La rebelión de Portugal convirtió a Andalucía en uno de los escenarios principales de la guerra de baja intensidad que perduró en la raya fronteriza hasta finales de la década de 1660, entrañó un aumento de las levas militares y obligó a la población a sufrir el paso de las tropas, como acreditan las quejas de la ciudad de Sevilla por el desembarco de 2.000 napolitanos en 1642. La ruptura de la unión ibérica estimuló asimismo el estallido de movimientos de protesta como el protagonizado por el marqués de Ayamonte y el duque de Medina Sidonia, cuya hermana estaba casada con el recién proclamado rey de Portugal, Juan IV de Braganza. No obstante, la pérdida del imperio portugués permitió resolver gran parte de los contenciosos que la Monarquía Hispánica mantenía con las Provincias Unidas en el ámbito ultramarino, en especial la espinosa cuestión brasileña, lo que sumado al recelo neerlandés ante el avance de los efectivos militares franceses en los Países Bajos, en especial tras la caída de Dunkerque en 1646, actuó como uno de los principales precipitantes a la hora de impulsar las negociaciones de paz que tenían lugar en Westfalia desde 1643.
Por la firma de la paz de Münster el 30 de enero de 1648, la Monarquía Hispánica reconocía finalmente la independencia de las Provincias Unidas, así como su derecho a mantener sus posesiones coloniales y lograba, a cambio, asegurarse un nuevo y poderoso aliado mercantil fundamental para reforzar las medidas de guerra económica contra Francia y Portugal. Ahora bien, frente a lo que había ocurrido con los anteriores socios comerciales y financieros genoveses, que se habían integrado en los territorios bajo la jurisdicción del monarca católico mediante enlaces matrimoniales con la élite aristocrática y la oligarquía urbana de las ciudades en las que operaban, los neerlandeses disponían de la suficiente autonomía política y no se mostraron interesados en beneficiarse del sistema de patronazgo regio. A cambio de su colaboración, las Provincias Unidas lograron arrancar a la Monarquía Hispánica una serie de privilegios que le permitieron desplazar al resto de sus contrincantes de unos mercados fundamentales para fortalecer su posición de principal emporio comercial europeo. A partir de 1648, la activa colaboración naval de la república ofreció en excelentes condiciones algunos de los servicios que hasta el momento habían proporcionado los armadores particulares de galeras genoveses, lo que garantizó el transporte de tropas entre Flandes y la península ibérica y, una vez sofocada la revuelta de Cataluña y concluido el conflicto con Lisboa, en sentido contrario. Esta cobertura naval se registraba también en la protección al sistema de Flotas y Galeones para evitar que se repitiesen situaciones de bloqueo como las llevadas a cabo por la marina de guerra británica entre 1656 y 1657. Los hombres de negocios neerlandeses cubrieron igualmente con eficacia la necesidad española de trigo báltico, cobre, provisiones para la flota, arboladuras, jarcias, velas y cualquier otro tipo de pertrechos navales, así como de municiones que vinieron a sumarse a la creciente adquisición de barcos en los astilleros de Ámsterdam. Del mismo modo, sus efectivos navales resultaron fundamentales para poner coto a la creciente beligerancia del corso francés en el Mediterráneo y a partir de 1657 obtuvieron concesiones adicionales para operar y vender sus presas en los territorios bajo la jurisdicción del rey católico. Asimismo, las Provincias Unidas presionaron para que se concertasen operaciones conjuntas en 1661 y 1664 en contra del corso berberisco que ponía en peligro sus transacciones en el Mediterráneo. Aparte de los puertos ubicados en sus dominios ibéricos e italianos, la Monarquía Hispánica contaba con una poderosa red de enclaves en la costa norteafricana. A pesar de las constantes acometidas militares contra dichos asentamientos, que supusieron la pérdida de las plazas atlánticas de La Mámora y Larache, en la costa mediterránea la presencia española no sólo se mantuvo firme en Ceuta, el Peñón de Vélez, Melilla, Mazalquivir y Orán, sino que logró incorporar en 1673 el peñón de Alhucemas.
La imponente red de cónsules desplegada por las Provincias Unidas en los principales puertos andaluces a los pocos días de la ratificación de la paz de Münster actuó como un factor determinante para consolidar la masiva penetración de firmas holandesas como los Van Belle o los Coymans, que acabarían por controlar el nuevo sistema del asiento de negros a partir del acuerdo firmado entre la corona y la firma genovesa de Grillo y Lomelín en 1662. El cónsul holandés en Cádiz desplegó una impresionante red de sobornos en la Corte de Madrid y logró arrancar nuevas concesiones de la corona como acredita el Tratado de Comercio y Navegación de 1650 por el que los barcos de la república quedaban libres de los registros de los veedores de contrabando. La cooperación hispano-neerlandesa culminaría en 1673 con la firma del tratado de La Haya por el que la Monarquía Hispánica logró involucrar al Emperador y al duque de Lorena en un acuerdo de alianza ofensiva contra Francia que rompía el aislamiento en el que se encontraban las Provincias Unidas tras la invasión conjunta de su territorio por parte de los ejércitos franco-británicos en 1672. En el marco de dicho acuerdo y gracias a la activa mediación de Manuel Belmonte, el principal representante de la rica comunidad sefardita en Ámsterdam y agente de Carlos II en dicha ciudad, el embajador español ante los Estados Generales, Francisco Manuel de Lira, logró negociar el envío de 18 navíos de alto bordo a Sicilia para sofocar la rebelión de Mesina. La empresa estaba a la cabeza del principal almirante de la república, De Ruyter, que pudo contar también con las escuadras de galeras del rey católico en el Mediterráneo. El fracaso de la expedición, que culminó con la muerte del almirante y la contundente derrota de los efectivos hispano-neerlandeses frente a las costas de Palermo, no quebró la colaboración naval hispano-neerlandesa. Gracias a la mediación de Manuel Belmonte, Lira logró alcanzar un acuerdo con el Almirantazgo de Ámsterdam para saldar la deuda contraída en partidas de sal andaluza. El encargado de negociar en Cádiz dicho acuerdo fue el sobrino de Belmonte, Francisco de Schonenberg, que acabaría por convertirse en el representante de los intereses del Príncipe de Orange en Madrid y, finalmente, en el delegado de los Estados Generales ante el rey católico.
La alianza de los Habsburgo con la república neerlandesa siguió consolidándose y se convirtió en un factor determinante para garantizar el éxito de la expedición naval del estatúder Guillermo III de Orange a Inglaterra en 1688, que culminó con la expulsión del trono británico de Jacobo II Estuardo, el principal aliado de Luis XIV. La confluencia de intereses entre las dos principales potencias navales ponía fin a un largo periodo de enfrentamientos. Como consecuencia de la aplicación de las sucesivas Actas de Navegación británicas destinadas a proteger sus mercados de la competencia de los hombres de negocios extranjeros, ambas potencias marítimas se habían visto envueltas en tres conflictos navales entre 1652 y 1674, en los que la Monarquía Hispánica se esforzó por mantener una exquisita política de neutralidad. No en vano, el estallido del primer conflicto entre ambas potencias, entre 1652 y 1654, y de la segunda guerra, entre 1665 y 1667, provocó importantes altercados en los puertos andaluces con escaramuzas militares que no llegaron a un estallido militar abierto como el acaecido en las aguas de Livorno en 1653. La rivalidad anglo-neerlandesa estimulaba la competencia, situación que facilitaba el aprovisionamiento de servicios navales o de mano de obra esclava en mejores condiciones, por lo que la corona supo jugar con habilidad la carta de la concesión de nuevas ventajas para operar en sus mercados o la amenaza del cierre de los mismos como una eficaz arma de presión diplomática. Así se puso de relieve en el artículo secreto anejo a la alianza de La Haya de 1673, por el que el monarca católico se comprometía a cerrar el acceso de sus mercados a los comerciantes ingleses en caso de que Carlos II Estuardo no se retirase de la contienda. Las presiones del Parlamento, que temía las negativas consecuencias de un posible cierre de los mercados españoles, sumadas a la mediación del embajador del monarca católico facilitaron la firma, en febrero de 1674, de la segunda paz de Westminster entre Londres y La Haya. Se abría de este modo paso a un paulatino proceso de acercamiento que se vería afianzado gracias al matrimonio en 1677 entre Guillermo III y la hija del duque de York, María Estuardo, lo que permitiría al estatúder de Holanda convertirse once años después en rey de Inglaterra con el sólido respaldo parlamentario.
La casa de Orange abandonaba, de este modo, su tradicional política anti-española y pasaba a convertirse en el principal sostén de los Habsburgo tanto de Viena como de Madrid, como quedó patente durante la Guerra de la Liga de Augsburgo cuando, por vez primera, los aliados lograron contener la política expansionista de Luis XIV. No sólo se puso coto al avance francés en los Países Bajos, sino que las potencias marítimas colaboraron de forma conjunta para frenar el creciente ascendiente de los comerciantes franceses en el Mediterráneo. Con objeto de prevenir la superioridad de Francia en la zona, en 1689, Guillermo de Orange, a instancias de las comunidades mercantiles neerlandesa e inglesa, solicitó al embajador español en Londres, Pedro Ronquillo: “los puertos de Gibraltar y Mahón para el abrigo de los bajeles ingleses y holandeses que vienen del Mediterráneo y para tener en ellos los almacenes necesarios de municiones de guerra y boca” (AGS, Estado, Leg. 4014). Nada menos que 24 años antes de la firma de la paz de Utrecht, las potencias marítimas advertían sobre la importancia estratégica de ambos enclaves, aunque es necesario advertir que, a diferencia de lo que ocurrirá en 1713, para finales del siglo XVII los neerlandeses todavía actuaban en igualdad de condiciones con los ingleses.
Aunque por el tratado de Ryswick en 1697 Francia se vio obligada a devolver Luxemburgo y a retirarse de Barcelona, la Monarquía Hispánica tuvo que otorgar a los hombres de negocios franceses los mismos privilegios mercantiles de los que disfrutaban las Provincias Unidas e Inglaterra en los mercados españoles, además de reconocer los asentamientos franceses en la parte occidental de la isla de Santo Domingo. No obstante, holandeses e ingleses siguieron actuando como los principales proveedores de servicios navales a la corona y como los mejores garantes del buen funcionamiento de las rutas comerciales que enlazaban los dispersos territorios de la Monarquía Hispánica. Ante la cada vez más quebradiza salud de Carlos II, en los tratados de reparto alcanzados por Guillermo III y Luis XIV entre 1698 y 1700, el rey-estatúder pretendió conjurar el peligro de una sucesión francesa a la corona española lo que fue recibido en Madrid como una intolerable traición por parte de sus aliados. Estas negociaciones dieron alas a aquellos sectores que apostaban por revisar las excesivas concesiones otorgadas a las potencias marítimas y que veían en el modelo de gobierno francés el fundamento de una nueva planta capaz de resolver los problemas que aquejaban a la Monarquía. El nombramiento a finales de 1700 del nieto de Luis XIV, Felipe V de Borbón, como único heredero de la integridad de los dominios de la corona a la muerte del monarca católico no provocó tan sólo el férreo rechazo del Emperador, Leopoldo I, sino que desencadenó también los recelos anglo-neerlandeses ante el temor a una ruptura del equilibrio de poderes en el continente. El enrarecimiento de las relaciones entre el nuevo gobierno de Madrid con las Provincias Unidas e Inglaterra tuvo consecuencias desastrosas para las firmas inglesas y neerlandesas asentadas en Cádiz, Málaga o Sevilla que, a partir de marzo de 1701 y por recomendación de las casas matrices de Ámsterdam y Londres, optaron por transferir sus productos a firmas genovesas o hanseáticas para evitar el secuestro de los mismos en caso de ruptura de hostilidades. A la expulsión de las guarniciones holandesas de las plazas de la barrera en los Países Bajos españoles y su sustitución por efectivos franceses se sumó la concesión, a finales de 1701, del asiento de esclavos a Jean Du Casse en nombre de la Compañía francesa de Guinea. Se trataba de una amenaza intolerable para los intereses mercantiles anglo-neerlandeses en el espacio ultramarino ibérico y precipitó la firma de la Gran Alianza de La Haya por la que daba comienzo la Guerra de Sucesión a la corona española.
Autor: Manuel Herrero Sánchez
Bibliografía
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