La definición de cortijo no ha variado mucho desde la Edad Moderna a la actualidad. El Diccionario de Autoridades (Tomo II, 1729) señala que cortijo es la “alquería, casería o casa, destinada en el campo para recoger los frutos de la tierra. Es voz muy usada en los reinos de Andalucía, Granada, Córdoba, y otros vecinos”. Esta definición incide en la parte más llamativa de este tipo de explotaciones: sus edificaciones; a la vez que recalca como los cortijos son propios de la zona sur de España. Por su parte, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua (edición de 1992) incide en esta ubicación geográfica de los cortijos y los define de forma más global al incluir tanto la tierra como las construcciones de la explotación. Así, cortijo sería “en Andalucía y Extremadura, extensión grande de campo y el conjunto de edificaciones para labor y vivienda”. También recoge un nuevo vocablo, cortijada, para referirse específicamente al “conjunto de habitaciones fijas, levantadas por los labradores o dueños de un cortijo”.
Cortijo pues, sería un tipo determinado de explotación rural, muy habitual en el terrazgo andaluz (más en su parte occidental que oriental), caracterizado, en primera instancia, por el tamaño latifundista de la explotación; con propensión al cultivo de cereales (aunque compatible con otros usos); y con unas peculiares edificaciones.
El origen de los cortijos andaluces, como explotaciones latifundistas, hay que buscarlo en el proceso de ocupación y repoblación del territorio que comienza en el siglo XIII. Los reyes cristianos otorgaron a los repobladores, junto a pequeñas suertes de tierras, amplios donadíos de los que se beneficiaron, con preferencia, la incipiente nobleza, las órdenes militares, las instituciones eclesiásticas y los municipios. Este desigual reparto de la tierra se verá consolidado y reforzado, en la baja Edad Media, por espléndidas mercedes reales y la crisis poblacional; en los tiempos de la Modernidad por las ventas y usurpaciones de tierras públicas, junto al avance del señorío; y, ya en el siglo XIX, por el proceso desamortizador. A su vez, el sistema de poblamiento imperante, caracterizado por la concentración de la población en núcleos de cierta entidad, a considerable distancia unos de otros (salvo en el reino de Granada), tenía una doble incidencia. Por un lado, limitaba la explotación de las tierras más alejadas del casco urbano por los pequeños y medianos campesinos; mientras que, por otro, favorecía, en dichas lejanas y solitarias tierras, un sistema de explotación latifundista, extensivo, agro-pecuario y que tendía a ser autosuficiente.
La fisonomía y explotación de los cortijos, desde finales del siglo XV al siglo XIX, presenta una caracterización común, pero sin obviar una relativa evolución en determinados aspectos. Permanecen prácticamente inalterables las cuestiones siguientes. La condición de latifundio, incluso acentuándose mediante la adquisición de fincas colindantes o la usurpación de tierras públicas adyacentes. Pertenencia a individuos del estamento nobiliario o a instituciones eclesiásticas que, salvo, raras excepciones, son absentistas y suelen proceder al arrendamiento íntegro del cortijo, con independencia de su más o menos dilatada extensión, a un solo gran arrendatario. Los contratos suelen ser siempre de corta duración (entre 3 y 9 años), a fin de asegurar posibles actualizaciones al alza de la renta; siendo la forma de pago más habitual en especie, oscilando entre un quinto y un décimo de la cosecha. A medida que avanza la Edad Moderna, aunque depende mucho de la zona geográfica, la renta se fue estipulando en una aportación fija por unidad de superficie, ya fuera en especie (p.e. una fanega de trigo por fanega de tierra arrendada) o en dinero efectivo. Este cambio, se puede explicar, de forma general, por el avance de la economía numeraria; pero también por el interés particular de los arrendadores de cobrar una determinada cantidad con independencia de los usos que le diera a la tierra el arrendatario. En efecto, con una renta en especie en proporción a la cosecha, el arrendatario podía dedicar una parte destacada de la explotación a pasto para el ganado y, de las utilidades que éste produjera, no tener que abonar nada. Otra característica que permanece en el tiempo es como el cultivo predominante en los cortijos es el de los cereales de secano, en especial, trigo y cebada, sembrándose dos partes de trigo y una de cebada. Aunque el cortijo, debido a la necesidad de contar con ganado de labor (bueyes, yeguas, asnos…) siempre fue una explotación agropecuaria, en la que convivían los usos agrícolas (parte de cultivo) y ganaderos (parte de pastos). También característica de los cortijos es la utilización de mano de obra asalariada, jornalera, la mayor parte contratada por temporadas, según los ritmos de labores que los cultivos precisasen. Dependiendo de la lejanía del cortijo del núcleo urbano, los jornaleros podían verse obligados a albergarse varias semanas en la propia explotación.
Por último, la propia edificación del cortijo presenta unos característicos elementos formales. Es una edificación condicionada por la funcionalidad. En una explotación aislada y alejada de núcleos de población se hace precisa una construcción que sirva de resguardo y permita su autosuficiencia. Suelen situarse en lugares con una cierta altitud, lo que permite controlar el agro circundante, a la vez que aprovechar los vientos en las labores de trilla. Imprescindible la posibilidad de obtener agua en el mismo asentamiento o en un lugar bastante cercano. Las edificaciones suelen formar una estructura rectangular en torno a un patio central, al que se accede por una única portada, lo que ofrece sensación de seguridad. Dichas edificaciones albergan, principalmente, los graneros para conservar las cosechas, y las estancias de los bueyes de labor. A ello se suma, aunque no de forma ineludible, unas habitaciones donde pueden alojarse el casero, el administrador y/o el capataz; la gañanía, espacio en el que comen y duermen los jornaleros; otras dependencias reservadas al ganado tales como cuadras, zahúrdas y gallineros, destinadas, respectivamente, al ganado equino, porcino y aves de corral; tampoco faltan los almacenes para los aperos de labranza. La autosuficiencia queda recalcada con la presencia, en ocasiones, de pequeños molinos, tahonas y hornos, para elaborar el pan que se consume por los trabajadores fijos y temporeros del cortijo. Y, algunos propietarios, pensando en la importancia del consumo espiritual, solicitaron y obtuvieron licencia eclesiástica para incluir en los cortijos una capilla u oratorio en el que se pudiera oficiar misa. Finalmente, en los alrededores de la edificación principal era posible detectar la era, los pajares y algunos corrales o rediles. Las cortijadas muestran, con ampliaciones y modificaciones, su adaptación a las necesidades funcionales de la explotación según cada tiempo histórico, máxime tras la mecanización operada en el siglo XX.
El aspecto que, desde una visión generalizada, muestra una mayor evolución es el sistema de cultivo de los cortijos. En una primera etapa que llegaría, según las zonas de Andalucía, hasta finales del siglo XV o mediados del siglo XVI, predomina el sistema bienal, dividiéndose la tierra del cortijo en dos hojas o partes. Cada año, y de forma alternativa, una de dichas hojas se sembraba de cereal (trigo y cebada), mientras la otra permanecía de barbecho y se le iban realizando las labores necesarias de preparación para su venidero cultivo. Durante los siglos XVI y XVII, el sistema de cultivo de los cortijos se fue diferenciando del de las pequeñas y medianas explotaciones más cercanas a las localidades, ya que mientras éstas continuaron, mayoritariamente, con el sistema bienal o de año y vez, en aquellos se fue imponiendo el sistema trienal o de tres hojas. Cada anualidad, y de forma alterna, una de las hojas se destinaba a la siembra de cereal (trigo y cebada en proporción de dos a uno); una segunda se dejaba de barbecho asemillado, llamado así porque, además de las labores preparatorias para la siembra venidera, en algunas porciones de tierra de mejor calidad se cultivaban leguminosas como: garbanzos, habas, yeros…; la tercera hoja se dejaba de barbecho holgón o manchón, sirviendo las yerbas silvestres que se criaban para alimentar al ganado de labor, a la vez que éste abonaba el terrazgo con sus excrementos. Este cambio resultaría de la necesidad, a falta de dehesas comunales o de la lejanía de las existentes, de poder alimentar a bajo coste el abundante ganado bovino que precisaban los cortijos para su labranza. En el siglo XVIII este sistema de tres hojas era preponderante en los cortijos, en especial en aquellas zonas en las que, además, se habían impuesto los derechos de cerramiento, evitando que ganados ajenos aprovecharan las rastrojeras y manchones incluidas en los límites de la propiedad. Desde la segunda mitad del siglo XVIII y ya, plenamente en el siglo XIX, se observa un reforzamiento del sistema al tercio, así como una intensificación de los cultivos, ocupando el trigo la totalidad de la hoja de siembra e incrementando, en la hoja de barbecho asemillado, la superficie dedicada a las leguminosas, a las que se añade también algún cereal de primavera. Hasta que no se imponga la mecanización, la hoja de barbecho holgón, donde pastan los bueyes y otros animales de labor, no sufrirá modificación reseñable.
El pensamiento ilustrado mantuvo un interesante debate sobre si sería conveniente limitar la extensión de los cortijos y el número de yuntas que se empleaban en ellos. Llegándose a proponer, incluso, la división de los cortijos, para su explotación, en fincas que no superaran las 50 fanegas de tierra, favoreciendo la proliferación de medianos labradores. Las propuestas, en un contexto de consolidación de los derechos de propiedad, alcanzaron una mínima repercusión práctica, manteniéndose la estructura tradicional de los cortijos.
Autor: Jesús Manuel González Beltrán
Bibliografía
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Cortijos, haciendas y lagares. Arquitectura de las grandes explotaciones agrarias en Andalucía. Provincia de Cádiz, Madrid, Junta de Andalucía. Consejería de Obras Públicas y Transportes, 2002. [Hay ediciones referidas a otras provincias andaluzas].
FLORIDO TRUJILLO, Gema, El cortijo andaluz, Sevilla, Consejería de Obras Públicas y transportes, 1989.
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ORTEGA LÓPEZ, Margarita, “Los informes de los intendentes andaluces y el expediente de la ley agraria: una vía reformista en el campo español en la segunda mitad del siglo XVIII”, en Axerquía, 4, 1982, pp. 101-123.