Bajo el título Paseo estadístico por las costas de Andalucía, desde Sevilla a Granada, en el verano de 1820, José González Montoya escribió y luego dio a la imprenta un informe que le había solicitado José Mariano Vallejo y Ortega con ocasión de su promoción a la jefatura de la sección de Correos, Caminos, Canales y Puertos de la Secretaría de Gobernación, a comienzos del Trienio Liberal. González Montoya contaba con una larga experiencia y conocimiento del mundo debido a una estancia de casi treinta años en América, donde había ejercido como intendente en Perú durante un quinquenio y viajado por los Estados Unidos. Por su parte, Vallejo y Ortega era un matemático e ingeniero de origen granadino, que había ejercido como catedrático en el Seminario de Nobles de Madrid. Convencido liberal, fue diputado de las Cortes de Cádiz en 1813 y tuvo que emigrar a Francia tras la restauración del absolutismo en 1823. No regresó del exilio hasta 1832, y posteriormente fue elegido procurador en Cortes por Granada en 1836.
El título del informe de González Montoya resulta un tanto equívoco. En realidad, más que estadísticas sobre las zonas que visitó, contiene un conjunto de reflexiones acerca de las medidas económicas y políticas que creía necesarias para promover su desarrollo. Las ideas y propuestas que enuncia entroncan con el proyecto ilustrado de mejora de la economía nacional. González Montoya se define como una persona no estudiada, pero también como un “viajero de genio y curioso natural”. Partió de Sevilla a Sanlúcar de Barrameda navegando por el Guadalquivir en un barco de vapor, único por entonces existente en toda la Península para el transporte de viajeros, pero de tan mala construcción que sólo era apto para la travesía fluvial, no siendo adecuado para la navegación por mar desde Sanlúcar a Cádiz. Utilizó, por tanto, la primera línea de transporte de viajeros en barco de vapor de toda España. En el transcurso de su viaje anotó que el río se encontraba sucio y que en las mareas bajas y temporadas de sequía se producían numerosas varadas.
De lo que pudo observar durante el transcurso de su viaje fluvial le llamó también la atención el desaprovechamiento de los terrenos de las marismas del Guadalquivir. Los veía como posibles territorios de colonización agrícola, idóneos para la aclimatación de especies vegetales, siguiendo el ejemplo del jardín botánico creado en Sanlúcar a iniciativa de Godoy. Pensaba que se podría cultivar allí con provecho tabaco, algodón y plantas tintóreas. González Montoya aprovechó estas observaciones para criticar los planes de venta de bienes nacionales a cambio de papel moneda, que en su opinión favorecerían a los que eran ya ricos, mostrándose partidario en cambio de repartir tierras a los campesinos pobres y de ofrecer incentivos a los agricultores que introdujesen mejoras técnicas en la producción de la tierra. También criticó la obra del denominado canal Fernandino, por su insuficiencia, y la idea de que la boca del Guadalquivir, cerrada por una peligrosa barra, no podía abrirse. Exhortaba a imitar a los países extranjeros más avanzados construyendo puertos y canales que promoviesen la economía y la riqueza del país. Por lo demás, censuró el mal estado del puerto de Bonanza, en comparación con los que el autor había conocido en ciudades de Estados Unidos como Boston, Nueva York y Filadelfia.
Desde Sanlúcar, el autor del Paseo estadístico se desplazó a El Puerto de Santa María por tierra, recorriendo tres leguas de camino malo e inseguro. De la campiña de Jerez de la Frontera destacó la falta de caseríos y el temor a los bandoleros que campaban con plena libertad por aquellos parajes, conchabados a menudo con los empleados de la justicia de los pueblos del contorno. En Jerez visitó la feria, que le pareció irrisoria. Sólo vio en ella tiendas de muñecos para niños y puestos de bebidas. Sin embargo, en el mercado de ganados no vio buenos caballos cartujanos, lo que le movió a indagar sobre las causas y a transmitir una imagen decadente y pesimista de la cría caballar. La parte nueva de El Puerto de Santa María le pareció hermosa, pero los campos de sus alrededores solitarios. Las ruinas del castillo de Doña Blanca, que contempló en el trayecto desde Jerez, le hicieron evocar con nostalgia el esplendor de los tiempos antiguos. Ponderó la belleza de El Puerto, pero le espeluznaron el puente sobre el Guadalete construido por O’Reylli y la barra que este río formaba en su desembocadura. También pasó brevemente a Cádiz, ciudad de la que se limitó a reseñar las lápidas discretamente erigidas en recuerdo de la obra constitucional. La travesía de El Puerto a Cádiz por mar la encontró barata, pero con el peligro de la temida barra del Guadalete.
Desde El Puerto siguió camino a Puerto Real. Destacó la soledad de aquel territorio poblado de pinares, que vio arder durante meses años atrás, incendiados por los invasores franceses. Animaba a que aquellos terrenos se repoblaran, al modo que lo hizo Olavide en Sierra Morena. Puerto Real le pareció un pueblo bonito. En el posterior tránsito a Chiclana, juzgó que las salinas existentes entre ambos pueblos serían un manantial de riquezas si se pusieran en producción. Echaba de menos, al respecto, un mayor espíritu empresarial en el país. De Chiclana alabó su situación y, en general, la hermosura y atractivo del conjunto de los pueblos de la bahía de Cádiz, sin parangón apenas, en su opinión, en otros territorios de la Península.
Pasó a continuación de Chiclana a Conil por malos caminos, inundables con las lluvias invernizas, y terrenos pantanosos, cuyas aguas estancadas consideraba un foco maligno de fiebres tercianas. Luego siguió viaje por la costa. Alabó la presencia de torres de vigilancia en el litoral, que habían servido durante siglos como obstáculo para las incursiones berberiscas, la introducción de la peste africana y el contrabando extranjero, pero lamentó el estado de abandono que en aquel momento presentaban. El autor del Paseo meditó sobre el potencial de riqueza que representan las almadrabas de Conil y Barbate. Constató que hasta allí bajaban a trabajar en la temporada del atún muchos habitantes de las Alpujarras y de los pueblos de la campiña andaluza. A la vista de ello, se mostraba desengañado del tópico que hacía de los andaluces gente de naturaleza vaga y desidiosa. Recorrió encantado los alrededores de Vejer, que le trajeron de nuevo evocaciones de la Antigüedad. Se interrogaba, al hilo de sus observaciones, acerca de si la laguna de la Janda habría sido un puerto de mar en los tiempos antiguos. Nuevamente, deploró que todos aquellos parajes estuviesen desiertos, sin población, sin agricultura, sin industria, sin comercio, teniendo tan buenas proporciones y siendo el punto más meridional y bien situado de España.
De Tarifa destacó su privilegiada posición entre el Mediterráneo y el Atlántico, pero criticó el mal estado del camino entre esta población y Algeciras, algo que creía fácil de arreglar. Deslizó, al mismo tiempo, una sutil crítica hacia la desidia de los gobiernos por no recuperar Gibraltar, en manos de los ingleses. Propugnaba convertir Algeciras y Ceuta en puertos francos para acabar con el contrabando del Peñón, así como impulsar el potencial agrícola y pesquero de la comarca gibraltareña. En el río de la Miel recordó a Pomponio Mela. Contempló el inmenso arenal existente entre el Guadarranque y el Guadiaro y le asaltaron nuevas evocaciones de la Antigüedad a la vista de las columnas de Hércules, lo que le llevó a reflexionar sobre la antigua unión física de los continentes europeo y africano. Ello le movió también a exponer su convicción de que las antiguas culturas y lenguas de España, como la musulmana, la hebraica o el euskera, constituían una fuente de riqueza que merecía la pena estudiar. En tal sentido, defendía la enseñanza de idiomas y un aprendizaje políglota. Más adelante volvería sobre este tipo de consideraciones.
La costa de Gibraltar a Málaga le pareció hermosísima. Escribe de ella que fue apreciada por los antiguos fenicios, tirios, griegos, cartagineses, romanos y mauritanos, que allí tuvieron presencia y cuyos vestigios eran aún reconocibles. Todavía se cultivaban y se comercializaban sus vinos, sus escabeches, sus azúcares y mieles, sus dátiles, plátanos, pasas, higos y tunares. Acerca de estos últimos pensaba que se podría aclimatar y sacar provecho de la cochinilla, a la manera que se hacía en Nueva España. Igualmente, creía que se podrían trasplantar allí los árboles que daban ámbar e introducir la producción de quina, café, cacao, bálsamo, los arces azucareros, el cinamomo, el sándalo, el clavo, la pimienta, el añil y el algodón. Por último, proponía que, al igual que se trajeron en el pasado los gusanos de seda de Persia, se podría ensayar con los gusanos de la seda silvestre que él mismo había visto en Guatemala y Nueva España.
González Montoya contempló en Málaga una costa amenísima, tapizada de arbustos, yerba fresca y flores, algunas de las cuales recogió y puso en su libro para llevárselas a su amigo Otero, catedrático en Sevilla. Cuando volvía la vista hacia la costa africana, le venían al recuerdo los trabajos de Tofiño y los útiles servicios que este ilustre marino y cosmógrafo prestó a España. Al hilo de este pensamiento, exhortó a enviar a estudiar ciencias a los jóvenes de estas tierras, ya que estimaba que su conocimiento podría lograr poner en producción la riqueza natural de ellas. En similar sentido, animaba con entusiasmo a implantar manufacturas y a dejar de ser meros proveedores de materias primas para los países extranjeros. En estos párrafos, González Montoya transmite la impresión de estar postulándose para un encargo gubernamental, a fin de ocuparse de desarrollar una política de fomento en Málaga y Ronda: se extiende, así, sobre la posible explotación de canteras, sobre la construcción de obras hidráulicas e infraestructuras viarias y sobre la puesta en marcha de industrias. Propone, al mismo tiempo, la posibilidad de aprovechar las posibilidades de acanalar el Guadiaro y otros ríos para el transporte de mercancías.
También pondera las ventajas de posición que ofrece el puerto de Málaga. Piensa que se podrían ampliar las instalaciones portuarias de la ciudad, lo que tendría como efecto atraer más buques extranjeros, y con ello adelantar la economía de la zona. De este modo, Málaga podría convertirse en “otro Cádiz del comercio interior y meridional”. Sin embargo, consideraba que nunca sería una plaza inaccesible para un enemigo interior o exterior y juzgaba que aquel territorio estaba necesitado de gobierno político. En las inmediaciones de la costa malagueña el autor del Paseo contempló dos soberbias quintas existentes entre Alhaurín y Churriana que llamaron su atención: una, la conocida como el retiro de Villalcázar; la otra, de la cónsula de Prusia; ambas dignas de un príncipe en su opinión.
En tierras malagueñas abundó en sus ideas sobre la reforma agraria. Entendía que, una vez terminados de construir los caminos a Antequera y Loja, pueblecitos como Almogía y Colmenar podrían prosperar mediante el reparto de tierras y el fomento de colonias agrícolas. Consideraba también una lástima el desaprovechamiento de las aguas termales de aquellas montañas. Sin embargo, José Gómez Montoya se había reservado hasta este momento sus ideas económicas quizá más originales. Apostaba más por el fomento de la producción nacional que por el señuelo de la economía colonial: “¡Puentes, caminos, canales, todo lo hemos perdido, por deslumbrarnos en pos de esa joven y rica esclava del nuevo Mundo!”, exclamaba. Y junto a ello, afectando una suerte de maurofilia, escribía:
En el real de Santa Fe, en el campamento de los Reyes católicos, dos leguas al frente de Granada, última posesión de los moros en España, fue concebida esa hermosura que tanto daño ha causado a la Península: con los moros perdimos la sabiduría, la agricultura, la valentía, la industria y toda la riqueza territorial, por adoptar la lisonjera moda de descubrir nuevas tierras.
En el mismo sentido, alababa los logros de la civilización musulmana, visibles en Granada, y se mostraba como un apasionado del urbanismo y el arte musulmanes, que consideraba una prueba de la sabiduría y el refinado gusto de los árabes. Criticaba que los españoles no supieran valorar estas bellezas y se mostraba convencido de que la historia de España había ido en retroceso desde la cumbre que representó el período musulmán. Admiró igualmente los alrededores de Granada, Sierra Nevada, el Soto de Roma y las Alpujarras, una comarca esta última poblada por laboriosos habitantes que conseguían sacar fruto de terrenos de áspera naturaleza y que en verano emigraban a la baja Andalucía para recolectar la cosecha de granos o trabajar en las pesquerías.
Gómez Montoya lamentaba que el gobierno no protegiera a Andalucía oriental, ni apoyase proyectos como la construcción del puerto de Almuñécar o el pantano de Níjar. Exponía, en tal sentido, el potencial de aquella zona: lagunas, manantiales, cáñamo, lino, esparto, pita, palma, corcho, nieve. Pedía de nuevo la creación de escuelas prácticas que enseñasen a los jóvenes a aprovechar los recursos naturales del territorio. Se mostraba convencido de que, si se instruyese a la población para el manejo de máquinas y artefactos industriales, no habría que exportar al extranjero la seda en rama, las lanas y las barrillas del país, para luego comprar fuera las manufacturas elaboradas con estas mismas materias primas. Añoraba el tiempo en que España había sido una productora de manufacturas, pero su nostalgia del pasado era también la nostalgia regeneracionista de un futuro mejor, por el que abogaba exclamando:
¡Cortes nuevas, Ministerio nuevo, España nueva, abrid los libros, campos y talleres de nuestros abuelos; y todo lo aprenderéis en ellos, para volver a hacerla libre, feliz e independiente, como lo fue entonces!
En la misma línea de pensamiento, vuelve a lamentar la pérdida de la sabiduría del mundo antiguo y de la época musulmana. Propugna que en Granada todos los niños estudien la lengua árabe, como se había estudiado el latín hasta aquel momento. Lamenta que las Cortes hubiesen donado el Soto de Roma a lord Wellington, en pago de sus servicios durante la Guerra de la Independencia, en lugar de repartirse aquellos terrenos para formar colonias a los habitantes de los pueblos de la comarca. Ello hubiese redundado, en su opinión, en un mejor aprovechamiento de aquellas tierras, que se podían haber convertido en huertas tan feraces como las de Valencia y Murcia.
González Montoya prosiguió su viaje, ya de regreso a Sevilla, por Archidona, Estepa, Osuna, Écija y Carmona, por tierras que califica de bandoleros. Denunció en su informe que estos robaban a todos aquellos viajeros que no llevasen una escolta de al menos quince o veinte soldados, y que imponían exacciones a los hacendados de aquellos pueblos, amenazándoles con quemarles sus cortijos o con quitarles la vida. El autor del Paseo fue personalmente testigo de que los arrieros se componían con los bandoleros a fin de asegurar sus viajes, y afirmó que había llegado a sus oídos que ciertos comandantes militares y hasta pueblos enteros también habían llegado a acuerdos semejantes, lo que le movió a instar al gobierno a remediar tales atentados. Por último, oyó también muchas quejas sobre el gravamen de alojamiento y bagajes. Proponía evitarlo alojando a los batallones en tránsito en los conventos y adelantando el gobierno a las tropas raciones de campaña, como se había hecho siempre con los embarcados en los buques de la Armada.
Enraizadas en las viejas ideas productivistas de los ilustrados, e incluso por momentos en las de los arbitristas, en el Paseo estadístico por las costas de Andalucía de José González Montoya aparecen propuestas representativas del pensamiento económico liberal e interesantes proyectos de modernización para Andalucía, compatibles con la admiración que profesaba su autor por el pasado musulmán de la región.
Autor: Juan José Iglesias Rodríguez
Fuentes
GONZÁLEZ MONTOYA, José, Paseo estadístico por las costas de Andalucía, desde Sevilla a Granada en el verano de 1820, Madrid, 1821. En Biblioteca Nacional de España, VC/2010/75.
Bibliografía
GENTIL BALDRICH, José María, “Nuevos datos sobre la vida y la obra de José Mariano Vallejo y Ortega”, en Llull. Revista de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias y las Técnicas, 22/44, pp. 381-404.
GIL NOVALES, Alberto, Diccionario biográfico del Trienio Liberal, Ediciones El Museo Universal, 1991.
GONZÁLEZ MONTOYA, José, Paseo estadístico por las costas de Andalucía, desde Sevilla a Granada en el verano de 1820, Madrid, Imprenta de D. León Amarita, 1821.