Se denomina Casa de Ribera al linaje noble de dicho apellido asentado en Andalucía a comienzos del siglo XV que extendió sus señoríos por el valle del Guadalquivir y la frontera con el reino de Granada hasta mediados del siglo XVII, llegando a ser una de las principales familias nobiliarias de la región y de la Corona de Castilla, destacando por sus servicios a la monarquía y su mecenazgo artístico.
La familia Ribera procede y tiene su solar original en el reino de Galicia. Según López de Haro, sus miembros descienden “por linea recta de varon de don Ramiro vltimo deste nombre Rey de Obiedo, y Leon”. Dato fabuloso que contribuyó a la legitimación del linaje a través de un relato que lo dotaba de prestigio y virtud, tanto por la antigüedad como por la relación sanguínea con la monarquía hispana. Frente a este origen cuasi mítico, la fundación de la casa es un hecho histórico que podemos datar en tiempos de Per Afán de Ribera ‘el Viejo’ (1338-1423) y que se establece con la concesión de armas propias y mayorazgo por parte de Juan II de Castilla en el año 1411.
Por entonces, Per Afán ya residía en la ciudad de Sevilla desde hacía varias décadas, participando en su cabildo municipal como caballero veinticuatro. Miembro de la nobleza media caballeresca, se había ganado su posición a partir de una destacada labor como hombre de guerra al servicio de los reyes Trastámara y de los Ponce de León, la familia que, junto a la de los Guzmanes, venía liderando en nombre de la corona la guerra contra Granada a lo largo de la baja Edad Media. Son los Ponce quienes nombraron a Per Afán alcaide de su fortaleza de Arcos de la Frontera. Este activo papel bélico le permitió ir accediendo, por merced real, a los cargos de capitán general de la flota que asedió Lisboa en 1385, notario mayor de Andalucía y, sobre todo, adelantado mayor de la Frontera o Andalucía, lo que supondría su encumbramiento social en 1396. No por casualidad, en 1394 y 1396 accedió respectivamente a los señoríos de Espera y Bornos (en la actual provincia de Cádiz), que multiplicaron su capacidad señorial, hasta entonces limitada a algunos enclaves menores del Aljarafe sevillano, y afianzó su presencia en la vanguardia granadina.
Con el establecimiento del mayorazgo y la casa en 1411, los Ribera se independizaron formalmente de los Ponce de León. El siglo XV vio, por un lado, la extensión de la familia por el valle del Guadalquivir, al instalarse un hijo de Per Afán, Miguel López de Ribera, en tierras de Úbeda, donde hizo fortuna al servicio de la Casa de Molina. Por otro, la rama principal de la familia, representada por Diego Gómez de Ribera, inició su fulgurante ascenso hacia los más altos puestos de la nobleza andaluza desde Sevilla. En este proceso resultó fundamental el asentamiento de sus señoríos en posiciones fronterizas con la adquisición de los derechos de lugares como Los Molares y El Coronil (en la actual provincia de Sevilla), Cañete la Real (en la de Málaga), Torre-Alháquime y Alcalá de los Gazules (en la de Cádiz). El segundo pilar del éxito fue la alianza matrimonial con la familia Enríquez, algo a lo que se vio abocada la casa debido a la muerte en 1454 de su tercer señor, Per Afán de Ribera II, nieto del primero, sin heredero varón. Su mujer, María de Mendoza y Figueroa, quedó viuda con cinco hijas, la mayor de las cuales, Beatriz de Ribera, casó con Pedro Enríquez, hijo del almirante de Castilla Fadrique Enríquez de Mendoza, de ascendencia real –el fundador de su casa fue el infante Fadrique Alfonso, hijo del rey Alfonso XI y hermano del primer rey Trastámara, Enrique II–. Desde este momento, el apellido del linaje, el que portarán sus señores, sería Enríquez de Ribera.
La muerte prematura de Beatriz en 1469 reabrió una crisis que iba a solventarse con su sustitución por Catalina, su hermana menor y segunda en la línea hereditaria de los Ribera. Esta contrajo matrimonio con Pedro Enríquez en 1474, y, apuntalada la unión entre casas, se reanudó la trayectoria de signo ascendente del linaje de la mano de las reformas de los nuevos monarcas castellano-aragoneses: los Reyes Católicos, llegados al trono precisamente en ese mismo año. Siendo Pedro Enríquez tío de Fernando el Católico y Catalina de Ribera heredera del adelantado mayor de Andalucía, resulta fácil entender que los Enríquez de Ribera se convirtieran en los principales aliados en Andalucía de unos reyes que anhelaban pacificar Sevilla para, consolidado su poder frente a la nobleza, proceder al asalto definitivo de las posesiones granadinas. De este modo, el fin de las banderías y guerras nobiliarias hispalenses entre Guzmanes y Ponces de León tuvo mucho que ver con la mediación entre ellos de los Ribera y su inclusión paulatina en la alta nobleza, que concluyó en 1514 con la concesión del marquesado de Tarifa al hijo de Pedro y Catalina: Fadrique Enríquez de Ribera.
Durante todo este proceso de ascenso social, y muy singularmente a partir de la unión con los Enríquez, la Casa de Ribera vivió asimismo un desarrollo económico notable basado en, por una parte, el aprovechamiento sistemático de las extensas tierras cerealísticas acumuladas en sus señoríos y posesiones privadas (cereal que incluso es exportado, a pesar de las prohibiciones propias de la época); por otra, en la explotación de sus no menos cuantiosos olivares para producir un aceite de oliva que, en gran medida, se usó para impulsar la ya por entonces rentable industria jabonera sevillana, herencia que Pedro Enríquez había recibido de su padre el almirante de Castilla. El negocio seguía reportando pingües beneficios a la casa más de un siglo después, como recordaría el historiador Alonso Morgado en su descripción de las almonas de jabón hispalense.
Entre 1492 y 1509, Francisco Enríquez de Ribera, hijo de Pedro Enríquez y su primera mujer, Beatriz de Ribera, ejerció como V adelantado de Andalucía y jefe de la Casa de Ribera, al frente de la cual desarrolló una actividad continuista con la de su padre, aunque algo eclipsada en lo social por la de su madrastra Catalina de Ribera. Fue el primer hijo de esta, Fadrique, quien a la muerte de su medio hermano dio a la casa un nuevo impulso, modernizándola y dotándola con sus acciones bélicas, civiles y religiosas de gran prestigio social tanto en Sevilla como en Andalucía y en la Corte, lo que resultaría determinante para que su linaje recibiera el espaldarazo final, el que trajo la obtención del mencionado título nobiliario de marqués de Tarifa.
Entre 1509 y 1594, las tres generaciones que se sucedieron al frente de la Casa de Ribera se afanaron en dar el salto de la política andaluza a la cortesana. Así, el cargo de adelantado de Andalucía, basal para la familia en el siglo XV, pero en retroceso, como la propia actividad militar, desde la conquista de Granada en 1492, pasó a un progresivo segundo plano, especialmente con la llegada de los títulos nobiliarios: el mencionado de marqués de Tarifa (1514) y el más prominente de duque de Alcalá de los Gazules (1558). Desde el ascenso de Carlos V al poder, su intercambio epistolar con el señor de la Casa de Ribera respecto a las guerras con Francia denotó este cambio de dimensión. Sin embargo, fue el sucesor de Fadrique a la muerte de este sin descendientes legítimos en 1539, su sobrino Per Afán de Ribera y Enríquez, quien resultó reconocido con el ducado. Inclusión en la grandeza nobiliaria que aconteció, no por casualidad, a la vuelta de su exitoso ejercicio como virrey y capitán general de Cataluña desde 1554. A ello le siguió otro nombramiento con el que Felipe II encumbraba a la Casa de Ribera a lo más alto de su cursus honorum imperial: el de virrey de Nápoles, cargo que Pedro ejercería desde 1559 hasta su muerte en 1571.
El prestigio del linaje se mantuvo durante las siguientes décadas, y ello a pesar de la franca crisis en la que cayó la Casa de Ribera durante los años en que el hermano del tercer Per Afán (también muerto sin sucesor legítimo), Fernando Enríquez de Ribera, figuró al frente de ella. Una profunda crisis económica azotó a la casa durante estos años motivada por el gasto desaforado de su predecesor, las suspensiones de pago filipinas, que afectaron a sus negocios sevillanos, y la lucha de diversos municipios bajo señorío de los Ribera por pasarse al régimen realengo, cuya principal consecuencia sería la pérdida del señorío de Tarifa en 1596. Todo ello impidió al duque seguir financiando el acceso a los costosos puestos gubernamentales imperiales, viendo mermar su papel en la política de la monarquía. A pesar de ello, nominalmente los reyes siguieron contando con los Ribera en sus actos y decisiones, lo que se reflejó en los matrimonios del linaje, que no bajaron del máximo nivel (emparentaron con los Girón, los Moura, etc.). Y la casa no dejó de alumbrar figuras notables e influyentes en su siglo, como Juan de Ribera, hijo “natural” del I duque Per Afán, conocido arzobispo de Valencia, adalid de la Contrarreforma y de la expulsión de los moriscos y santo de la Iglesia católica desde 1960.
El final del siglo XVI y el primer tercio del XVII supusieron una etapa de transición para la Casa de Ribera en varios sentidos: la salida de la crisis, la recuperación de la actividad imperial y el traslado de su centro de acción a la Corte de Madrid. La transición comenzó con la minoría de edad del tercer duque, Fernando Afán de Ribera Enríquez y Girón, nieto del segundo, al morir a los 25 años el hijo y heredero legítimo de este y padre de aquel, Fernando Enríquez de Ribera. Al llegar a la jefatura de la casa con 11 años, y hasta su mayoría de edad en 1605, la administración ducal iba a ser de facto manejada por su madre, Ana Girón, hija del primer duque de Osuna. Esta centró sus esfuerzos en contener los gastos, parar la creciente hipoteca de los bienes de la casa y cerrar los pleitos señoriales que tanto habían lastrado a la familia en las décadas precedentes. Ello retrasaría la cortesanización de la Casa de Ribera, fenómeno que se produjo en un clima general proclive al establecimiento de las principales casas nobiliarias en Madrid desde el comienzo del reinado de Felipe III, lo que era la principal (y terminó siendo la única) forma de participar de los consejos y cargos reales. Desde 1605, sentadas las bases de la recuperación, Fernando pudo empezar a plantearse el traslado a la Corte y su vuelta al circuito imperial, lo cual logró en 1619, cuando fue nombrado capitán general y virrey de Cataluña. Desde este momento, la Casa de Ribera no volverá a residir oficialmente en Andalucía, alternando su sede entre Madrid, donde Fernando llegó a ser miembro de la Cámara de su majestad y de sus consejos de Estado y Guerra, y las capitales de destino de los diferentes cargos que le fueron asignados: embajador español ante la Santa Sede en 1625 y virrey de Nápoles en 1629, tras su desafortunada gestión volvió a Madrid para que en 1632 se le destinase a Sicilia como virrey y en 1636 a Milán como gobernador. Sin llegar a tomar posesión de esta plaza, Felipe IV lo nombró plenipotenciario para la negociación que en Colonia buscaría cerrar la Guerra de los Treinta Años. No llegó a pisar suelo alemán, muriendo a su paso por Austria en 1637.
Una vez más, el duque falleció sin heredero varón, pues tanto su hijo como la mujer y el hijo de éste habían fallecido en Italia entre 1633 y 1634. Le quedaba una hija, María Enríquez de Ribera Girón y Moura, conocida en la época como la princesa de Paterno, pero esta falleció también en 1639. La sucesión de la casa pasó así a la línea del hermano menor del duque Fernando, muerto en 1633 y cuya hija, Ana María Luisa Enríquez Afán de Ribera Portocarrero y Cárdenas, había contraído matrimonio en Madrid con el VII duque de Medinaceli, Antonio Juan Luis de la Cerda. Fue el hijo de ambos, Juan Francisco, quien en 1645 heredó la casa. Desde ese momento, el apellido De la Cerda se impuso al Enríquez de Ribera, quedando la Casa de Ribera y sus señoríos incluidos en la amplísima nómina de los estados de Medinaceli.
Desde su fundación en 1411, la Casa de Ribera desplegó un importante mecenazgo artístico, ligado singularmente a las estrategias espirituales que, como para toda familia noble de la época, suponían uno de los más importantes capítulos de su consolidación como líderes de una sociedad cuya relación con la trascendencia religiosa es bien conocida. Así, en el mismo año de 1411, Per Afán de Ribera patrocinó la erección de la nueva iglesia del monasterio de cartujos de Santa María de las Cuevas de Sevilla, con objeto de establecer en ella su panteón familiar. Entre las numerosas obras pías del linaje desde ese momento ninguna destacaría tanto como la fundación por parte de Catalina de Ribera en 1500 del Hospital de la Sangre o de las Cinco Llagas.
En el ámbito civil, el protagonismo de los Ribera empezó en 1483, cuando la propia Catalina junto a su marido Pedro Enríquez adquirieron los terrenos de la collación de San Esteban (provenientes de confiscaciones a familias judías por parte de la Inquisición, recientemente instalada en Sevilla) sobre los que erigieron el que acabará por ser su principal palacio urbano: la conocida como Casa de Pilatos. Fue la propia Catalina quien, ya viuda, y advirtiendo que el mayorazgo principal de la Casa de Ribera se reservaba para Francisco, hijo primogénito de Pedro Enríquez con Beatriz de Ribera, y queriendo dejar bien posicionados a sus dos hijos, Fadrique y Fernando, compró en 1496 las casas sobre las que se levantó otro célebre palacio sevillano, el de las Dueñas. Fadrique Enríquez de Ribera, al acceder a la jefatura de la casa en 1509, lejos de conformarse con lo recibido, hizo de estos espacios a lo largo del siglo XVI el hogar de la vanguardia intelectual, del arte y de los modos renacentistas. Así, a la vuelta de su afamada peregrinación a Jerusalén (1518-1520, de la que dejó constancia con un libro de memorias), trajo a la ciudad a los escultores genoveses que reformarían su palacio e impulsarían la estatuaria clásica en una ciudad que empezaba a ser vislumbrada como una ‘nueva Roma’. Testigo de ello son los monumentos funerarios que mandó levantar en el panteón familiar de La Cartuja en 1520 para sus ancestros, y muy singularmente los que se corresponden con las tumbas de sus progenitores. En esta misma línea, en 1521 reformó el humilladero de la Cruz del Campo, con objeto de inaugurar un via crucis cuyo punto de partida estableció en la plaza que abrió frente a la Casa de Pilatos, a la que dotó de portada clásica entre 1528 y 1529. Finalmente, en 1546 su sobrino y sucesor Per Afán de Ribera y Enríquez comenzó a ejecutar la concebida como su obra magna (encargada en su testamento de 1538): la nueva sede del Hospital de las Cinco Llagas (actual Parlamento de Andalucía), mudado desde su primitiva y limitada localización en pleno centro de la ciudad a un nuevo solar extramuros, frente a la Puerta de la Macarena, donde se levantaría y luciría exento uno de los edificios más amplios y vanguardistas de la época en la Península Ibérica, por supuesto, siguiendo los patrones de los hospitales italianos, y en cuya larguísima obra (en realidad nunca concluida) participarían arquitectos de la talla de Martín de Gainza, Hernán Ruiz II y Asensio de Maeda, protagonistas de otras construcciones paradigmáticas de la Sevilla del momento, como el campanario de la Giralda y las salas capitulares de la catedral, las nuevas casas del Cabildo o la reforma de la Real Audiencia. A finales del siglo XVI, el duque Fernando Enríquez de Ribera volvió a apostar por el enriquecimiento del legado artístico de la Casa de Pilatos, destacando en esta etapa la creación de su famosa biblioteca, siendo como fue él mismo literato.
En balance, lo cierto es que ninguna corporación, pública o privada, pudo por sí sola dejar a Sevilla un legado renacentista tan vasto como el de la Casa de Ribera, que la ciudad distingue aún hoy en día con la presencia en su callejero de numerosas denominaciones en honor a los miembros de este linaje: desde las calles “Adelantado”, “don Fadrique” y “San Juan de Ribera” en el entorno del Hospital de las Cinco Llagas, hasta el llamado desde 1895 “Paseo de Catalina de Ribera” nada menos que junto a los Alcázares Reales.
Los Ribera reprodujeron su mecenazgo en otros de sus enclaves señoriales, destacando Bornos como una especie de segunda capital del linaje. Aquí se fundó el monasterio de jerónimos de Santa María del Rosario (1505), se reformó el viejo castillo para convertirlo en palacio señorial renacentista (década de 1520 y 1569-71) y se fundó el convento del Corpus Christi (1597), entre otras obras. Y, aunque el interés en su patrimonio andaluz decayó tras su paulatina instalación en la corte de Madrid, este seguirá siendo una referencia para el prestigio social de la Casa de Ribera hasta su entronque con los Medinaceli a mediados del siglo XVII.
Autor: Juan Manuel Castillo Rubio
Bibliografía
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