DÍAZ, Manuel et al. (coord.), Historia de la edición y la lectura en Andalucía. 1474-1808, Córdoba, Universidad de Córdoba, 2020.

PEREGRÍN PARDO, Cristina (coord.), La imprenta en Granada, Granada, Universidad de Granada, 1997.

SÁNCHEZ COBOS, María Dolores, La imprenta en Jaén. 1550-1831, Jaén, Universidad de Jaén, 2005.

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