A lo largo de la Edad Moderna, el espacio andaluz fue el marco en el que diversas familias desarrollaron unas trayectorias que las elevaron a lo más alto de la cúspide social, formando parte de la alta nobleza titulada y Grandeza de España. La mayor parte de ellas asentaban sus orígenes en los territorios de los antiguos reinos de Córdoba, Sevilla, Jaén y Granada; la realidad fronteriza con el reino nazarí marcó, sin duda, el devenir histórico de la región, contribuyó a la definición de la identidad andaluza y encumbró a algunos linajes que gozaron, durante los siglos modernos, de un prestigio y poderío que los situó entre los más distinguidos de la nobleza española. Asimismo, esta alta nobleza andaluza producto de la experiencia fronteriza también se nutrió durante la época moderna de nuevas familias que, con unos heterogéneos orígenes, consiguieron acceder al más alto rango del estamento a partir del desarrollo de diversas prácticas y estrategias sociales.
Frente al inestable siglo XV, el reinado de los Reyes Católicos supuso la definición de una relación monarquía-nobleza en la que prevaleció como principio básico el respeto y sometimiento a la autoridad real, germen del naciente “estado moderno”, y la consagración de unas relaciones de apoyo mutuo e interdependencia. Para entonces, las grandes familias andaluzas y las ramas en que se subdividían sus genealogías copaban las principales instituciones locales, directa o indirectamente, a través de redes de clientelismo; desplegaban especialmente su influencia en los centros de poder que constituían los cabildos municipales, acaparando alcaldías y veinticuatrías, así como también poseían, como señores jurisdiccionales, vastos territorios merced al profundo proceso de señorialización acaecido en el territorio andaluz.
En el espacio sevillano destacaban particularmente la Casa de Niebla y la Casa de Arcos, protagonistas de las banderías nobiliarias del siglo XV. Los Guzmán, duques de Medina Sidonia desde 1445, mantenían un fuerte control sobre la vida pública sevillana, ocupando, por ejemplo, una de las alcaldías mayores, y sus extensas bases señoriales, entre las que sobresalía Sanlúcar de Barrameda, los convirtieron en una de las más poderosas familias andaluzas. Los Ponce de León, por su parte, que vieron elevado su condado de Arcos a ducado en tiempos de los Reyes Católicos, ejercieron entre otros cargos la Capitanía de Sevilla, y acumularon numerosas posesiones señoriales en el entorno de esta ciudad, entre las que destacan Marchena, Zahara o la propia Arcos. La unión entre dos poderosos linajes de la nobleza castellana y gallega, como eran los Enríquez, descendientes bastardos de Alfonso XI y almirantes de Castilla, y los Ribera, adelantados y notarios mayores de Andalucía, dio origen a otra de las más notables casas nobiliarias andaluzas que acumuló inmensos patrimonios, señoríos y distinciones como el marquesado de Tarifa (1514) y el ducado de Alcalá de los Gazules (1558). Junto a ellos, los Téllez Girón, condes de Ureña y duques de Osuna (1562), entre otras dignidades, también representan otra de las más importantes casas nobiliarias adscritas al entorno sevillano durante el siglo XVI.
En la vecina Córdoba, los Fernández de Córdoba, decisivos en la conquista de la ciudad, se erigen como la estirpe más destacada, brindando una prolífica ramificación; la Casa de los señores de Aguilar, sobre los que recayó el marquesado de Priego en tiempos de los Reyes Católicos, es la rama principal de los Fernández de Córdoba; también proceden de la Casa de Córdoba los Alcaides de los Donceles, marqueses de Comares, los condes de Cabra y duques de Baena (1566), así como el ducado de Sessa, concedido en favor de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, en 1507, entre otros grandes títulos.
En la escala más alta del estamento nobiliario jienense resaltan especialmente los Benavides, cuyos servicios en la conquista del reino de Jaén les granjeó el cargo de caudillos mayores y la elevación de su señorío de Santisteban del Puerto a condado en 1473, al que se añadían otras muchas posesiones jurisdiccionales como Castellar de Santisteban o Navas de San Esteban. En cuanto al ámbito granadino, la conquista cristiana del territorio propició que el linaje de los Mendoza, representado por el II conde de Tendilla, Íñigo López de Mendoza, nieto del I marqués de Santillana, perteneciente a la Casa del Infantado, fuese distinguido como capitán general del reino y alcaide de la fortaleza de la Alhambra, puestos desde los que los Mendoza consolidaron su posición en el espacio granadino. De los Mendoza también procedía el I marqués del Cenete, Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, hijo del poderoso cardenal y arzobispo de Toledo Pedro González de Mendoza, y que gracias a la concesión de diversas mercedes regias logró reunir unas amplias posesiones señoriales en el entorno granadino. Asimismo, la Casa de Fajardo, especialmente implantada en el reino de Murcia, también sirvió como germen del marquesado de los Vélez, título concedido en 1507 a Pedro Fajardo Chacón, con implantación señorial en territorios andaluces de Almería y Granada.
Consolidadas sus bases de poder en el ámbito andaluz, desde las décadas centrales del siglo XVI puede advertirse una fuerte tendencia hacia el servicio cortesano y palatino por parte de esta alta nobleza, que veía en la cercanía al monarca y su inclusión en las principales instituciones centrales de la monarquía y Casa Real, una extraordinaria oportunidad para apuntalar sus resortes de poder. El siglo XVII supuso, asimismo, una aristocratización del gobierno de la monarquía, impulsada, sobre todo, por la instauración del régimen de valimiento. Desde los entornos urbanos y señoríos andaluces, gran parte de las familias de la alta nobleza de Andalucía se trasladaron hacia la corte madrileña, donde edificaron sus palacios y participaron en el ceremonial barroco que impregnaba la vida de la capital de la monarquía. Su ingreso en el organigrama de consejos, juntas, embajadas o virreinatos los colocaba como protagonistas de la actividad política, lo que al mismo tiempo consolidaba su distinguida condición, poder e influencia y convertía a los magnates andaluces en unas extraordinarias fuentes de patronazgo y clientelismo.
Recordemos cómo, por ejemplo, Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde de Olivares y duque de Sanlúcar la Mayor, entre otros títulos, ejerció como valido de Felipe IV hasta su caída en desgracia en 1643, sirviendo además como caballerizo mayor, sumiller de corps o camarero mayor. El conde-duque descendía de la Casa de Medina Sidonia, cuyo padre había servido a Felipe II y Felipe III como embajador en Roma, virrey de Sicilia, de Nápoles y como miembro del Consejo de Estado. En torno a estas fechas, los duques de Alcalá desarrollaron, igualmente, una intensa actividad política: el I duque, Per Afán de Ribera, fue entre 1554 y 1571 virrey de Cataluña y de Nápoles, mientras que el III titular del ducado, Fernando Enríquez de Ribera, se ocupó como virrey de Cataluña, Nápoles, Sicilia y embajador ante la Santa Sede. Durante la compleja década de 1640, el duque de Arcos sirvió como virrey de Valencia y de Nápoles, mientras que los titulares del ducado de Osuna estuvieron al frente de virreinatos como el de Nápoles, Sicilia o Cataluña, la gobernación de Milán, puestos en el Consejo de Estado y de Flandes y presidencias como la del Consejo de Órdenes o de Aragón durante el siglo XVII. El VIII conde de Santisteban, Diego de Benavides, también ocupó el virreinato peruano entre 1661-1666. A caballo entre los siglos XVI y XVII, los marqueses de los Vélez desempeñaron importantes cargos como los virreinatos de Aragón, Cataluña, Navarra, Valencia, Nápoles y Sicilia, así como la embajada ante el emperador del Sacro Imperio, la mayordomía mayor de la reina Ana de Austria o puestos de consejeros de Estado y Guerra.
Sin embargo, la vida cortesana y palaciega también tenía profundas consecuencias para esta alta nobleza andaluza, ya que al clima de ambición y rivalidad entre facciones políticas, se sumaban unos extraordinarios dispendios que sumieron a las economías nobiliarias en un fuerte endeudamiento, cuyos efectos trataron de paliar recurriendo al préstamo y a la imposición de censos sobre sus patrimonios amayorazgados. La quiebra de la Casa de Osuna durante el siglo XVII representa un paradigmático ejemplo de las complejas situaciones a las que se enfrentaban los grandes títulos; lo mismo cabría decir del sombrío destino que hubieron de afrontar otros poderosos titulados andaluces, como el duque de Medina Sidonia y su primo el marqués de Ayamonte, protagonistas de la fallida conjura contra la monarquía de Felipe IV.
Durante la centuria ilustrada, la estructura social continuó rigiéndose por el principio estamental y el valor del privilegio, y la alta nobleza conservó su estatus y preeminente condición. Los servicios militares prestados en favor de Felipe de Anjou y los méritos alcanzados a través de la carrera administrativa y la vía venal fueron convenientemente recompensados, lo que en conjunto con la integración en las Órdenes Militares apuntaló la relevante posición social de esta alta nobleza andaluza. Asimismo, las estrategias sociales, particularmente las matrimoniales, puestas en práctica por este colectivo derivaron durante los siglos XVII y XVIII en una concentración de títulos, estados y mayorazgos en poder de un número limitado de familias, ampliándose, aún más, la distancia entre este escalafón superior del estamento con respecto a la nobleza media y baja. Esta dinámica puede observarse claramente en diversos ejemplos: los patrimonios y dignidades vinculadas a la Casa de Arcos acabaron recayendo, a causa de la muerte sin descendencia del XI duque de Arcos, en la Casa de Osuna, la misma en la que se incluyó durante el siglo XIX el ducado del Infantado, en el que, a su vez, mucho antes se había integrado el marquesado del Cenete. Por su parte, el marquesado de los Vélez también se incorporó a la Casa ducal de Medina Sidonia.
No obstante, como ejemplo paradigmático de la concentración de títulos y estados señoriales andaluces en una misma Casa, cabría destacar el caso del ducado de Medinaceli. El enlace matrimonial entre la V duquesa de Alcalá de los Gazules, Ana María Luisa Enríquez de Ribera con el VII duque de Medinaceli, Antonio Juan Luis de la Cerda en 1623, propició la incorporación del ducado de Alcalá a la poderosa Casa de Medinaceli, la misma a la que se adscribieron poco después las de Denia-Lerma, Segorbe, Cardona o el marquesado de Comares. Con la extinción biológica de la antigua estirpe de la Cerda a principios del siglo XVIII, el conglomerado de estados y títulos que conformaba la Casa de Medinaceli pasó a estar dirigido por la rama troncal de los Fernández de Córdoba, los marqueses de Priego y también duques de Feria, propiciando el matrimonio de Luis María Fernández de Córdoba y Gonzaga con Joaquina María de Benavides y Pacheco en 1764, la incorporación de otra de las más importantes casas ducales andaluzas, como era la de Santisteban del Puerto, que a su vez aglutinaba decenas de títulos y señoríos.
Durante la segunda mitad del siglo XVIII, sin embargo, la hegemonía del grupo nobiliario, y muy especialmente de su capa superior, se vio criticada por las ideas ilustradas, que pusieron en entredicho el valor y la vigencia de sus privilegios heredados, así como el atraso del modelo económico que estas altas capas representaban. En cualquier caso, la alta nobleza andaluza finalizó la centuria sin grandes contratiempos en su estatus; como poseedores de extensos patrimonios amayorazgados, aunque también muy endeudados, estas familias continuaron desarrollando, además, su papel de grandes señores de vasallos hasta las décadas centrales del siglo XIX. Fue entonces cuando la legislación liberal y la abolición del régimen señorial obligó a la nobleza a reformular los principios que sustentaban su economía, las fuentes de su prestigio social, y a redefinir su papel en una sociedad impregnada de nuevas fórmulas, códigos y valores.
Autor: Francisco Javier García Domínguez
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