Entre las múltiples facetas que últimamente están interesando de la vida monástica femenina de la España Moderna, en general, y de Andalucía, en particular, uno de los más atrayentes, sugestivos y sugerentes, aunque aún también de los menos estudiados pese a su indudable importancia y destacable carácter multidisciplinar por afectar lo económico, social y cultural, es sin duda lo que monjas y religiosas almacenaban en sus alhoríes y alacenas, fruto de sus posesiones rústicas cenobíticas y extracenobíticas –jardines, huertas y huertos; cortijos, haciendas o lagares, respectivamente- y ganaderas –semovientes domésticos sobre todo (abejas, cerdos, gallinas, palomos…)- y de lo que percibían como limosnas graciosas en tornos y locutorios. Tomando como base tal información de las contabilidades privadas conservadas, en gastos e ingresos, de las carmelitas descalzas cordobesas de Santa Ana, como magnífico ejemplo de una comunidad claustral femenina y de una ciudad relevante, podemos conocer acerca de la despensa y “posible” mesa –en cuanto presumible alimentación de aquéllas- de las moradoras de un claustro femenino. Ciertamente muchos de esos productos también tienen un componente terapéutico, y, por tanto, pueden iluminar sobre las enfermedades más usuales, pero en este texto me centraré principalmente en su dimensión provisora de las religiosas y, sobre todo, alimenticia.

Se apreciará también así la enorme contribución de esta información para la cultura alimentaria, por la cantidad y variedad de los recursos disponibles y de sus posibilidades: Para los primeros –por orden alfabético-, aceite, aceitunas, acemite, aguardiente, ajonjolí, ajos, albures, alhucema, aliños, almendra, almendrón, almidón, andrehuelas –un tipo de melón-, arrope, arroz, arvejones atún, aves, azafrán, azúcar, bacalao, batatas, besugos, bizcochos, bogas, bonito, buñuelos, café, camuesas, canela, canela de la China, carne, castañas, cazón, cebollas, cerdo, chocolate, ciruelas pasas, clavos, cominos, dulce, empanadas, escaña, espárragos, espinazos, fideos, fruta, gallinas, garbanzos, granadas, habas, habichuelas, harina, higos, hornazos, hortaliza, huesos, huevos, jamón, leche, lentejas, lomo, manná –sic, de significado desconocido, pero claramente terapéutica porque se asocia al cremol, un emoliente y protector-, manteca blanca, matalahúva –anís-, matanza, meloja, membrillos, miel blanca, miel de caña, morena, morillas, nieve, nueces, orejones, pajarillas, pan, pan de higos, panales, pasas, pastelitos, patatas, peces, peras, peros, pescada, pescado fresco, pimienta, pimiento molido, pollo, polvos de salvadera, queso, quina, sábalos, sal, sardinas, semillas, sollo –esturión-, tabaco –rapé y de granzas-, té, tocino, tollo, tortas, trigo, turrón, uvas, vinagre y vino. Por las segundas, poder saber sobre tipología –sólidos, líquidos, materias primas y productos manufacturados, condimentos-, origen –compra efectuada por las religiosas, cultivo propio, donaciones…-, proveedores –benefactores y bienhechores, familiares, amigos, lo que ilumina mucho sobre las posibles relaciones a un lado y otro del claustro-, destinatarios –más allá a veces de la propia comunidad femenina claustral-, frecuencia de las entradas –luz para las modas culinarias y o alimenticias-, aplicaciones –además de las últimas, para recobrar la salud-, dieta y formas de cocinar –las comidas más recurrentes-, magnitudes –pesos y medidas, donde lo más dominante, por cierto, es la variedad-, costes –importe de llenar despensa y mesa-, y utilidades culturales que hablan de modas y novedades, como pasa con el café, el té, la patata y, sobre todo, el tabaco. Pero pongamos ya todo ello en movimiento.

Como cualquier espacio humano, también un cenobio femenino es un área imbricada en un entorno en el cual hay ciertos factores que le afectan, como la temporalidad de los productos alimentarios por la estacionalidad natural y la ubicación geográfica, y también la influencia de las modas y costumbres del entorno. Aunque el conjunto de todos los productos utilizados, junto con las técnicas, herramientas, instrumentos y otros datos, proporcionaría una visión completa de la que al presente se carece, sin embargo, podemos decir que la alimentación del cenobio femenino del Antiguo Régimen es fruto, por un lado, del entorno –lo que Pitte denomina “comer geográfico”-; y, por otro, de la propia regla y gustos de las hermanas. Por ello, y pese a las indicadas dificultades, se pueden establecer unos trazos generales sobre su alimentación. Su dieta se componía de ciertos productos básicos, entre los que harina, legumbres y arroz son principales fuentes de hidratos de carbono, a los que se suman las proteínas de huevos, carne y pescados. Con respecto a la condimentación, la sal se utiliza para la mesa o la cocina y para encurtidos; para curar y mantener la matanza. Se condimenta principalmente con pimentón y pimienta, también con azafrán y ajos. En cantidad menor se aliña con ajonjolí, matalahúva y cominos, estos últimos ocasionalmente. Sin embargo, la canela y el clavo se usan con profusión, para repostería. Los aliños para la matanza se adquieren en plena temporada, lo que nos da idea de cómo se imbrica el propio convento en la temporada natural de los productos. También el vinagre lo podemos considerar como condimento y sazón de platos. Las grasas son otra de las claves para entender la cocina de la época. Aunque se recurre diariamente al aceite de oliva en cantidades importantes –lo que habla de la presencia de fritos, dulces y salados, y de masas engrasadas y guisos-, también se consume grasa de cerdo, adquirida en época de matanza, durante los meses más fríos, y su uso responde a una antigua tradición de incorporación de grasas animales en repostería y cocina, con las que elaborar perrunas y tortas, además de hojaldrados de diversos tipos, tanto dulces como salados.

Los productos de origen vegetal marcan la temporalidad más acusadamente y es posible atisbar que, además de adquirir muchos de ellos, las religiosas se abastecieran de su propia huerta, en la que tenían naranjas y limas. Cada estación traería su fruta, hortaliza o verdura en forma de camuesas –un tipo casi extinguido de manzana típica de la sierra cordobesa-, ciruelas pasas, granadas, higos, membrillos, orejones, peras, peros –otro tipo de manzana fuera de los cauces comerciales-, uvas, o los mencionados melones de invierno cordobeses o andrehuelas, muy dulces, de pequeño tamaño y típicos de la localidad cordobesa de Montalbán, aunque conocidos como parte de la fruta consumida también en Córdoba; en verano morillas –probablemente moras de árbol o incluso zarzamora temprana-, y otras frutas no identificadas. Se adquieren frutos secos y frutas como las castañas, no siempre frescas, sino pilongas; y almendras durante todo el año, nueces maduras y verdes, éstas últimas usadas para elaborar encurtidos y licores. En cuanto a las frutas pasificadas, aparecen orejones, ciruelas pasas y uvas pasas; en otoño, cebollas; batatas en invierno; y espárragos en primavera temprana y otoño, aunque las patatas parecen tener un bajo consumo.

Claves en su dieta son las legumbres, porque los garbanzos se adquieren durante todo el año y son uno de los productos cotidianos, acompañados de verduras, pescado o carne, aunque también los compran tostados o fritos, como golosina. También las habas secas, en gran medida para cebar los cerdos, pero presumiblemente también para alimentarse. En cuanto a las habichuelas, estas son legumbres más finas y para alimento humano exclusivamente, y también consumen lentejas; de hecho, la ingesta de legumbres a lo largo de todo el año garantizaría una base alimentaria muy sólida y de excelente calidad; sin olvidar que el consumo de las legumbres junto al arroz en el mismo plato, complementando, proporciona proteínas de muy buena calidad a la dieta.

Punto y aparte son los huevos, excelente fuente de proteínas que se utilizan casi a diario, tanto adquiridos como de gallinas propias. En cuanto a los pescados, se consumen muchas variedades, pero en pequeña cantidad. Algunas especies locales como los albures, y tanto de río como de mar, fresco o en salazón. El bacalao se toma en mayor cantidad y durante todo el año. Las carnes, como parece natural, se deberían consumir en menor cantidad, pero las cantidades totales de ésta son mayores que las de pescados, sobre todo porque se ofrecen a las enfermas, como reiteradamente indican las cuentas. La matanza es fuente importante, se nutre de cerdos cebados en el propio convento, entrando incluso con sus lechones, pero también constan productos de matanza adquiridos, como son hojas completas de tocino y lomo de cerdo. Intuimos que pudiera ser más lomo “de orza” –esto es, confitado en manteca de cerdo y envasado en recipiente de barro- que fresco, porque en realidad, disfrutan de cerdos vivos para hacer la matanza. Como ya se indicó, en el convento también se crían gallinas y palomos, que por la época y costumbres locales se usarían más para guisar y estofar que para asar. También entran esporádicamente jamones, huesos de espinazo y cerdo para elaborar caldos en Navidad. En cuanto a las bebidas, el vino se usa “para el gasto común” de mesa y guisos, además de para las misas, obviamente; y los licores se adquieren en pequeñísimas cantidades y pocas veces, seguramente para alguna elaboración de repostería o para embotar fruta.

Además de productos sin elaborar se adquieren otros ya preparados, entre los que es básico para su dieta el pan. Los elaborados son reflejo de las festividades propias de las distintas órdenes –en este caso, la carmelita-, e igualmente muchos de los platos ya elaborados que entraran en los claustros, sería “de regalo”, como los dulces, desde el arrope –deshidratación parcial del mosto a fuego directo hasta llegar a la caramelización de sus azúcares, para obtener una consistencia de jarabe- a la meloja y los panales de miel, hasta el pan de higo y los bizcochos, buñuelos y pastelitos, entre otros; además, adquieren tortas, turrón y chocolate, o empanadas y hornazo –masa engrasada rellena de cabello de ángel o bien, en su versión salada, de embutidos o huevos duros, al estilo de la provincia cordobesa- para las fiestas claustrales. El queso es un producto que se compra durante los meses de mayo y junio con cierta frecuencia, a veces fresco, probablemente para curarlo y mantenerlo en conserva el resto del año. Y como complementos de la dieta, café, chocolate y té; el café, bebida muy moderna en la época, desvinculada intelectualmente del clero y más asociada con la actividad de los políticos e intelectuales, y muy de actualidad a fines del Antiguo Régimen, cuando la consumían los diputados de Cádiz para mantenerse despejados durante las largas jornadas de trabajo, se consume en pequeñas cantidades;  el chocolate se consume más; y el té era todavía una rareza en la España de fines del Setecientos, adquiriéndose esporádicamente.

Por último, capítulo aparte y muy propio de la mesa y dieta de los cenobios femeninos es la dulcería, por ser aspecto muy cuidado en este régimen cenobítico femenino, ya que por sus cuentas sabemos que el azúcar, blanca y terciada –azúcar moreno-, entra con frecuencia en el convento; y que el cremol, o crémor tártaro, apoya y refuerza la repostería como impulsor químico, así como para realizar conservas y mermeladas o para montar merengues. Los dulces se elaboran y se adquieren ya preparados, como los bizcochos o los buñuelos que suelen comprarse para las enfermas y las fiestas. Como golosina extraordinaria, y para paliar el ardor estival de Córdoba se adquiere nieve, con la que se elaboraban sorbetes añadiendo sirope, zumo de frutas, vino y combinaciones de estos. El pan de higo también entra a formar parte de la dieta de monjas y religiosas en general, y de las carmelitas cordobesas, en particular, mostrándose así además la ya consabida relación de los claustros femeninos con el medio en que se establecen y viven, pues aquel es un recurso que entronca sus hábitos con la ciudad, en la que era muy corriente su consumo, así como el del turrón.

En definitiva –y según las cuentas de las carmelitas descalzas cordobesa-, la despensa y mesa de las religiosas sería de cierta cantidad y variedad –sobre todo en relación a la presumible de la sociedad popular de su época-, aunque sencilla y frugal, como, por otro lado, ordena su regla. Se basa prioritariamente en hidratos de carbono, que provienen especialmente del pan de cada comida, y de las legumbres; los guisos debían ser el plato principal, complementado por pequeñas raciones de frutos de temporada y algunos dulces; la dieta está marcada por la temporalidad y por los hitos festivos, pues la primera aporta la base nutricional, los segundos, permiten disfrutar de extraordinarios como son las empanadas, los hornazos, la matanza de cerdo y algunos platos especiales. En cuanto al consumo de proteínas, su fuente proviene principalmente de la carne y los huevos, y en tercer lugar del pescado. Sus comidas son manifestación de su identidad cultural, del medio en que viven, y de un pensamiento religioso que conduce a una dieta muy particular, porque no solamente usan lo que les ofrece el entorno, sino que seleccionan y transforman según un criterio que estará en consonancia con su pensamiento inicial y sus posibilidades, pudiéndose entender la comida cenobítica femenina, en concreto, la carmelita, como expresión del pensamiento, coherente, por tanto, con su forma de vida reglar y el rigor de su Orden.

 

Autora: María Soledad Gómez Navarro


Bibliografía

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