La posesión de armas estaba muy extendida entre la población española del Antiguo Régimen. Ello constituía quizás una reminiscencia de una sociedad de frontera que se había forjado durante los siglos medievales en la lucha casi permanente contra el islam. Esa dinámica fronteriza se había prolongado en Andalucía hasta fines del siglo XV, y aún había persistido después a causa de la nueva frontera marítima con los musulmanes establecida después de la conquista cristiana del territorio andaluz. A fines del siglo XVI, una averiguación oficial sobre las armas poseídas por la población arrojó como resultado que en las poblaciones de la Tierra de Sevilla casi un noventa por ciento de los hombres tenía alguna, la mayoría una espada y, en un porcentaje también muy alto, una espada y una daga. Era frecuente que la población adulta masculina llevase estas armas consigo en los espacios públicos. En otros países como Francia, sin embargo, portar espada constituía un privilegio de la nobleza, por lo que el uso social de las armas estaba más restringido.
Naturalmente, lo frecuente de llevar armas representaba un riesgo para la seguridad y el orden público. Las reyertas y desafíos menudeaban, a veces con fatales consecuencias. Esta práctica social chocaba también con los intentos de control y disciplinamiento protagonizados por un poder político que se reafirmaba sobre bases renovadas y que trataba de asegurarse el monopolio de la violencia. Es por ello por lo que, desde comienzos de la Edad Moderna, se adoptaron disposiciones oficiales para regular la posesión y el uso de armas.
Ya los Reyes Católicos prohibieron en 1501 la posesión de armas a la población de origen musulmán del reino de Granada convertida al cristianismo, una medida que trataba de prevenir futuras rebeliones y de asegurar el dominio sobre los nuevos súbditos. Estas medidas de control demostraron a la larga tener sentido, pues, efectivamente, los moriscos granadinos acabarían protagonizando una rebelión armada contra la corona en los años 1568-1571, transformándose algunos de ellos, los conocidos como “monfíes”, en violentos bandoleros.
Por su parte, el emperador Carlos V restringió también llevar armas entre las diez de la noche y el amanecer. Al abrigo de las sombras de la noche, las oportunidades para que surgieran conflictos eran más numerosas que a plena luz del día, por lo que esta disposición se orientaba a tratar de evitarlos en lo posible. Durante el reinado de Felipe II se reguló el tamaño de arcabuces y pistoletes, y se prohibió el uso de estoques. Así mismo, se prohibió llevar dagas y puñales si no se portaba al mismo tiempo una espada, ya que aquellos eran fáciles de ocultar y podían ocasionar muertes alevosas.
A lo largo del siglo XVII se promulgaron nuevas medidas. En 1611 se prohibió llevar cuchillos. En 1618, dada la ineficacia de las medidas tomadas anteriormente, se prohibió taxativamente la posesión de arcabuces y pistoletes. En general, la legislación sobre las armas de fuego se endureció, pero las medidas adoptadas no debieron ser muy eficaces, a tenor de las reiteraciones de las que fueron objeto. Así, Felipe IV se vio forzado a promulgar una nueva pragmática sobre la materia en 1632, extendiendo la prohibición a sectores sociales que habían quedado anteriormente exentos de su cumplimiento y anulando por tanto los privilegios que subsistían al respecto. En una línea similar se promulgaron nuevas leyes durante el reinado de Carlos II.
En el siglo XVIII se mantuvieron e incrementaron los esfuerzos oficiales por controlar el uso de armas, disponiendo severas penas para los contraventores, aunque teniendo en cuenta, como era habitual, las diferencias de condición social. En esta línea hay que contar una pragmática del rey Carlos III, fechada en 26 de abril de 1761, y una cédula de Carlos IV de 1790. El Manual alfabético de delitos y penas de Echebarría resumía en 1791 de esta forma de las anteriores prohibiciones:
El que use ó traiga pistolas, trabucos y carabinas que no lleguen á vara de cañon, debe ser destinado por seis años á presidio y queda perpetuamente privado de todo empleo honorífico, siendo noble, y si plebeyo va por igual tiempo á galeras. Tampoco se pueden usar ni traer puñales, guiferos, almaradas, navajas de muelle con golpe ó virola, daga sola, cuchillo de punta chico ó grande, aunque sea de cocina ó de moda de faldriquera, pena de seis años de presidio el noble, y los mismos de minas el plebeyo. Se permite á los nobles llevar pistolas de arzon yendo en trage decente, á caballo y no en otra bestia ni en carruage. A los cocheros y lacayos, excepto siendo de la Real Casa, se les prohibe la espada bajo igual pena, y los mismos y demas criados de librea, aunque sea con nombre de cazadores, están privados de llevar á la cinta ni en otra forma, sable, cuchillo ni otra arma alguna, pena de seis años de presidio, siendo noble, y si plebeyo los mismos de arsenales.
El paulatino desarme de la población se vio entorpecido por la persistencia de los usos sociales y las resistencias de la población. Así, por ejemplo, a pesar de las órdenes en contra, en Andalucía se hallaba muy extendido el uso de cuchillos y navajas. Desde el siglo XVIII este hecho contribuyó a alimentar una visión tópica de los andaluces que más tarde reforzaron los viajeros románticos, en la que también intervinieron otros factores, como el clima. El barón de Bourgoing escribía hacia 1789 lo siguiente:
El uso del puñal y los viles asesinatos aún son bastante frecuentes en Andalucía, donde se puede comprobar cuán poderosas son las influencias del clima cuando no se le oponen remedios morales. Durante el verano, cierto viento del Este (…) produce en esta región una especie de frenesí que hace estos excesos mucho más frecuentes que en ninguna otra época del año.
Entre los cuchillos, se puso especial atención en controlar el uso de los llamados flamencos o guadijeños, que eran muy populares debido a su sencillez y bajo precio. Uno de estos cuchillos aparece en la causa criminal contra fray Pablo de San Benito en Sanlúcar de Barrameda (1774). En otros muchos autos seguidos por la justicia, como el que aparece en la imagen adjunta, se hace también referencia a este tipo de armas.
Autor: Juan José Iglesias Rodríguez
Fuentes
ECHEBARRÍA Y OJEDA, Pedro Antonio, Manual alfabético de delitos y penas según las leyes de España, Madrid, Imprenta Real, 1791. En Biblioteca Virtual del Patrimonio Bibliográfico.
Bibliografía
DAZA PALACIOS, Salvador y PRIETO CORBALÁN, María Regla, Proceso criminal contra fray Pablo de San Benito en Sanlúcar de Barrameda (1774). Clérigos homicidas en el siglo XVIII, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1998.
IGLESIAS RODRÍGUEZ, Juan José, “Notas sobre el alistamiento de 1588 en la Tierra de Sevilla”, en La organización militar en los siglos XV y XVI. Actas de las II Jornadas Nacionales de Historia Militar, Sevilla, Cátedra General Castaños, 1993, pp. 253-258.
LLANES PARRAS, Blanca, Violencia cotidiana y criminalidad en el Madrid de los Austrias (1561-1700), Tesis Doctoral, Universidad de Cantabria, 2017.